Desde el asiento trasero de la camioneta, la oficial Melina Noelia Bianco alcanza a ver a uno de sus compañeros parado sobre la calle de tierra con el arma reglamentaria en la mano. El oficial inspector Manuel Monreal intenta parar al Fiat 147 blanco que avanza por la Costanera, pero el auto pasa de largo sin detenerse. El policía apunta y dispara. Una bala da en el blanco: perfora la chapa y se clava en el glúteo de uno de los cinco pibes que viajan en el vehículo. Detrás del 147, la oficial Bianco ve pasar otro patrullero. Asomado por la ventanilla, el capitán Rubén Alberto García también dispara contra el auto en movimiento. Sigue tirando durante toda la persecución. Recién enfunda el arma cuando, uno o dos kilómetros más adelante, el 147 blanco se parte en dos al estrellarse contra un camión estacionado. Una distancia de casi 50 metros separa el tren delantero del resto de la carrocería.
¿En qué momento un rutinario paseo nocturno por la laguna del pueblo se convirtió en una persecución policial? Unos minutos antes, los cinco chicos rapeaban y reían: ahora agonizan sobre una calle de tierra de San Miguel del Monte. Aníbal Suárez, el conductor, tiene 22 años. Es el único mayor de edad. Gonzalo Domínguez, Danilo Sansone, Camila López y Rocío Guagliarello tienen entre 13 y 14. "Estaba conmocionada, desesperada por lo que veía. Me bajo y veo criaturitas... eran criaturitas", declarará Bianco unos días más tarde.
La oficial se acerca a las dos chicas, que piden ayuda a gritos.
–Vas a estar bien –le dice a Camila.
Cincuenta metros más allá, un bombero le toma el pulso a uno de los chicos y le cubre la cara con un buzo. Rocío es la única sobreviviente del paseo que se convirtió en masacre. Mientras las ambulancias del SAME trasladan a los chicos al hospital local, a pocas cuadras de ahí, la policía pone en marcha el operativo de encubrimiento.
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Melina Bianco no estaba acostumbrada a esta clase de persecuciones. Había egresado de la escuela policial con el rango de oficial subayudante apenas unos meses antes, en diciembre de 2018. Estaba por cumplir 25 años. Tuvo un debut tranquilo: entre enero y marzo fue uno de los 13.000 efectivos que participaron del Operativo Sol para garantizar la seguridad durante el verano en la costa. En abril se incorporó al Operativo Saturación, un plan del Ministerio de Seguridad provincial para sumar 12.000 policías en 29 municipios del conurbano. Destino: San Miguel del Monte, su ciudad natal.
Con ella desembarcó en Monte el Grupo de Prevención Motorizada (GPM) y nueve subayudantes que se sumaron a la estación de policía comunal. La Bonaerense copó las calles de una ciudad en la que los vecinos duermen la siesta con las puertas sin llave y dejan las bicis en la calle sin temor a que se las roben. Un municipio del interior de la provincia de poco más de 20.000 habitantes en el que la actividad policial pasa más por controlar el robo de ganado y que los pibes en moto usen casco que por combatir el delito cuerpo a cuerpo.
Bianco llevaba un mes en la estación comunal. Recién estaba aprendiendo las tareas básicas: confeccionar actas, ayudar al oficial de servicio y acompañar a sus compañeros en los patrullajes de rutina. El domingo 19 de mayo, al filo de la medianoche, le avisaron que debía ir con otros dos agentes al barrio Montemar para brindar apoyo. En el camino se cruzaron al patrullero que perseguía al Fiat 147 y se sumaron al operativo. Más tarde se sumó una tercera camioneta.
Al cierre de esta edición, todavía no estaba claro cómo ni en qué punto exacto empezó la persecución. Lo que el fiscal Lisandro Damonte tenía claro era que había cuatro policías responsables de la muerte de los chicos y otros ocho del encubrimiento. Un dato que llama la atención es la edad de los imputados: tres de los cuatro acusados por homicidio agravado tienen entre 25 y 28 años. Estaban dando sus primeros pasos: aprendieron a ser policías a los tiros.
