Cómo y por qué un joven del Alto de Bariloche terminó asesinado en una toma de tierras durante un operativo de Prefectura
Antes de que Rafael Nahuel se exiliara del mundo huinca, los sectores más sensibles del Estado, la Iglesia y las ONG intentaron hacerse cargo de él y su circunstancia. Hombres y mujeres tercos y solidarios que suspendían la vida burguesa en Bariloche para ejercer sus convicciones progresistas entre los marginados de El Alto, el mosaico árido que se expande sobre el sueño andino de los profesionales blancos.
Con apenas 10 años, Rafael andaba suelto por las calles de Nahuel Hue (“El lugar del tigre”), al pie del cerro Carbón, la ladera sur del Otto y el Valle del Challhuaco. Cuando no lo echaban de casa, se iba por su cuenta. “Quería evitar las peleas porque el papá se tomaba unos tragos de más”, dice Javier Silva, un voluntario que trabajaba con curas salesianos y empezó a invitarlo a campamentos en enclaves idílicos: Villa Llanquín, lago Steffen, Cuyín Manzano. A los 12 ya era habitué del oratorio, un espacio de encuentro de jóvenes en la capilla Obra de María. Tomaban mate cocido, veían películas y tocaban la guitarra.
“Los salesianos trabajan con los desechados que ni siquiera califican para oprimidos”, resume Fernando Fernández Herrero, un peronista grande como Shaquille O’Neal que manejó la Sedronar local hasta la llegada del macrismo al gobierno nacional. Cuando vio que Rafael y sus amigos crecían, y a medida que la calle se volvía un destino cada vez más inevitable para ellos, convocó a Javier para armar talleres de herrería y carpintería en el Centro de Formación Integral Don Bosco. Lo bautizaron Alto Construcciones. A Fernando todavía lo persigue la sonrisa de Rafael con su primer mameluco: “Era el motor, el primero en agarrar las herramientas”, dice. “Una referencia positiva entre todo lo que lo rodeaba.” Lo que lo rodeaba: adolescentes violentados, docentes rendidos, padres ausentes.
A los pocos meses ya medía, agujereaba, cortaba y soldaba. Hacía salamandras con termotanques pinchados y cunas para que los bebés no gatearan por el piso húmedo. Un día se acercó un viejo muy deteriorado. Preguntó si no les sobraba una salamandra. Los talleristas dijeron que no; les había costado diez días de trabajo. “Pero el viejito se está cagando de frío, puede ser su abuelo”, les planteó Fernando, que recuerda a Rafael negociando con los demás y consigo mismo: “Se la damos en cuotas, y después vemos”. Cuando el taller se mudó al barrio San José Obrero, Rafael empezó a llevar a Alejandro, su hermano mayor: sordo como la mamá, alcohólico como el papá. Una vez cayó dado vuelta, listo para cortarse la mano con una amoladora. Rafael lo frenó de un tablazo en la espalda. A partir de ese día empezó a ceder su lugar. Alejandro terminaría internado en una comunidad porteña.
Sin caer del todo, Rafael también caminaba por los bordes. Cuando Fernando abrió una Casa Educativa Terapéutica, le ofreció un puesto de operador: 8.500 pesos por seis horas de trabajo. Debía contener a amigos y vecinos con los problemas de consumo que ya había transitado. Rafael se negó: “Voy a estar siempre del lado de los pibes”. Ya estaba trabajando por su cuenta. Vendía lo que hacía y le llevaba unos pesos a Graciela, su mamá. “Si bien la muerte injusta y sobre los jóvenes duele muchísimo, duele más todavía cuando la persona se lo merece tan poco”, dice Fernando. “El 70% de los días pienso ‘esto es una pasión inútil’. Pero hay personas que te generan ganas de seguir. Ese era Rafa.”
En el verano de 2015 lo habían elegido para viajar a un encuentro de jóvenes que la Sedronar organizó en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Agarró el micrófono ante 200 personas y habló de la vida en el barrio, la falta de oportunidades, la policía que pegaba según la cara, los amigos que se iban muriendo. Visitó a su hermano, comió en una parrilla de la calle Corrientes y durmió en un piso alto del Bauen. “Qué bueno poder ver la vida desde otro lado”, dijo antes de dejar la habitación.
