"Ricardo III": un viaje lleno de riesgos por la picaresca del poder
"Ricardo III", de William Shakespeare, según traducción de Cristina Piña y adaptación de Agustín Alezzo. Con Alfredo Alcón, Lydia Lamaison, Osvaldo Bonet, Jorge Mayor, Graciela Araujo, Roberto Carnaghi, Jorge Petraglia, Márgara Alonso, Valeria Lorca, Lizardo Laphitz, Néstor Ducó, Nicolás Frei, Willy Barbosa, Gerardo Scherman, Miguel Habud, Luciano Suardi, Miguel Moyano, Manuel Cruz, Ricardo Merkin, Oscar Ferrigno, Bernardo Forteza, María Lorenzutti y elenco. Duración: 120 minutos más intervalo. Sala Martín Coronado del Teatro General San Martín, Corrientes 1530.
Esta versión de "Ricardo III" está por debajo de las expectativas de excelencia que había despertado la reunión de Alfredo Alcón, Agustín Alezzo, más un elenco con nombres y trayectorias importantes, además de algunos intérpretes jóvenes que prometen buenas carreras y, por supuesto, de un texto que pone luz, como pocos, en las turbias neblinas del poder.
Hay muchos modos de encarar a Shakespeare y, como bien dice Luis Gregorich en un artículo publicado en la revista Teatro, también hay un Shakespeare mítico. "El mito no se acaba en el Shakespeare del orgullo imperialista _detalla el comentarista_, sino que se diversifica en el Shakespeare escolar, en el Shakespeare para actores, en el Shakespeare para directores de escena, en el Shakespeare para críticos, en el Shakespeare popular."
A esa lúcida enumeración habría que agregarle la de los registros de estilo, porque viene al caso de esta versión. El Ricardo III compuesto por Alfredo Alcón tiene un perfil de picaresca. Pero "Ricardo III", el espectáculo que acaba de estrenarse en la Sala Martín Coronado, presenta muchas zonas que no terminan de resolverse, sobre todo en su relación con el protagónico así encarado.
Alcón se acerca al público, busca su complicidad en los sucesivos ardides que primero lo llevarán al poder y luego lo harán caer estrepitosamente desde las alturas de un cetro conseguido a las dentelladas. Es un versero que seduce a lady Ana, luego de arruinarle la vida. Es un vivillo que se hace el sordo para no oír las envenenadas predicciones de bruja de Margarita de Anjou. Es un gozador que dice una cosa para acá y la contraria para allá. Es un embaucador que promete y no cumple y un zorro astuto para enredarlo todo.
Así, ese modo de abordar al personaje lo acerca a la tradición picaresca española, a las perspectivas con las que Moliére o Goldoni se burlaron de los poderosos o, incluso, a la clásica viveza criolla. El camino elegido por los responsables del proyecto toma sus propias licencias. De hecho, y tal como queda muy bien expuesto en la interesante película de Al Pacino, meterse con "Ricardo III" obliga a decisiones escénicas muy fuertes, tanto por su riqueza inagotable cuanto por sus problemas de estructura y su complejísima red de relaciones, todo eso en medio del temor que despierta transgredir un estilo Shakespeare canónico que _a esta altura y luego de cuatro siglos del estreno de la obra_ ya nadie sabe en qué consiste exactamente.
Es cierto que la actuación de Alcón funciona. Además de su gran magnetismo personal, pone en juego muchos recursos (vocales y corporales, incluyendo una sobria joroba), tanto como para que sus fechorías de malandrín despierten risa en el público. Pero ya en ese mismo punto de partida asoman los inconvenientes: ese abordaje choca con la versión castellana de Cristina Piña, que tiene una bella línea poética más virada a la tragedia que a la comedia. Otro problema de peso aparece en el contraste de Alcón con su elenco. Salvo el caso de Roberto Carnaghi (duque de Buckingham), que es quien más se pliega al juego del protagonista, el resto de los intérpretes transita otros códigos: Lydia Lamaison (duquesa de York) y Graciela Araujo (reina Isabel) dicen sus líneas con corrección y sin ningún matiz afectivo o pasional; Jorge Petraglia (lord Stanley) y Márgara Alonso (Margarita) quiebran sus voces; Jorge Mayor (duque de Clarence) ensaya tonos con su prodigiosa garganta; Lizardo Laphitz (lord Hastings) y Miguel Habud (sir Ratcliffe) directamente endurecen cada una de las palabras que pronuncian, y Osvaldo Bonet (rey Eduardo IV) es el centro de una de las escenas peor resueltas de la representación, la de la muerte del monarca. Todos, tomados por micrófonos ambientales que dejan más en evidencia la propensión generalizada al grito.
Estrategias de la sangre
La tensa divergencia de orientaciones entre Alcón y sus compañeros no parece un efecto deliberadamente buscado, sino una falta de definición clara por parte de la dirección de Agustín Alezzo. El espectáculo paga precios altos por su falta de coherencia interna.
Una consecuencia inmediata es que la función tiende a levantar cuando Alcón está en escena o es el centro de ella, pero tiende a declinar con fuerza en su ausencia o cuando el protagonismo se reparte. La otra, mediata, es que el resto de los personajes es tan cretino como Ricardo III, pero casi nunca se nota: en la guerra entre la casa Lancaster y la casa York todos esconden grandes miserias humanas y ambiciones descomunales.
Pero hay algo más profundo. El erudito en historia nos sopla que hubo intentos de reivindicar con aires revisionistas la figura de Ricardo III por ser quien, en definitiva, condujo hacia la unificación del Estado. Pero el escollo infranqueable para llevar adelante esa tesis pasó por el altísimo costo en vidas humanas que significó semejante empresa mortífera.
Y en este "Ricardo III" si hay algo que está ausente es ese espeso olor de la sangre. El espacio escénico, cuya utilización no muestra mayores hallazgos, carece de corrientes de odio que carguen el aire con electricidad. Salvo los asesinatos de lady Ana y de los herederos del rey Eduardo, que al menos están representados por medio de la composición de imágenes, el resto de las muertes no produce ninguna clase de conmoción, salvo la perplejidad que despierta una decapitación francamente increíble desde el punto de vista visual.
Así las cosas, y con la voz cantante de un Alcón que se monta con decisión en la picaresca, suena forzado que, en los tramos finales, de golpe se quiera girar hacia la tragedia, la cual no decanta ni en la escena de cierre. En esa batalla definitiva los actores tratan infructuosamente de superar vocalmente la estruendosa solemnidad de la banda sonora de Edgardo Rudnitzky. Quien no conoce el texto se queda en ascuas de todo lo que significa la famosa frase "ºmi reino por un caballo!" Una lástima, ya que la versión del texto _del propio Agustín Alezzo_ y la traducción son muy encomiables, tanto por la cuidadosa ilación de la historia cuanto por la advertible preocupación para que el espectador entienda la maraña de relaciones.
La ausencia de violencia es además notoria en el manejo corporal, también en el de los personajes secundarios que son testigos casi mudos de unas cuantas escenas. Entran, se paran y allí se quedan hieráticos. Vestidos a la usanza de la época con los trajes diseñados por Marta Albertinazzi, hay una pobreza de materiales detrás de la cual se intuyen problemas presupuestarios, algo que también puede haber influido en la vacilante resolución escenográfica.