Cinco años después, un equipo de Rolling Stone accedió al interior de República Cromañón y registró los restos de la noche más triste. Una galería de fotos, un video exclusivo y una crónica de cómo está el boliche hoy.
En la semana de Navidad, una mañana de calor como cualquier otra, un oficial de Investigaciones de la Policía Federal corre la valla que da a Bartolomé Mitre al 3000, una calle que es más bien un compás muerto en la partitura descontrolada de Once. "¿De Rolling Stone?", nos pregunta el detective. Sí señor. "¡Claro, cómo no!", sonríe. El tipo está de civil, tiene las facciones anchas y un poco achatadas y una módica pelambre negra le remata la cabeza mojada. Es amigable y parece bastante pillo, y es el hombre que nos va a habilitar la entrada a República Cromañón.
La revista había solicitado el permiso de ingreso hace mucho tiempo, pero la autorización judicial nos llegó ahora, cinco años después del incendio y luego de un par de meses de la primera sentencia, cuando casi nos habíamos dado por vencidos. Somos dos cronistas, un fotógrafo y un videasta, y una vez que entramos a la cuadra vedada al tránsito, después de haberla relojeado tantas veces durante estos años con la ñata contra el vallado o la reja que delimita el memorial, un poco curiosos y bastante tristes pensando en los muertos, el detective nos informa de los requisitos para el ingreso; entre ellos, la presencia de dos testigos desvinculados de la causa, dos incautos que van a pescar de la calle. Al cabo de una excursión corta, un uniformado vuelve con el vendedor de helados del semáforo de Jean Jaures, un grandote en bermudas, conversador y solidario, que deja su heladerita de telgopor a la sombra. Después, una chica de unos veinte años que bien podría ser una sobreviviente. Se la ve un poco consternada, y la interrupción de su rutina matinal parece causarle más escalofríos que fastidio.
Lo primero que hay que hacer es firmar unos papeles escritos en la esmerada caligrafía del oficial a cargo. Ahí aseguramos que no vamos a tocar nada de la escena del crimen, y que nuestros fines son exclusivamente periodísticos y documentales. El detective parece entender bien la relevancia del caso y las sensibilidades que despierta, y hasta le infunde un cierto tono humanista a la cosa burocrática.
Al rato tenemos a cinco policías de la Federal y un bombero fibroso frente a la puerta principal. El detective saca un par de fotos y, acto seguido, arranca las seis fajas de clausura que hay entre las dos hojas de metal. Cuando se dispone a abrir el portón, empiezan los problemas.
Las puertas están cerradas a presión, los goznes están descolocados, y la chapa no cede ante los primeros esfuerzos. "No quiero romper nada", dice el detective y no se está haciendo el gracioso. Pide una barreta, rebusca entre las cosas que hay alrededor, hierros oxidados, pintadas de Callejeros y Gardelitos en liquid paper, nada que le sea útil en este momento. Un uniformado le trae una barra de hierro. El oficial empieza a hacer palanca. Pow. Nada. Los intentos se van poniendo más bruscos. Los policías y el bombero se suman a la misión. Y también el heladero, que es el más robusto de todos. Ya son una especie de cinchada. Uno de los policías le quiere poner un poco de logística a la operación, pero se siente ignorado: "Tienen que levantarla de aquel lado, que es de donde está rota, traerla un poco para acá y listo, pero no me quieren escuchar". Nosotros, como buenos periodistas inútiles, esperamos calladitos. Ahora los golpes retumban en toda la manzana.
El lugar no se abría desde el último agosto, pero a esta altura uno empieza a sospechar que hay algo que lo mantiene cerrado más allá de la clausura. Finalmente el escuadrón escucha los consejos del cabo y, haciendo fuerza en dos puntos estratégicos, apalancando y despegando los bordes como si se tratara de una lata de sardinas colosal, consigue que Cromañón vuelva a recibir unas rendijas de verano porteño, verano Miserere, un poco de aire espeso en la víspera navideña que, otra vez, trae de vuelta todo lo horrible de aquella noche de 2004.