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La mañana del 10 de noviembre de 2017, asegura un funcionario que pide reserva de identidad, “un grupo de mapuches salió de la casa de María Nahuel [tía de Rafael] en una Trafic” y se instaló en un bosque escarpado de Villa Mascardi, sobre el kilómetro 2006 de la Ruta 40: un predio de Parques Nacionales que en la década del 80 había alojado una explotación de cipreses y coihues para muelles y entablados. Al mediodía, el cuidador del ex Hotel Mascardi –que también pertenece al organismo– lo alertó sobre unos “ruidos raros”. A la tarde se acercaron dos guardaparques. Unos encapuchados los invitaron a irse. Esa noche, Parques hizo la exposición en la sede barilochense de la Policía Federal.
Trece días después, el juez subrogante Gustavo Villanueva autorizó el despliegue de 270 efectivos de Prefectura, Policía Federal y Policía de Seguridad Aeronáutica sobre el territorio que ahora se llamaba lof Lafken Winkul Mapu, “tierra del lago y la montaña”. Tenía el respaldo de Eugenio Bréard: presidente de Parques, ex director de Marketing de Philip Morris y anfitrión de los descansos de Mauricio Macri en el country Cumelén de Villa La Angostura. La resolución ordenaba cuidar la integridad física de todas las personas, entre las que había mujeres y niños. La tarde anterior, la fiscal Silvia Little había dado el ultimátum. Los ocupantes le respondieron que no podían ni querían irse. Esa noche decidieron que los hombres harían guardia en la entrada. Las mujeres y sus hijos, mientras tanto, subirían por el cerro detrás del bosque.
Rafael Nahuel se señaló el tórax, donde estaba la bala, y dijo: “No puedo respirar, no aguanto más”. A las 5:30 estaba muerto sobre la ruta. Tenía 22 años.
El desalojo empezó a las 4:30, en plena oscuridad. Los efectivos subieron en tres columnas: por el predio, por los terrenos del ex hotel a la izquierda y por las cabañas Hueche Ruca a la derecha. Enseguida empezaron las balas de goma y los gases lacrimógenos. Betiana, de 17 años, hija de María y prima de Rafael, dice que no tuvieron miramientos. Hubo nenes con gas pimienta en los ojos y mujeres golpeadas con cachiporras en los riñones: “Como era de noche y vestían ropas oscuras, las confundieron con los hombres”. Uno de los ocupantes dice que ellos respondieron con “piedrazos con la mano y hondas de revoleo: autodefensa”. “Los retuvimos un ratito”, agrega. “Cuando empezamos a desplegarnos para arriba, ya estaba repleto de efectivos. Nos siguieron corriendo a los tiros y entonces empezó a actuar el Grupo Albatros. Ahí eran puras balas de plomo. Nos metimos al monte, con un helicóptero y todas las fuerzas siguiéndonos.” Pasaron los siguientes dos días escapando.
Las mujeres se llevaron la peor parte. “Me pegaron y me bajaron de la montaña”, dice Betiana, a quien le tiraron tierra en la boca cuando empezó a hablar el idioma mapudungun. María, que había intentado cortar el paso de los efectivos con una fogata, ya se encontraba rumbo al hospital con un golpe en la cabeza. Junto a otras tres mujeres y cinco menores, terminaron encerradas en una celda de la Policía Federal, en el centro de la ciudad. Ese jueves 23, durante la vigilia por su liberación, Eugenia Neme tomó las últimas dos fotos de Rafael. En esas imágenes tiene gorra con visera, remera gris y un polar sin mangas. A las 20:09 lleva a un nene de la comunidad en el brazo izquierdo mientras hace sonar la trutruka (una trompeta parecida al erke) con el otro. A las 20:33 abraza a Betiana, que acaba de salir junto a su madre. “No me saques más”, le pidió Rafael después a la fotógrafa.
La custodia del predio había quedado en manos de los Albatros, “una fuerza de operaciones especiales organizada, instruida, adiestrada y equipada para responder rápida y eficientemente” a “sabotajes, atentados, disturbios o estallidos sociales”, según describe la web de Prefectura. Mientras tanto, los ocupantes se reagrupaban. La tarde del viernes, los que habían quedado arriba se encontraron con otro grupo que incluía a Rafael: todos estaban agotados. A las cinco de la mañana del sábado hicieron una ceremonia para pedir por la energía del lugar. Gritaron el afafan, una convocatoria a la fuerza y un llamado a la lucha, que los prefectos pueden haber interpretado como una provocación directa. Esa tarde, mientras familiares y amigos velaban a Santiago Maldonado en la ciudad bonaerense de 25 de Mayo, unos 20 mapuches que terminaban de tomar mate bajo unos toldos vieron a los Albatros agazapados a 50 metros.