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La mañana del lunes 20 de mayo los canales amanecieron con la noticia de la muerte de cuatro chicos en San Miguel del Monte. Con un despliegue menor, otra historia compartía espacio entre las crónicas policiales: "Golpe comando a un supermercado: ocho ladrones se tirotearon con la policía y uno murió".
Los medios reproducían la versión de la Policía Bonaerense: una supuesta banda había asaltado un Día% de Martín Coronado, en el oeste del conurbano, y había escapado con la recaudación. Un patrullero los interceptó a unas 20 cuadras. Las crónicas hablaban de un tiroteo entre policías y delincuentes del que había resultado muerto "uno de los sospechosos". Faltaban varios días para que la versión policial comenzara a derrumbarse.
Diego Cagliero tenía 30 años. Era músico y estaba a punto de ser papá por primera vez. El domingo 19 a la mañana se puso unas bermudas de jean, la camiseta suplente negra de River, un saco de lana y unas zapatillas Adidas y se fue a la cochería donde velaban a un amigo. Un rato antes de las 14, cuando terminó el entierro, salió del cementerio de Pablo Podestá con otros siete jóvenes. Todos amigos suyos salvo uno, un primo del chico muerto que había venido desde San Juan.
Se subieron a la furgoneta Fiat Ducato blanca de uno de ellos y pasaron por el Día% de Perón y Suipacha. Bajaron seis. El encargado, de 21 años, vio por las cámaras que algunos se guardaron mercadería bajo la ropa y los encaró. Se armó una discusión en la puerta: el responsable del súper dice que lo amenazaron y que varios se tocaban la cintura como si tuvieran un arma. Finalmente devolvieron parte de la mercadería que se habían llevado –hamburguesas, un chimichurri y una botella de jugo– y se fueron.
El encargado del Día% llamó al 911. Los ocho de la Ducato no le dieron importancia a la discusión. Se fueron despacio sin saber que cinco patrulleros los buscaban. Primero fueron a lo de un conocido a por un parlante y después pasaron por lo de unos amigos que comían un asado. Estuvieron apenas unos minutos ahí: tenían que ir a buscar unos bombos para ensayar con la murga Los Indestructibles de Martín Coronado. Pero nunca llegaron.
La Ducato avanzaba a unos 40 o 50 km/h por la avenida Márquez. Habían pasado 40 minutos desde que se habían ido del súper. "Veníamos tranquilos hasta una estación y ahí vimos que nos seguían varios patrulleros", declaró uno de ellos. Antes de llegar a la esquina, una camioneta de la policía se metió en contramano y los encerró. "Yo aceleré del susto que tenía", contó Ángel, el conductor. En ese momento sonaron los disparos. La Ducato siguió otros 30 metros. "Escuché los gritos de mis compañeros y frené la camioneta. A todo esto se escuchaba cómo pegaban las balas en la camioneta", dijo.
Siete de los ocho que viajaban en la Ducato bajaron con las manos en alto. Los tiraron al piso y los esposaron. En el asiento trasero quedó tendido el cuerpo de Diego Cagliero. Una bala le había entrado por la espalda y perforado la vesícula. Otro chico también recibió un disparo y fue trasladado al hospital.
La Bonaerense construyó su relato. En el acta de procedimiento que inaugura el expediente judicial, dijeron que había habido un "enfrentamiento armado con un malviviente abatido". En las fotos que circularon en los medios se ve el cuerpo de Diego caído sobre el asiento y dos armas en el piso: un revólver 32 largo y una pistola de aire comprimido.
Los siete amigos estuvieron ocho días presos. Ante la fiscal que los indagó por los delitos de robo agravado y tenencia ilegal de armas de fuego, todos dieron una versión similar: el entierro, la discusión en el súper y la balacera policial. Todos juraron que las armas no eran de ellos.
Las pericias confirmaron que los únicos que dispararon fueron los policías. La Auditoría de Asuntos Internos separó del cargo a los cuatro policías que admitieron haber disparado y la fiscal los imputó por homicidio. El abogado de la familia pidió que se peritasen las armas de los otros seis agentes que participaron del operativo para determinar si alguno de ellos tuvo algún tipo de responsabilidad en la muerte.
