Roger Waters: "The Wall es todavía una acción de protesta"
El músico británico habla sobre la vigencia del icónico álbum de Pink Floyd y de la película que registra su última e impactante gira
Pocos discos en la historia del rock and roll han tenido una vida tan larga e intensa como The Wall, la ópera rock publicada por Pink Floyd en 1979, a través de la que Roger Waters exorcizaba sus demonios personales de joven ídolo de masas desencantado con el vacío de la fama. Sus miedos, con la argamasa de las drogas, levantaban un muro entre él y el mundo que al final del disco se derribaba humanizándolo de nuevo.
The Wall salió a la carretera por primera vez en 1980 y revolucionó la escala y la idea de lo que podía ser un espectáculo de rock. En 1982 se convirtió en una película de culto de la mano de Alan Parker y Bob Geldof, que componía a la perfección el papel del joven y atormentado Pink.
Waters abandonó Pink Floyd en 1985 y peleó en los tribunales con David Gilmour y Nick Mason sobre los derechos de la marca y el material. Perdió los derechos sobre Pink Floyd, pero retuvo los de The Wall. El 21 de julio de 1990, ocho meses después de la caída de la cortina de hierro, el álbum se reencarnó en un concierto de magnitudes épicas, celebrado en Berlín, con el que el Olimpo del rock quiso demoler el muro cultural que separaba los dos bloques. The Wall trascendió aquella noche los muros de la música.
En 2010, un Waters sexagenario se embarcó en una estratosférica gira mundial de tres años con The Wall, que terminó documentada en una nueva encarnación fílmica. Titulada Roger Waters The Wall y codirigida por el músico y Sean Evans, se estrenó el año pasado en el Festival de Toronto y llegará a los cines de todo el mundo a partir de septiembre.
A lo largo de toda esta historia, curiosamente, el propio sentido del disco ha ido mutando. En un hotel de Londres, Roger Waters, el músico inglés nacido en 1943, explica cómo una confesión íntima ha acabado convertida en un grito contra cualquier abuso del poder.
?¿Ha pensado en la ironía de que The Wall, que partió de su frustración ante los grandes públicos y las giras, se haya convertido 35 años después en uno de los mayores espectáculos en vivo de todos los tiempos?
–Mi relación con el público cambió un día de 1999. Después de dejar Pink Floyd, hice un par de giras solo. Eran tiempos muy duros. Estaba luchando con mis antiguos compañeros por el nombre de la banda, fue una época de esas que forman el carácter. Decidí parar un momento. Entonces Don Henley [de The Eagles] me propuso participar en un concierto benéfico con él, Neil Young y John Fogerty. Acepté y fue maravilloso. El público escuchaba. No era como antes, que todos se gritaban unos a otros, bebían cerveza, pedían otra ronda a gritos mientras tratabas de tocar. Lo odiaba. Pero en ese concierto viví de nuevo ese gran sentimiento de amor y pensé que podría volver a la carretera. Años más tarde me lancé a hacer The Wall.
–¿Cómo se monta un espectáculo así?
Lo primero que hice fue llamar a Mark Fisher, que murió hace dos años repentina y lamentablemente. Había trabajado con él, en 1977, en el espectáculo de Animals y después en todas las grandes giras. Con él empecé a hacer inflables, aviones y Dios sabe qué. Le dije que quería volver a la carretera con The Wall. Se partía de risa. "¿Te parece una locura?", le pregunté. Me dijo que no. Le sugerí hacer algo con pantallas, pero me respondió que, si iba a hacerlo, tenía que ser como entonces. Había que construir una pared y derribarla. Inmediatamente supe que era verdad.
–¿Qué queda en usted del personaje de Pink?
–Estoy en un lugar muy diferente al del miserable y jodido Roger de hace tantos años. Ahora estoy mucho más feliz con el público y conmigo mismo, aunque menos contento con lo que está sucediendo en el mundo.
–¿En qué sentido?
The Wall aún es una acción de protesta. Es mucho menos sobre la historia de Pink y su pérdida que sobre la preocupación de todos los que perdemos a gente en guerras. Al final del día, todos podemos ser daños colaterales, que es un eufemismo para decir gente inocente muerta. The Wall es hoy una pieza sobre cualquier persona que sufre en cualquier conflicto.
–¿Por qué sigue siendo relevante?
–Todavía no hemos aprendido a proteger a este pequeño planeta del desastre. Hablo del cambio climático, los océanos, pero no sólo eso. Después de la Segunda Guerra Mundial, pensábamos que los países occidentales teníamos una cosa llamada democracia que haría que todo funcionara. Pero tenemos que terminar de darnos cuenta de que ahora hay otras fuerzas que son más poderosas que esa vieja idea griega. El dinero, la avaricia, el lado oscuro de la naturaleza humana… es una batalla intensa y difícil, que estamos perdiendo.
–¿Qué supuso para The Wall el famoso concierto en Berlín tras la caída del Muro?
–He tratado de aislar por qué fue tan diferente como espectáculo, al margen del contexto histórico. En primer lugar, porque había más artistas. Y en segundo lugar, porque fue increíblemente complejo en términos de finanzas. Tengo un buen recuerdo, pero también está la angustia y la responsabilidad de dar con la forma de que aquello funcionara. Y no funcionó económicamente.
–¿Qué diferencia a esta película de la de Alan Parker?
–Es una declaración muy poderosa, pero muy diferente de aquélla. Carece de la parte más narrativa. En "Goodbye Blue Sky", por ejemplo, en lugar de una animación sobre la guerra, hay símbolos cayendo. Es más sutil, pero quizá más político.
–Molestó, de hecho, a mucha gente.
–No se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Se quejaron de que había imágenes consecutivas de la estrella de David y el símbolo del dólar cayendo del avión. Dijeron que era antisemita, que sugería que los judíos están obsesionados con el dinero. Y no quería sugerir eso. Así que lo cambié, no afectaba a lo que yo quería contar.
–Siempre ha concebido su obra partiendo de álbumes. Ahora parece que la gente no consume obras tan largas y complejas.
–Quien estuvo en el concierto vio que había gente joven. Y que se logró captar su atención y que no se aburrieron. Estoy trabajando en otra pieza ahora que es un concepto completamente diferente, ojalá consiga ese efecto.
–¿De qué se trata?
–No lo puedo explicar aún con detalle. Es sobre un abuelo y su nieto tratando de responder a la pregunta de por qué están matando a niños.
–Pink Floyd se reunió en 2005. ¿Cree que pueden juntarse de nuevo? ¿Cómo es su relación con David Gilmour?
–No he hablado con David desde… no me acuerdo desde hace cuánto. Nick y yo sí somos buenos amigos, siempre lo fuimos. Pero no, no habrá reunión de Pink Floyd. Eso es historia, y fue genial. ¡Qué suerte tuve de estar en esa banda! Con Syd [Barrett], de entrada. Sin él no hubiéramos empezado siquiera. Hicimos grandes álbumes juntos. Estoy feliz de haber estado con ellos y en el momento en que se podían hacer discos. Cuando la gente como yo iba a una tienda y compraba un disco. Porque ahora sólo quieren robarlo.
–¿Cree que no sería posible una banda como Pink Floyd ahora?
No. Alguien tiene que apostar por vos en los primeros años, cuando vendes 10.000 o 20.000 discos. Spotify es una broma, no les pagan nada a los artistas. Tienes que tener miles de streams para ganar 20 mangos. Es ridículo. Quizá me tenga que ir a la carretera a defender en directo mi próximo trabajo. Porque te diré lo que no voy a hacer: no se lo daré a Spotify para que lo regale.
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