¿Quieres o no ser John Malkovich?
Por Bartolomé de Vedia De la Redacción de La Nación
La posibilidad de que una persona se introduzca adentro de otra es casi tan vieja como el mundo, la alquimia o el cine. Charlie Kaufman -un guionista joven y creativo- la ha utilizado una vez más en "¿Quieres ser John Malkovich?" ("Being John Malkovich", 1999), una comedia entretenida y ocurrente que desde hace dos semanas divide a los espectadores porteños en dos bandos irreconciliables. Para unos, es un film divertido y lleno de buen humor. Para otros, se trata de una película incoherente y difícil de digerir.
Terciar en esta clase de discusiones puede ser ingrato: uno corre el riesgo de quedar mal con unos y con otros. Sin embargo, acaso valga la pena tejer una reflexión personal sobre el film, que de ningún modo aspira -por supuesto- a sustituir la excelente crítica que La Nación publicó el día del estreno.
Creo -siguiendo mi línea de análisis personal- que el guión de Kaufman está lleno de hallazgos imaginativos. Pero creo también que el director Spike Jonze se quedó un poco por debajo de las posibilidades de la historia y le dio al relato un tratamiento frío, mecánico y exterior.
Me parece que el guión de Kaufman pedía una explosión de locura y pasión que el realizador no quiso o no supo darle. La película quedó como una suerte de comic lineal y divertido, pero Jonze perdió claramente la oportunidad de convertir "¿Quieres ser John Malkovich?" en una obra de mayor aliento artístico. Tal como resultó, no pasa de ser -en mi opinión- un entretenimiento bastante menor.
La trama -no hay más remedio que volver a contarla- gira en torno de un titiritero fracasado que consigue empleo como archivero en una empresa, aprovechando la habilidad que tiene con sus dedos. La oficina a la que se incorpora está situada en un piso "siete y medio", lo que significa que su techo es extremadamente bajo, al punto de que los empleados deben caminar encorvados para no chocar con el techo. Alguien explica al pasar que la empresa ha bajado el techo "para abaratar costos". Ese es -me parece- uno de los mejores aciertos del film: un toque de surrealismo incómodo y brillante. Como debe ser.
De esa extraña y claustrofóbica oficina parte un misterioso túnel que conduce al cerebro del actor John Malkovich. El titiritero se desliza por el llamativo hueco y logra introducirse, así, por espacio de quince minutos, en el cuerpo (o en la mente) del aplaudido actor. Posteriormente se introducen también en el túnel otras dos personas: la esposa del titiritero y una mujer bastante seductora llamada Maxine.
A partir de ese planteo, había dos posibilidades: continuar con el ritmo de comic disparatado pero intrascendente o salir a la búsqueda de significados más hondos. El director, Jonze, eligió el primero de esos caminos. Hizo bien, pues probablemente no era el hombre adecuado para intentar una empresa artística más audaz.
En manos de otro director, la historia hubiera podido captar, tal vez, alguna de las maravillosas implicancias psíquicas, poéticas, emocionales, místicas o eróticas que se esconden detrás de la idea de la posesión de un ser humano por otro. El mito de Fausto, por ejemplo, no tiene otro punto de partida que la fascinante ambición de adueñarse de un cuerpo ajeno para vivir el amor. En la película, Fausto es un personaje colectivo: un grupo de ancianos que gozan de la vida por interpósita persona. Por supuesto, el film tampoco ahonda en esta dirección: se limita a insinuarla.
Lo original y creativo de Kaufman, a mi juicio, fue conectar por la vía de la metáfora el tema milenario de la transmutación de las almas -o, si se prefiere, el de la reencarnación, tan caro a las tradiciones orientales- con el inagotable juego de imágenes y personalidades yuxtapuestas que la pasión sexual suele encender en el alma humana. La mezcla era explosiva, pero necesitaba de un alquimista de gran voltaje, no de un contador de comics lineal, casi naif, como demuestra ser Spike Jonze.
La película tiene algunos pasajes de gran refinamiento, como el de la exhibición de las marionetas. Pero abandona rápidamente esa línea y se queda en el juego sempiterno de lo lúdico, de la mera diversión. Lo que no es poco, por cierto.
El tema de la penetración psíquica de un ser humano por otro -o por otros- ha tentado al cine desde siempre. Desde la remotísima "Satanás y yo" ("Angel of my Shoulder", 1946) hasta la más reciente "Hay una chica en mi cuerpo" ("All of me", 1984), muchos hombres de cine echaron mano de ese arbitrario recurso, que puede ser divertido y puede ser terrible.
El binomio Kaufman-Jonze eligió la diversión inocente. En realidad, no hay razón alguna para reprocharle que no haya optado por algo más ambicioso. Un director debe ser juzgado por la obra que hizo y no por la que hubiera podido hacer.
Pero también es cierto que un espectador tiene derecho a fantasear con la película que se hubiera podido hacer y no se hizo. La Constitución le garantiza ese humilde derecho.