Los hombres de la Unidad de Operaciones Especiales (UOPE) habían subido mil metros desde la ruta, camuflados entre los coihues. Gritaron “¡Prefectura Naval Argentina!”, tiraron una bomba de estruendo y apuntaron con sus pistolas Beretta y subfusiles MP5. “Nos dimos vuelta, corrimos un poquito y enseguida nos empezaron a cagar a tiros. Autodefensa de nuevo: piedrazos contra sus balas de fusil”, dice el hombre que relató la escena de la persecución inicial. “Rafael dejó el mate, se dio vuelta para agarrar una piedra con la mano derecha y le dispararon. También les tiraron a un peñi [Gonzalo Coña] y a una lamien [Johana Colhuan, prima de Rafael]. Cayeron los tres juntos.”
Después de escuchar el “me dieron” de Rafael, Johana, de 23 años, había girado para asistirlo. “Si no me doy vuelta, me pega en el corazón”, le contaría más tarde a su madre María y a su hermana Betiana. Ellas relatan los minutos siguientes en términos heroicos: Rafael se señaló el tórax, donde estaba la bala que le había entrado por el glúteo, y anunció: “No puedo respirar, no aguanto más, sálvense ustedes”. No le hicieron caso y lo ataron a una camilla improvisada con troncos. Él les pegaba, insistía en quedarse: “¡Déjenme acá, entiérrenme acá! ¡No se rindan!”. Dos compañeros que habían llegado de Cushamen –Lautaro González y Fausto Jones Huala, hermano del lonko Facundo– insistieron en bajarlo: no querían que les desapareciera otro cuerpo. A las cinco y media de la tarde, Rafael estaba muerto sobre la ruta. Tenía hojas y ramas cruzadas sobre el cuerpo a modo de despedida. Había cumplido 22 años en agosto.
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‘Vamos a pedir la encarcelación para el asesino de mi hijo, que no estaba haciendo ni una cosa mala”, dice Graciela Salvo. “No tenían por qué sacarle la vida de tan jovencito.” Tiene la cara redonda, una fragilidad dolorosa y un audífono que estrenó después del crimen, gracias a una gestión de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular de Juan Grabois. La casa está en la manzana 145 de Nahuel Hue, la parte baja del Alto, una paradoja materializada en inundaciones recurrentes. Se viene haciendo de a pedazos: las baldosas beige, el techo de chapa, las puertas y ventanas que “nos dio Nación”. Graciela trabajó desde que tenía 13 años, limpiando casas en “los kilómetros”, la franja que, salvo excepciones, concentra los barrios de clase media y alta entre el centro y el hotel Llao Llao. En la repisa de la tele descansan las tres flores de goma eva que hizo en el grupo de mujeres de la capilla. Las va a llevar a la tumba de su hijo en el Cementerio Municipal, donde amigos y familiares ya dejaron las cosas de Rafael: un juego de aros plateados y pulseras trenzadas, un cuchillo de campo, la camiseta de Boca, la bandera mapuche.
Rafael, el tercero de cuatro varones, logró completar la primaria. Siempre le gustó el fútbol. “Juntaba a sus compañeros y se iba a la cancha, acá atrasito”, dice Graciela, que muestra una pila de fotos: Rafael en un cumpleaños familiar, Rafael enfriándose los pies en el agua helada del lago Gutiérrez, Rafael y el caballo con el que paseaba a una novia. Llevaba dos años viviendo en el rancho que está a la vuelta, ahora reducido a cuatro paredes sin ventanas: un hogar en retirada. Quedan un par de anteojos símil Ray Ban y un colgante con el signo del peso. Su padre Alejandro, que junta leña en un carro tirado por una yegua, se aleja del audífono de Graciela y refuerza la perplejidad: “Por dentro, es una cosa que uno nunca se va a olvidar. Mi señora llora a la noche. Yo la escucho”.
