Retratos a salvo del temor
Sombras dramáticas del cine porno de los años 70
"Juegos de placer-Boogie nights" ("Boogie Nights", EE.UU., 1997), presentada por Warner Bros. -New Line Cinema-. Fotografía: Robert Elswitt. Música: Michael Penn y temas populares. Director de arte: Ted Berner. Intérpretes: Mark Whalberg, Julianne Moore, Burt Reynolds, Don Cheadle, John C. Reilly, William H. Macy, Heather Graham. Guión y dirección: Paul Thomas Anderson. 155 minutos.
Nuestra opinión: muy buena.
Es posible que un asunto serio como el de la producción de cine pornográfico en la década de 1970 sea contado como al pasar, en una película para no pasar por alto? Sí, es posible, gracias al estilo de Paul Thomas Anderson, un director norteamericano casi debutante y con sólo 27 años. "Boogie Nights" organiza un recorrido de casi diez años por la vida de una singular y casual familia, la de actores, directores y técnicos de la pornografía que apenas se conocían y que conviven la más inmensa y doliente soledad bajo un techo compartido.
"Boogie Nights" los retrata con cordura, con alguna compasión y con el realismo de quien no les tiene miedo a las formas porque busca el sentido de la trama más allá de ella misma, en la sociedad receptora, en la audiencia que mira para otro lado, en un país que olvidó que el arte no se da de bruces con la emoción ni con el acongojado ingreso del realizador en el alma profunda de sus personajes. No se trata sólo de una película de caracteres. Paul Thomas Anderson recurre al dibujo social y al reflejo: nunca la pornografía se ve de frente; sólo se representa en la satisfacción del realizador, en el asombro sin palabras del camarógrafo, en el descuido del productor y en el objetivo nunca mentiroso de la cámara, que varias veces enfrenta a la otra, la que está justo donde están nuestros ojos.
Aunque riguroso, decíamos que Anderson filma como al pasar, con una cámara suelta, sin subrayar situaciones, yuxtaponiendo unas con otras en un discurso admirable: el comienzo mismo es un plano secuencia de unos siete minutos donde la construcción de la luz, el decorado, la música y lo insólito del lugar y sus gentes contrastan con la temporalidad real de ese recurso narrativo, ejecutado con steadycam. Hay dos secuencias de situaciones paralelas, en una de las cuales -la de una limusina para actos sexuales filmados- la trama reúne hasta cinco acciones ajenas entre sí y entrecortadas, pero a un tiempo. En otro momento, un tema musical que alguien pone en un tocadiscos se convierte en el fondo sonoro único también de varias acciones así enlazadas, aunque en este caso sucesivas.
"Boogie Nights" ocurre entre 1977 y hasta bien entrados los años ochenta. La pornografía es una fiesta. No hay noticias del SIDA, no llegó aún el video para facilitar los rodajes y la droga es un feliz escape hacia la ilusión de la energía. La música ruidosa de aquellos años, los pantalones apretados arriba y anchos abajo y las camisas ceñidas y de cuello inmenso son como disfraces que, en esta historia, juegan el papel dramático que le impone el espectador, a causa de la aterradora contradicción en la que las hundió el tiempo. El Valle de San Fernando, sede de la producción porno, en California, detrás de Los Angeles, es el espacio de la acción.
"Boogie Nights" alcanza para conmover. Hay un personaje patético, digno de la tragedia mayúscula, el de la mujer del director y protagonista de todas sus "skin flicks", que llora una maternidad arrebatada, que vive sus escenas de sexo sin distancia de actriz y que compone una piedad edípica realizada, primero con un muchacho y luego con una insólita actriz que no se quita los patines, otro hallazgo. El primer personaje está a cargo de la espléndida Julianne Moore y el segundo, de Heather Graham.
Pero el protagonista es el actor Mark Whalberg, que vendía ropa interior desde los carteles de Calvin Klein, y que es acuartelado en la improvisada pero estrecha familia por la enormidad de sus dispositivos sexuales. En respuesta a la curiosidad de cualquiera que haya leído el "cast" de una película condicionada, "Boogie Nights" se encarga de describir la imperdible ceremonia del cambio de nombre del nuevo actor, que pasa a llamarse Dirk Diggler, como el personaje de un videofilm que Anderson rodó a los 17 años. El guión se concentra en la trayectoria de Diggler, sin olvidar que el coro está para que Diggler sea la muestra de lo que son o han sido todos. El muchacho viaja del triunfo a la sumisión y de allí al calvario del perdón con regreso de la derrota. No hace mucho que dejó la adolescencia, entre juegos, pero bruscamente. El discurso sin esperanzas que le suelta a su sexo es tan violento como algunas palizas callejeras.
Entre las caracterizaciones, parte del coro o algo más, Burt Reynolds regresa a la pantalla en el papel del convincente director que siente que, porno o no, está haciendo cine y su actitud es la de un artista. Y tiene razón.
La extensión del film (155 minutos) y la profundidad desde la que baja y sube invita, insistimos, al asombro de los mecanismos narrativos. Acusan a Paul Thomas Anderson -él no quiere que así sea- de contener su film recursos vistos en su colega Quentin Tarantino: seguramente el uso de una cámara circular en torno de los personajes, o la violencia en un bar de asientos enfilados que termina en tiroteo cruzado y con ambos tiradores muertos (le deben este irónico tipo de duelo a Sergio Leone, tan olvidado), o el "relato incorporado" -expediente más bien literario y aquí un poco ajeno- de los muchachos del porno que van a vender droga a casa de un exaltado en cuya sala un chino revienta cohetes durante toda la secuencia. Esto último es "lo más Tarantino" de la totalidad. Como contrapunto, Anderson dice recibir influencias sólo del alemán F. W. Murnau y del norteamericano Jonathan Demme, especialmente de "Algo salvaje". Es bien sabido, sin embargo, que el joven realizador quiere dibujar en Whalberg la mítica figura de John Holmes, actor porno célebre por las dimensiones de sus herramientas, fallecido en 1988 y al que se nombra en "Boogie Nights" por su pseudónimo de porno-acción-y-aventura Johnny Wedd y cuya porno "Three A. M. at the Jade Pussycat" (1983) es evocada cuando Dirk Diggler (Whalberg) se convierte en el sexokarateca Brock Landers.
La banda musical es un minucioso y brillante trabajo que merece atención; también la fotografía, en la que siempre, en cualquier espacio, hay un chillido caprichoso para estimular el humor, la melancolía o la decadencia.
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