Y lo primero que uno ve es un caminito de zapatillas polvorientas, envoltorios de Guaymallén y un montón de actas judiciales desparramadas, registros administrativos previos y documentos posteriores al recital de Callejeros, como todo ese papel que tiran los oficinistas del centro cuando termina la temporada. Y apenas unos metros más adelante, por supuesto, la oscuridad.
La chica testigo se marea ante esa primera impresión, el asomo a los restos de la pesadilla. Las huellas de la muerte y también de la supervivencia, porque muchas de esas zapatillas amontonadas a los costados habrán pertenecido a pibes que sí lograron salir respirando, o que fueron arrastrados a la noche y a las manos nerviosas de los médicos del SAME. La chica entonces no va a poner ni un pie en Cromañón, y se va a quedar sentada a la sombra, tomando vasitos de una coca que el detective trajo fresca de la otra cuadra. El resto, adentro.
Cromañón se ve más chico así, vacío, arrasado y oscuro. Algunos manchones de luz se cuelan por los ventanucos de ventilación que están cerca del techo y por el garaje del hotel Central Park, al que da la puerta alternativa que estaba cerrada con candado, la que podría haber salvado a unas cuantas decenas de pibes. Pero el lugar es un pozo ciego. Y si ya de por sí era feo con luces de colores y chicos bailando, no hay mucho que decir ahora. Cuando uno le dio tantas vueltas a un asunto y se figuró el horror de diferentes maneras, sin nunca llegar a rozar algo parecido a la verdad, acceder al lugar de los hechos tiene dosis similares de extrañamiento y espantosa familiaridad. Como si hubiéramos estado varias veces en Cromañón después del cianuro, pisando esos restos pegajosos de media sombra derretida, subiendo las escaleras hacia los baños (el paso al VIP sigue bloqueado por orden judicial), viendo las huellas de las manos en las paredes y en las columnas, los rastros de tizne bajando hasta el suelo. No se ve nada, sólo el sector que el bombero nos va iluminando con un reflector cargado al hombro. Hace mucho calor, el aire está denso y ya no es de día ni de noche. Es Cromañón.
En medio de esa escena del crimen devenida en símbolo y condena, los restos del espacio como comercio de entretenimiento son los que resultan disruptivos. La barra de bebidas que da al pasillo de salida con carteles de Budweiser, la bandera de Rocanroles sin destino que corona todavía el escenario… Los restos fósiles de un lugar para recitales. Vestigios de trapos, más zapatillas, un packaging de Cheetos, un ticket del show tirado en el baño de chicas. Los detalles siempre son los que dan nueva vida a los muertos, y todo eso que encontró una disposición religiosa y artesanal en el santuario, en Cromañón aparece en forma de esquirla, de fuga desesperada, y en definitiva uno siente que acá no hay fantasmas, que todos encontraron un lugar mejor. Ya ni ratas quedan después de la desinfección. Es una zona muerta. El lugar del estrago. Y está bien ponerlo en esos términos judiciales, enfriarlo. Que las víctimas vivan en otra parte. Que se convierta en museo o en escuela pública, pero que deje de ser eso que fue.
Cuando salimos el sol pega fuerte y el aire de Once, por una vez, se siente increíblemente fresco y puro. Un vaho de panchos llega del lado de la plaza, y el efecto del encierro y la negrura del boliche se hacen más nítidos en contraste. A la chica testigo parece haberle vuelto el alma al cuerpo. Todos firmamos unas nuevas fajas, las seis que impone la clausura, y atestiguamos que todo quedó en su lugar. El portón se vuelve a cerrar, quién sabe hasta cuándo. El heladero vuelve al semáforo de Jean Jaures. Cromañón vuelve a ser una presencia blindada, casi invisible en el centro de la ciudad.
Mirá el video con el interior del boliche
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