El último dispositivo urbano que contuvo a Rafael queda a ocho cuadras, en el centro comunitario Ruka Che. Alejandro Palmas, coordinador del espacio El Semillero, lo recuerda lúcido y carismático: hablaba mano a mano con cualquiera. Hacía maceteros y amasaba tortas fritas al atardecer. Pero aun con un esquema flexible, “le costaba muchísimo sostener los encuadres, cumplir y ser metódico”, explica Palmas. Las cosas eran distintas una semana al año, cuando adoptaba una disciplina prusiana para llegar al micro que lo dejaba en el cerro Catedral. Era uno de los beneficiarios del programa municipal Ski Social, que hace posible que los pobres de El Alto practiquen el deporte de las elites. Le alcanzaron tres temporadas para desbloquear sus secretos. Se deslizaba por cualquier pista, a veces solo y con neblina. Cuando un instructor se dio cuenta del potencial, le sugirió que se pusiera las pilas. Ahí había un futuro.
Antes de dejar el Ruka Che para siempre, agarró la soldadora y arregló un arco de la cancha de fútbol. “El Rafita se fue al campo para despejarse un toque”, explicó su amigo Maxi cuando pasaban los días y no volvía. Más tarde, Alejandro empezó a atar cabos. Recordó su participación en la Ruka Furilofche, el espacio de “batalla cultural” donde estaba haciendo su primer trarilonco, un cintillo tradicional. Y que una tarde, mientras hojeaba un libro con palabras en mapudungun, contó que estaba trabajando diez horas por día para construirse una casa con huerta. Había sido, esa suerte de despertar político, una transición silenciosa.
Donde sus vecinos leían un estigma, él vislumbró una conjura contra la asfixia del barrio.
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María Nahuel venía planteándole una perspectiva sanadora en su casa de Virgen Misionera, una de las excepciones pobres entre los kilómetros pudientes. Desde hacía seis años, Rafael participaba de eventos como el Wüñoy Tripantu, la celebración de Año Nuevo con fogatas y percusión. El drama se activó acá mismo. “Se iba a levantar la machi y no tenía tierra”, dice María. La machi era su hija Betiana. El levantamiento, un acontecimiento que había que encarar con celo y delicadeza: el este de los Andes llevaba más de un siglo sin alumbrar esa figura que combina curación y espiritualidad. La tierra, el espacio donde necesitaba ejercer su rol. Después de recorrer varias comunidades, Betiana dice que sintió el llamado de los pu gen –las fuerzas de la naturaleza– en el bosque de Villa Mascardi. A partir de entonces, su vida pasaría por escuchar a los ancianos, conducir ceremonias nocturnas, curar bajo la nieve, guiar las decisiones comunitarias. A la nueva machi, que tiene una lengua filosa, no se le escapa la ironía de que todo esto haya pasado justo en el lugar que homenajea a Nicolás Mascardi, el evangelizador jesuita que sus antepasados mataron a flechazos y boleadoras en 1674.
La transición identitaria de Rafael fue silenciosa. Donde sus vecinos veían un estigma, él veía una vía de escape de la asfixia urbana.
En paralelo al involucramiento con la causa de su pueblo, las Nahuel desarrollaron una relación compleja con las fuerzas de seguridad. El 21 de octubre de 2014, 30 militares y policías cortaron la cuadra de su casa y se metieron adentro. Buscaban armas, ropa y panfletos que las vincularan al incendio del Refugio Neumeyer, un punto emblemático del turismo accesible en el Challhuaco. Los bomberos habían encontrado una pila de volantes junto a los restos humeantes. Reivindicaban el atentado con la firma del Movimiento Mapuche Autónomo Puel Mapu. Un mes después, otro comunicado de su supuesto brazo armado, la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), se adjudicaba la operación. Fue el acto más resonante de esa sigla abrasiva y fantasmal que desde 2009 se responsabilizó por grafitear la Catedral de Bariloche, incendiar plantaciones de pinos de Luciano Benetton y declarar la autonomía en la Patagonia chilena. También fue el momento cero de las sospechas públicas sobre Francisco Facundo Jones Huala, prófugo la noche del atentado.
Aquella tarde de 2014, a Betiana le arrancaron un pañuelo y la arrastraron siete metros por el piso. Hubo piedrazos hacia los gendarmes y perdigonazos hacia los Nahuel. María siempre negó cualquier relación con el atentado –decía que la perseguían por no repudiarlo–, aunque el verano siguiente le anunció a este cronista: “Queremos un lugar autónomo, no las pedreras que nos dan los huincas”.
En abril de 2016 Johana dio un volantazo sorpresivo: se convirtió en soldado del Ejército argentino. Sobresalía en carrera y tiro, pero la discriminaban. “Decile a tus mapuches que se dejen de hacer lío”, la provocaban los oficiales de la Escuela Militar de Montaña, que la tuvieron dos años de mucama en un complejo de cabañas sobre Playa Bonita. Como su primo, había decidido transitar el proceso identitario en silencio. Cuando tenía el día libre, lo buscaba en Nahuel Hue y se iban a Virgen Misionera o a Villa Mascardi.