El asesinato de Diego Cagliero tiene varios puntos en común con la masacre de Monte. En primer lugar, explica el director del Área de Justicia y Seguridad Democrática de la Comisión Provincial por la Memoria, Rodrigo Pomares, hay una inversión del criterio de intervención policial: el uso del arma, que debería ser excepcional, se convierte en la norma. En segundo lugar, "se trata de intervenciones desprofesionalizadas que ponen en riesgo no solo la vida de la persona que supuestamente cometió un delito, sino de todos los que circulan por la zona". En los dos casos, explica Pomares, también quedó en evidencia "la vocación encubridora" de la policía.
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Después de la masacre de Monte, los vecinos se animaron a hablar de la conflictiva relación con la policía: detenciones arbitrarias, violencia física y extorsiones.
Una tarde de febrero, Danilo Sansone y un grupo de diez amigos rancheaban en la plaza: rapeaban, andaban en skate. Uno de los pibes enchufó un cargador de celular en un tomacorriente e hizo saltar la luz. Los amigos festejaron la travesura. Unos minutos después cayó la policía. Los pusieron en fila, les pidieron los datos y eligieron a cuatro: Danilo y otros tres fueron a parar a la estación comunal. En el camino los verduguearon. Detener a un menor en una comisaría es un delito. Sin embargo, nadie lo denunció. Recién después de la masacre los vecinos revisaron esos recuerdos y se dieron cuenta de la manera en la que habían naturalizado ciertas prácticas de hostigamiento policial.
"Antes no era así", repiten algunos vecinos de Monte durante las marchas para exigir justicia por los pibes. Esas prácticas de hostigamiento policial, comunes en barrios del Gran Buenos Aires, habían comenzado a replicarse en los pueblos del interior. "Se produjo una conurbanización de la práctica policial", explica Paula Litvachky, directora del área de Justicia y Seguridad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).
Los vecinos no pueden precisar con exactitud en qué momento comenzó esa transformación. Pero la llegada en abril del Grupo de Prevención Motorizada (GPM), promovido y celebrado por la intendenta Sandra Mayol, marcó un quiebre definitivo. Tras el desembarco de agentes provenientes de San Martín, Lomas de Zamora, Cañuelas y La Plata, los pibes ya no podían juntarse a rapear y andar en skate en la plaza o pasear en moto por el pueblo con la misma tranquilidad de antes. Cada tanto la policía los paraba, les pedía coimas si no llevaban casco o los subía a un patrullero sin motivo. Las prácticas juveniles que marcaron a todas las generaciones anteriores –quedarse en la plaza de noche con amigos, los primeros besos a escondidas, tomar cerveza alrededor de la laguna– empezaron a estar vigiladas.
Según algunos vecinos, los nuevos policías también trajeron consigo otros vicios. Cuentan que, cada semana, un patrullero visitaba los talleres de autos para cobrar la cuota y destacan los supuestos vínculos del teniente 1ro Héctor "Pipi" Ángel –hoy detenido por encubrimiento– con los transas de la zona.
"Las lógicas de recaudación policial en los pueblos son similares a las del conurbano. La más común es la ‘recorrida’: los policías pasan por los negocios pidiendo plata. Eso se agrava cuando se convierte en algo obligatorio: al que no paga lo aprietan o lo amenazan con armarle una causa", explica un funcionario que conoce en detalle cómo funcionan las cajas negras de la policía. Otras formas típicas de recaudación son las coimas a los conductores que no tienen los papeles en regla o el cobro irregular de los adicionales. La gran diferencia, cuenta el funcionario, está en los volúmenes de dinero y en la participación policial en las economías ilegales como el narcotráfico y los desarmaderos de autos. Delitos comunes en el conurbano y casi inexistentes en el interior provincial.
En un pueblo sin crímenes, quien trajo la muerte fue la policía.
