Roger Moore: el James Bond más sofisticado, irónico y seductor
El actor británico que le dio un toque ligero y humorístico a 007 en siete películas murió a los 89 años
No fue el mejor James Bond de la historia. Tampoco el definitivo. Pero quedó en la historia como el más ligero, el más elegante, el más seductor, el más longevo y el más inglés de todos los 007. Ese toque único de sofisticación puesto al servicio de uno de los personajes más populares de la historia del cine, el agente secreto británico con licencia para matar, se lo debemos a Roger Moore, el actor británico que falleció ayer, en Suiza, a los 89 años.
Moore fue el segundo 007 de la historia. Llegó a ese papel para ocupar el lugar de Sean Connery y darle una nueva identidad a la creación de Ian Fleming, y lo mantuvo hasta 1985, a lo largo de siete películas, la marca más amplia en toda la historia cinematográfica de James Bond. Y aunque se reconoció en su autobiografía como "el peor Bond de la historia", dejó su marca para siempre en el personaje.
Tenía 45 años cuando debutó como 007 en Vivir y dejar morir (1973). Fue el Bond que se puso en marcha a mayor edad. Más grande que Connery (arrancó con 32 años, en 1962), George Lazenby (30, en 1973), Timothy Dalton (41, en 1987), Pierce Brosnan (42, en 1995) y Daniel Craig (38, en 2006).
La etapa de Moore quizás haya sido la única vez en la historia en que el personaje creado por Ian Fleming se definió en el cine a partir de los rasgos fundamentales de su actor y no al revés. Los productores de las películas de Bond encontraron en Moore la figura perfecta para elaborar una transición que consideraban imprescindible para agrandar la taquilla.
Con Moore quedó atrás la recia etapa encarnada por Sean Connery y se inició otra, más ligada a los trucos tecnológicos, a la fantasía y al humor. Un Bond que, además, como señala James Chapman en Licence to Thrill, libro que encara una historia cultural del personaje, decide abandonar las adaptaciones directas de los textos de Fleming para poner a partir de allí sólo los títulos y los nombres de algunos personajes al servicio de relatos mucho más libres y extravagantes, con situaciones inverosímiles de las que salía indemne gracias a los efectos visuales y a la pericia de los dobles de riesgo.
"Siempre fui un Bond muy divertido, muy liviano. Nunca lo tomé suficientemente en serio", confesó Moore años después, cuando el nuevo rumbo elegido para la continuidad del personaje había dejado mucho más a la vista la condición casi autoparódica que las películas de 007 tuvieron entre 1973 y 1985. Después de Vivir y dejar morir llegaron El hombre del revólver de oro (1974), La espía que me amó (1977), Moonraker (1979), Sólo para tus ojos (1981), Octopussy (1983) y En la mira de los asesinos (1985). En 1979, el rodaje de Moonraker lo trajo a la Argentina. Filmó unas pocas escenas casi sin despeinarse junto a las cataratas del Iguazú, que ocuparon brevísimos minutos en la película. Según recuerda Diego Curubeto en Babilonia gaucha, todo el trabajo duro estuvo allí a cargo de los dobles de riesgo. "La actividad principal de Moore fue combatir los 40 grados de calor con una bebida en la mano, ya que la escena más compleja de filmar no pedía su presencia sino la de Martin Grace, encargado de los stunts", narra en ese libro. La escena mostraba a Bond lanzándose con un aladelta desde lo más alto de las cataratas. No la hizo Moore sino su doble, que sufrió algunas heridas en la toma al estrellarse contra una palmera.
Podría decirse que en la última década Bond encontró con el áspero Daniel Craig una historia y un pasado que en tiempos de Moore no existían. El Bond acuñado por el distinguido y flemático actor nacido en Londres el 14 de octubre de 1927 reflejaba la personalidad de su intérprete. Lo confiesa en el comienzo de Mi Word is My Bond, su autobiografía: "En verdad este libro es como yo: agradable, modesto, sofisticado, talentoso, modesto, caballeresco, modesto y encantador". Un Bond que luchaba en un eterno presente por salvar al mundo en un escenario de Guerra Fría con la misma elegante displicencia con la que apostaba en el casino o seducía a una mujer.
A diferencia de los tiempos de Connery, las escenas de acción de las películas de Bond con Moore invariablemente terminaban con un chiste. Y con alguno de los dos gestos característicos del actor, ambos empleados en clave puramente irónica: o levantaba una ceja o bien le entregaba a su interlocutor (hombre o mujer) una sonrisa cómplice antes de alejarse.
Podía por supuesto ser el más duro de todos y dar en el blanco con una certera trompada o un disparo desde alguna posición imposible, pero antes o después la situación siempre justificaba alguna broma. Nada nuevo para Moore: venía repitiendo esa misma fórmula casi sin alteraciones desde su consagración entre 1962 y 1969 con El santo, su primer gran éxito en TV.
Por entonces ya era una estrella de la pantalla chica, figura de series de época (Ivanhoe) o de aventuras (The Alaskans, Maverick). Había estudiado en la Royal Academy of Dramatic Art, pero prefirió seguir el consejo del gran Noel Coward: "Un día se me acercó y me dijo: joven, con tu atractivo y tu desastrosa falta de talento deberías aceptar cualquier trabajo que te propongan. Y si te ofrecen dos al mismo tiempo, acepta el que te dé más dinero". Así lo hizo cuando filmaba Dos tipos audaces (The persuaders) junto con Tony Curtis. Una serie de culto de apenas 24 capítulos entre 1971 y 1972 que resignó prematuramente para convertirse en el segundo Bond de la historia, a los 45 años. Lo dejó a los 58, al comprobar con estupor que las chicas que seducía en la pantalla "podrían ser mis hijas y hasta mis nietas".
Como el resto de los actores que fueron Bond, Moore quedó aprisionado en la jaula de oro de un personaje que no le permitía hacer otra cosa. De hecho, nadie recuerda sus otros films. Sin embargo, fiel a su temperamento, nunca sufrió a 007 (como les ocurrió a Connery, a Brosnan y a Craig) ni se propuso reinventarse luego de la despedida. Siguió ligado a Bond como centro de innumerables reconocimientos y como fuente constante de consulta respecto del personaje en cualquiera de sus facetas. Y vivió como un gran aristócrata (otra imagen que dejó en la pantalla) entre Londres, Beverly Hills, Montecarlo y Gstaad (Suiza), donde practicaba esquí y esos deportes invernales que se ven tan a menudo en sus aventuras como 007.
En vez de hacer cine, se consagró a una activa y fecunda acción filantrópica como embajador mundial de Unicef. Y mientras tanto soñó con ser alguna vez el gran villano de una película. O transformarse en un inolvidable Rey Lear. Pero su naturaleza le decía otra cosa: había que tomarse la vida y la actuación más a la ligera. Como hizo con su James Bond.
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