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El 25 de noviembre, después del operativo que terminó con un muerto y dos heridos, el médico Víctor Hugo Parodi atendió en la ruta a un prefecto que hiperventilaba, con principio de taquicardia. “Acabo de correr mil metros”, le dijo. Después vio cómo bajaban el cuerpo de Rafael. Lo examinó y calculó que llevaba 40 minutos muerto. En el informe de la autopsia, sus colegas del Poder Judicial de Río Negro Leonardo Saccomanno y Juan Manuel Piñero Bauer escribieron que “la causa de muerte de Rafael Domingo Nahuel Salvo fue herida de proyectil de arma de fuego”. El mecanismo, “un shock hipovolémico por lesiones de los órganos y tejidos (...) que provocaron una hemorragia de aproximadamente cuatro litros de sangre, alojada en cavidad torácica y peritoneal”. La modalidad, “un homicidio”.
Al día siguiente, su colega Ramón Chiocconi –especialista en alta montaña y concejal por el Frente para la Victoria– recibió un llamado que lo descolocó: nadie había atendido a los heridos. Armó la mochila con preocupación. Pensó que tendría que caminar durante horas para encontrar a un grupo de personas asustadas y escondidas. Cuando llegó, una docena de hombres, mujeres y chicos conversaban alrededor de un fogón. “Había miedo a que volvieran a entrar las Fuerzas Armadas, cierta tensión en el aire”, recuerda Chiocconi, que vio cuerpos con marcas de balas de goma y vainas nueve milímetros en el suelo. Sus pacientes eran “dos heridos de armas de fuego: una chica [Johana] en el hombro y un varón [Gonzalo] en el antebrazo”. Era la descripción de libro: “Un orificio de entrada más pequeño y uno de salida más grande e irregular. Entraron y salieron limpitas”. Los curó con agua oxigenada y Pervinox. Después fue concluyente en los medios nacionales: “No hubo un enfrentamiento. Hubo una persecución y una cacería”.
Ahora, en un bar del centro, explica que “en Bariloche hay más de diez comunidades mapuches, con sus lógicas y sus territorios. Gente que se toma el colectivo para venir a trabajar y deja a sus hijos en la escuela, compañeros míos de trabajo”. Chiocconi, que combina el aura del montañista con la respetabilidad de la ciencia médica, calcula que más del 30% de la población local tiene sangre mapuche y escribió la ordenanza que desde 2015 reconoce a Bariloche como municipio intercultural. Cree que las tomas deben entenderse como un problema histórico: “Los pueblos originarios necesitaban grandes extensiones: eran recolectores y cazadores. En la conquista se los mata, se los reduce, se los esclaviza. A los que quedan acá los mandan a las tierras más improductivas, los condenan a la desaparición. Mapu es tierra y che es gente, pero la tierra no la tienen”.
Mientras Chiocconi curaba a los heridos, el Ministerio de Seguridad difundía un comunicado con la versión oficial. En uno de los rastrillajes “sobre los terrenos tomados por el RAM”, los Albatros se habían topado con un grupo de personas “encapuchadas, con máscaras antigases de tipo militar y banderas con lanzas que en sus puntas tenían atados cuchillos”, que empezaron a agredirlos con piedras, boleadoras y lanzas. Después de intentar repelerlos “con munición no letal de pintura”, escucharon “fuertes estampidos en dirección a su posición y observaron a dos o más personas portando armas de fuego que, por el sonido y el efecto de las efracciones, daban cuenta de ser de grueso calibre”. Les tiraron una granada de aturdimiento flash bang y empezaron a bajar “cubriéndose con disparos de fuego intimidatorios, siempre en dirección hacia los árboles y no hacia los atacantes”. Ese lunes, la ministra Patricia Bullrich transmitió el pésame a los familiares de Rafael e insistió en su doctrina: “Creemos lo que nos dicen las fuerzas, no tenemos por qué no creerles”. Después reconoció que “la RAM es un nombre genérico de grupos que actúan violentamente” y que “se pone en el RAM a todo aquel grupo que no respeta la ley”.