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Aníbal, el conductor del auto, era el único de los chicos que no era nacido y criado en el pueblo. Había llegado hacía un año y medio desde Concepción de la Sierra, un pequeño pueblo del sur de Misiones y se instaló con su hermano Emanuel en una casa "del otro lado de la ruta", ahí donde viven los migrantes internos y de países limítrofes. Aníbal vivía de changas. No ganaba mucho. Aun así pudo ahorrar para comprarse el Fiat 147 blanco. Todavía no había juntado la plata para ponerlo a su nombre.
Un sábado a la mañana en que iba con el hermano a buscar a su tío, que vivía en las afueras de Monte, los paró la policía. "Cuando vieron que no somos de acá, que somos de Misiones, nos retuvieron los documentos", contó Emanuel al portal El Furgón.
Los hermanos terminaron en la comisaría. Uno de los policías le preguntó cuánto había pagado por el auto.
–Veinte mil —contestó Aníbal.
–Si tenés 5.000 te lo entrego y te vas a tu casa contento.
El policía lo amenazó con hacerle una multa y sacarle el auto. Aníbal sacó cuentas: si se quedaba sin auto, además, perdería su trabajo. Fue hasta la casa y buscó los 4.000 que había juntado para pagar la transferencia. Desde ese día quedó marcado. Cada vez que salían en el auto, dice Emanuel, los seguía un patrullero.
"La cana te saca la ficha", explica Agustina Lloret, abogada del equipo de Seguridad Democrática y Violencia Institucional del CELS. "Busca al que tiene menos recursos simbólicos, al que puede entender menos la situación, al más chico físicamente, al menos contestatario". Aníbal era un extranjero en Monte. Sin recursos económicos ni redes de contención. Era la víctima perfecta.
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Tras la muerte de los chicos, el ministro de Seguridad de la provincia, Cristian Ritondo, habló de policías que "han manchado el uniforme y han deshonrado a sus compañeros". La jefa política de las fuerzas federales, Patricia Bullrich, puso el foco en una "trama más profunda" de corrupción.
La respuesta de los funcionarios –explica Litvachky– es una forma de "despolitizar el caso y decir que no se trata de una violencia de Estado". Una manera de desviar el foco de atención hacia la responsabilidad individual de los policías. "Pero es el propio Estado el responsable de lo que pasó", explica.
Cuando un periodista le preguntó a Ritondo qué dicen los protocolos sobre la actuación policial en un caso como este, el ministro eludió la respuesta. Es que en la provincia no existe ningún protocolo que regule la actuación policial en persecuciones.
Según la ley orgánica de la Bonaerense, la policía debe actuar con criterios de "razonabilidad" y "gradualidad", "procurando siempre preservar la vida y la libertad de las personas". "El uso de armas de fuego se considera una medida externa", aclara la norma. En la práctica estos principios no son tan claros.
A nivel nacional opera el Reglamento General para el Empleo de Armas de Fuego publicado en el Boletín Oficial en diciembre de 2018. A través de esa resolución, el gobierno nacional institucionalizó la llamada doctrina Bullrich, que habilita a las fuerzas a disparar por la espalda a una persona ante la sospecha de que podría estar armada.
Las ejecuciones extrajudiciales no son una creación de la doctrina Bullrich. Pero por primera vez en democracia el uso irracional de la fuerza encontró un respaldo político tan fuerte. Después de matar por la espalda a Juan Pablo Kukok, de 18 años, que huía tras robar y apuñalar a un turista, el policía de Avellaneda Luis Chocobar fue recibido en la Casa Rosada como un héroe. El Presidente subió la foto a su cuenta de Twitter. "Queremos defender a los policías que cuidan a la gente y no que terminen acusados o presos", decía el texto que acompañaba la imagen. Unos días después, la Cámara del Crimen confirmó el procesamiento de Chocobar por "homicidio agravado por la utilización de arma de fuego en el exceso de cumplimiento en el deber".
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El subcomisario Julio Franco Micucci llegó unos minutos después del accidente en su auto particular, un Peugeot 206 gris. Jean oscuro, campera bordó y auriculares al cuello. Bomberos, médicos y policías trabajaban en el lugar.