Aunque el Ministerio de Seguridad se negó a precisar a Rolling Stone su posición actual sobre el caso, el 10 de junio filtró un “expediente administrativo reservado” que complementaba el relato con el testimonio de los Albatros: cuatro prefectos que subían por el bosque se habían topado con una sucesión de barricadas de troncos y montículos de piedras. Después vieron a un encapuchado fumando, escucharon a otro hablando en mapudungun y distinguieron a más de 15 bajando “en fila india” por un sendero. Cuando les dieron la voz de alto, “hicieron caso omiso y comenzaron a agredirnos con lanzas y piedras”. Mientras los prefectos corrían a esconderse, escucharon: “¡Son pocos, son cuatro, vamos a matarlos!”. Entonces los mapuches “empezaron a hacer movimientos tácticos y escuchamos estampidas de armas de fuego”. A las 17:17 empezó el intercambio de disparos, hasta que los efectivos lograron bajar cubriéndose entre ellos. Ninguno vio caer a los heridos.
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Cuando participó de la inspección ocular del 7 de diciembre, Julieta Wallace –entonces abogada de los padres de Rafael– comprobó que el operativo había llegado bien adentro y bien arriba. A 800 metros del ingreso, sobre una ladera empinada, encontró más de 15 vainas antitumulto. Entre los 1.000 y los 1.200, 31 vainas de plomo, proyectiles y cartuchos. Todos correspondían a las fuerzas de seguridad. El juzgado secuestró las armas de 21 prefectos: el oficial principal Pablo Berra, ocho marineros, nueve cabos y tres ayudantes. Once de ellos nacieron en los 90. La mitad son de Corrientes, Formosa y Misiones.
“El arma homicida fue el subfusil MP5 número de serie 335508”, dice Silvia Bufalini, perito balística por la familia Nahuel, que comparó el proyectil que se extrajo en la autopsia con los que se obtuvieron en las pruebas de disparo. El subfusil, según el acta labrada después del operativo, pertenece a Francisco Javier Pintos. En su declaración para aquel expediente, el cabo primero explicó que cuando estaba detrás de un árbol vio a “dos personas tirando con armas de fuego”, pidió autorización para usar armamento letal, desenfundó su pistola y gatilló hacia zonas seguras, “ya que las personas que nos estaban disparando se mezclaban con otras que no estaban armadas pero nos arrojaban todo tipo de objetos”.
Pintos, que fue citado por el juez Villanueva a prestar declaración indagatoria para los próximos días, nació en Formosa y este mes cumple 30 años. Tiene una situación sentimental “complicada” en Facebook, donde eliminó una foto del 24 de marzo: un festejo casero con compañeros de la UOPE. Comparte videos de River, consejos de caza, memes anti-K, agradecimientos a San Expedito y cierta aprensión a los chilenos. En base a los cargadores secuestrados, la querella calculó que tiró 46 de las 114 balas de los Albatros: 40 con el MP5 y seis con la Beretta. Estaba, al menos, con otros tres compañeros. Al cabo segundo Juan Ramón Obregón le faltaban 33 municiones de MP5. A su colega Carlos Sosa, 17 de Beretta. Los dos reconocieron haber hecho “disparos intimidatorios”. El ayudante de segunda Eric Blanco tenía una munición de MP5 menos y el marinero Sergio García dijo haber perdido un cargador de su pistola.
El otro estudio determinante fue la identificación de elementos asociados con la pólvora. Después del operativo, efectivos de la Policía de Seguridad Aeroportuaria apoyaron las manos de Rafael Nahuel, Lautaro González, Fausto Jones Huala y ocho prefectos sobre cintas de carbón de doble faz. Las muestras se bombardearon con electrones en un microscopio de barrido del Departamento de Caracterización de Materiales del Centro Atómico Bariloche, un análisis que llevó casi tres meses a un equipo de seis hombres y mujeres. Para una identificación positiva, una misma partícula debía contener plomo, antimonio y bario. El informe técnico indicó que ninguna de las 4.163 de la muestra NIR 1466, correspondiente a Rafael, tenía residuos de pólvora. Los resultados fueron positivos para una de las 4.001 de Jones Huala y otra de las 3.534 de González, ambos imputados en la causa. (Su abogado Matías Schraer cree que puede deberse a una “transferencia secundaria” de los prefectos que los detuvieron o por casquillos que levantaron en el camino; los defensores de la teoría del enfrentamiento dicen en cambio que ocultaron sus armas). Cinco Albatros dieron positivo.
Después de peritar los resultados, el Cuerpo de Investigaciones Fiscales de Salta también informó sobre “partículas características” de pólvora en la mano derecha de Rafael. No hay evidencias de que haya gatillado; sí de que estuvo en un entorno con armas. La querella pidió la nulidad de la pericia, cuyo informe consigna que no siempre se cambiaron los guantes para manipular las muestras, lo que “no permite asegurar que no exista transferencia de partículas”.
“Los medios y el sistema dicen que el mapuche quiere hacer un país, una nación. Nosotros no queremos eso. Luchamos por un espacio natural.”
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La sección Bariloche de Prefectura es una hostería reformada, céntrica pero discreta. “Gracias a Dios no han llegado hasta acá”, dice la oficial de recepción sobre las marchas por Rafael Nahuel. En su oficina con vista al lago y cortinas cerradas, el buzo y prefecto principal Leonardo Ruata muestra un aplomo contenedor. Es locuaz pero no está autorizado a hablar. El 25 de noviembre fue el encargado de avisar al secretario del juzgado, Alejandro Iwanow, que una patrulla “había tomado contacto directo con personas no identificadas y que en dicho marco se habrían producido disparos disuasivos”.
Ruata, que dirige una fuerza de 250 personas con jurisdicción en Río Negro, Neuquén y Chubut, también jugó un rol decisivo en el caso Maldonado. Después de que le sugiriera al juez Gustavo Lleral revisar un punto que ya se había rastrillado, el 17 de octubre uno de sus hombres encontró el cuerpo en una zona poco profunda del Río Chubut. En 30 años de servicio llevaba decenas de cadáveres rescatados en cursos de agua de todo el país. Aquel, dice, “fue uno más”.
“Ni yo ni mis hombres matamos por la espalda”, asegura un prefecto con poder de decisión en este mismo lugar. Sostiene la teoría del enfrentamiento. Cuando le preguntan si en Villa Mascardi recibieron ataques con balas de plomo, responde que sí. Cuando se lo repreguntan, responde que en todo caso lo definirá la justicia. “Como ciudadano y como prefecturiano, estoy convencido de que hay leyes a respetar”, se planta el prefecto. “Si no”, continúa, “sos un marginal”.
¿Cómo se adapta un correntino de 20 años a un operativo en las montañas barilochenses?
Es lo mismo que uno que viene de Buenos Aires, se pone una vincha y dice que es mapuche. Si es por reclamar, yo voy a reclamar al Vaticano porque tengo antepasados ahí.
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Bariloche expuso su fractura cuatro días después del crimen. La estatua de Julio Argentino Roca dividía a los manifestantes en la Plaza Expedicionarios al Desierto, rebautizada Plaza de los Pañuelos por los símbolos blancos sobre las lajas del Centro Cívico. De un lado, los 150 que apoyaban a las fuerzas de seguridad: mujeres con tapados y hombres con sombreros de estanciero. Del otro, 500 trabajadores y militantes que exigían justicia por Rafael Nahuel. Cuando el primer grupo terminó de cantar el himno nacional argentino, el segundo entonó el clásico cántico “Adonde vayan los iremos a buscar”.
El reclamo se revitalizó a los seis meses, el 25 de mayo. La columna bajó por Onelli, la arteria que une el centro con El Alto. Graciela y su esposo sostenían una bandera que decía “Ni olvido ni perdón”. A su lado pero sin hablarse, María y Betiana con un dibujo de Rafael sacando músculo sobre la palabra “Justicia”. Atrás, las organizaciones: Izquierda Unida, La Cámpora, el Partido Obrero. Fue un inicio pesado y silencioso, apenas puntuado por un redoblante suave. En la esquina con la calle Moreno, un grupito se desvió hasta Prefectura. “¡Háganse cargo!”, pidió Alejandro frente a un oficial detrás de una puerta vidriada. Otros gritaron “asesinos”, “cobardes” y “cagones”. Betiana empezó a arengar en la calle Mitre: “Tu muerte no fue en vano, ¡en todo el territorio se levantan los hermanos!”. Los comerciantes miraban con recelo, mientras los turistas se refugiaban en las ochavas.
“¡Presente!”, gritó Alejandro al escuchar el nombre de su hijo, mientras cruzaba el arco de piedra del Centro Cívico. Betiana desafió con el clásico Marichiweu (“diez veces venceremos”) y sus compañeros respondieron con el afafan que el día de la muerte de Rafael había detonado a los Albatros.