–Levanten todo –ordenó.
Una vez en la comisaría de San Miguel del Monte, el jefe ordenó tomar declaraciones a los testigos y redactar las actas. Rodrigo Masias, de 18 años, contó que poco después de las 12 iba caminando con un amigo por el medio de la 9 de Julio. Escucharon una balacera y se tiraron al costado. Cuando se levantaron vieron el Fiat 147 estrellarse contra el camión. "El auto chocó y empezó a girar. Se separó la parte delantera de la trasera y salió rodando", cuenta. Los adolescentes no sabían bien qué había pasado, pero estaban convencidos de que lo que habían escuchado eran disparos. Así se lo contaron al oficial que les tomó declaración. El policía anotó "estruendos". Rodrigo leyó la declaración, se enojó y se fue sin firmar.
La oficial subayudante Nadia Genaro redactó las actas. Dijo que habían recibido un llamado del 911 por un intento de robo. Que dos patrulleros recorrieron la zona y se cruzaron con el Fiat 147. Y que los policías encendieron las sirenas e hicieron señas de luces, pero los pibes no frenaron. No hizo referencia a los disparos. Dijo que las detonaciones que habían escuchado los testigos eran en realidad ruidos "provenientes del escape" del 147. La misma versión escribió el jefe de la estación comunal en el informe que elevó a la Auditoría de Asuntos Internos.
El pueblo de Monte desafió la impunidad policial. Cuando los agentes abandonaron la escena del crimen, un hombre se acercó y recogió cuatro vainas calibre 9mm. Al día siguiente se las dio al papá de Danilo Sansone, quien a su vez se las entregó al fiscal.
A diferencia de los grandes centros urbanos, en las pequeñas ciudades son los intendentes quienes gestionan, de manera informal, la seguridad. Quizás por ese motivo el secretario de Seguridad de Monte, Claudio Martínez, omitió entregar las imágenes de las cámaras del municipio que demostraban que la policía había llevado a la muerte a los pibes. El video en el que se ve al capitán Rubén Alberto García disparando contra el Fiat 147 en movimiento recién se conoció cuando un chico de 18 años que trabaja en el Centro de Monitoreo de la ciudad se lo envió por WhatsApp a una vecina cercana a los familiares de las víctimas.
Cuando el video llegó a los canales de noticias, el secretario de Seguridad firmó la suspensión del chico que lo filtró. Unos días después Martínez fue detenido, acusado de encubrimiento. No fue el único: con él también cayó el jefe de la estación comunal y los policías que falsificaron las actas.
En menos de una semana había 13 detenidos en la causa: cuatro policías acusados por el homicidio y otros ocho y el secretario de Seguridad por encubrimiento.
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Más allá de las diferencias sustanciales entre los hechos y sus víctimas, ¿por qué es tan variable la vara de la tolerancia política ante las ejecuciones policiales? El poder político le permite a la fuerza moverse libremente a través de un sinuoso límite entre lo legal y lo ilegal. Con órdenes poco claras y a veces contradictorias. Es lo que el sociólogo francés Jean-Paul Brodeur llama "la teoría del cheque gris". En el libro Las caras de la policía, el autor explica que el mandato que se le da a la fuerza adopta la forma de un cheque en el que la firma y los montos "son lo suficientemente legibles como para garantizar al policía" un amplio margen de maniobra pero a la vez son "bastante imprecisos" como para permitirle a la autoridad política eludir las responsabilidades.
El asesinato de cuatro chicos en una pequeña y tranquila ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires podría enmarcarse en lo que el sociólogo Gabriel Kessler y la historiadora Sandra Gayol denominan "muertes que importan". Es decir, aquellas capaces de interpelar a los poderes públicos y propiciar cambios. La lucha de parte de la comunidad de Monte por exigir justicia quizás genere lo que el asesinato por la espalda de Kukoc no pudo: trascender el duelo privado y contribuir a un debate público para ponerle límites al Estado en su capacidad de matar. O quizás no.
Sebastián Ortega
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