En la entrada de la Biblioteca Sarmiento, con Roca a su derecha y el Nahuel Huapi a sus espaldas, Graciela exigió la caída de Patricia Bullrich y de Mauricio Macri. María justificó el desvío a Prefectura: “Acá estamos como pidiéndole a Roca, no nos escucha nadie”. A la noche resonaba un cantito: “¡Vecino, vecina, no sea indiferente! ¡Mataron a Rafita en la cara de la gente!”. Algunos habían cambiado “Mataron a Rafita” por “Nos matan a los pibes”.
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La lluvia de otoño filtra los tonos rojizos del bosque de Villa Mascardi. A la vera de la Ruta 40 sube una huella curva que un alambrado corta a los 20 metros. Las banderas irrumpen entre lengas y ñires: “Territorio mapuche recuperado”, “Justicia por Rafita. El Estado es responsable”. Junto al camino tapizado de hojas del otoño, una sucesión de rostros pegados a un coihue: Rafael en un cuadro, Rafael en portarretratos, Rafael mirando de frente junto a las pruebas de la represión, cuatro cartuchos verdes de balas de goma y una lata de gases antidisturbios. Aunque una columna de humo se eleva sobre los árboles, nadie responde a los gritos ni a los aplausos.
La huella sigue hasta una casilla de guardia con parantes estrechos y techo de chapa. Hay utensilios, un mate y una parrilla portátil. Sobre un camino lateral, un corral con cinco gallinas. Más arriba, ante una tranquera de madera, el llamado finalmente da resultado: el kull kull alerta sobre la intrusión con un sonido agudo y entonces bajan dos encapuchados. “Acá no entran los huincas”, avisa el más alto, que pide que lo llame Coihue. Tiene 30 años, zapatillas embarradas, jogging y una campera de tela. Su compañero, que opta por el genérico Wentru (“hombre”), tiene 31, campera con corderito, jean y borceguíes. Dicen que están acá desde hace dos años y reivindican su pertenencia al Movimiento Puel Mapu, que reclama tierras en Chubut, Río Negro y Neuquén. Fuman a través de sus pañuelos palestinos: un efecto desconcertante, casi cómico.
Con una retórica inflamada, Coihue mezcla la exaltación de lo incorpóreo con la rabia por la sangre derramada.
¿Por qué eligieron este lugar?
El mapuche se va guiando por lo que le dice la espiritualidad. Vamos al lugar y vemos si nos dejan estar los dueños, si le quiere decir “espíritus”. Ni Parques ni los mapuches somos los dueños. Acá venimos a habitar: vivimos, morimos y nos vamos.
Como Rafael Nahuel, estos descendientes de mapuches parecen haber encontrado en el reclamo de tierras y en la causa comunitaria una posible vía de escape a la pobreza urbana. “El que está allá termina preso o muerto por la falta de oportunidades”, dicen sobre los barrios de donde salieron, las zonas más pobres de Bariloche. “Pero eso se le está dando vuelta al Estado, por eso vino a acribillar acá. La lucha se va a ir multiplicando.”
¿Estarían dispuestos a defenderse con armas?
A mí me encantaría, aunque como mapuches tenemos otro concepto. Si matáramos a un policía, estaríamos rompiendo con nuestra espiritualidad. Si estuviéramos en los tiempos de Inacayal, creo que iríamos y lo degollaríamos. Pero la Justicia siempre va a tirar para los huincas.
El lago Mascardi tiene otro nombre en la lof: Relmu Lafken (“lago del arcoíris”) porque “Mascardi ya no existe, pero el lago sigue estando”. Cerro arriba, los nuevos habitantes construyen sus casas con arrayanes y maitenes. Planean sembrar papa, lechuga y zapallo. Ya están criando toros, vacas y caballos. Conviven con pumas, a los que llaman panqui cuando son cachorros y nahuel cuando son adultos. Creen que los visitan porque traen el espíritu de Rafael, al que llaman peñi weichafe: hermano guerrero. “Rafael pasó a ser weichafe desde el momento en que falleció”, dice Coihue. Wentru se explaya: “Estaba en un territorio de recuperación y acompañaba nuestros procesos de reconstrucción. Los medios y el sistema dicen que el mapuche quiere hacer un país, una nación, un barrio. Nosotros no queremos eso. Luchamos por un espacio natural”.
Asegura que Rafael Nahuel era “un chico luchador”, que se sentía mapuche y no podía vivir en la ciudad, y que todavía debe andar por acá, “protegiendo este lugar”. “Quizás usted no lo ve”, dice Wentru, “pero está viviendo como quería”.