¿Qué veo? Mel Brooks vuelve a contar la historia de la humanidad con una pequeña ayuda de sus amigos
Cuatro décadas después de La loca historia del mundo, parte I, llega la secuela en forma de miniserie por Star+ y con la celebración plena del vigente estilo humorístico de su creador
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La loca historia del mundo, parte 2 (The History of the World, part II, Estados Unidos/2023). Creador y narrador: Mel Brooks. Showrunner: David Stassen. Autores e intérpretes: Ike Barinholtz, Wanda Sykes, Nick Kroll y otros. Disponible en: Star+. Nuestra opinión: muy buena.
En 1981, Mel Brooks tenía 55 años y se sentía en la cumbre de su estilo y su talento humorístico. Tan seguro se sentía que decidió contar con esas herramientas su propia historia de la humanidad. El resultado fue una de las películas más celebradas de Brooks, La loca historia del mundo, parte I, que ya desde su título se presentaba como el episodio inicial de una obra más extensa y ambiciosa.
De hecho, antes de los créditos finales, Brooks prometía con un puñado de imágenes la próxima llegada a la pantalla de la segunda parte. Entre ellos, un segmento en el que vemos a Adolf Hitler en una pista de patinaje sobre hielo. Hubo que esperar más de cuatro décadas para que ese anuncio se hiciera finalmente realidad. Pero Brooks cumplió con su palabra: La loca historia del mundo, parte 2 comienza en una competencia de patinaje artístico, con Hitler (el personaje histórico que más obsesionó a Brooks a lo largo de su vida casi centenaria) como competidor. No en el cine, sino ahora a través del streaming.
La extensa distancia temporal que separa a la primera de la segunda parte casi no se nota, porque el estilo es el mismo y la ocurrente manera que siempre tuvo Brooks de abordar la historia se mantiene invariable entre parodias de todo tipo, anacronismos, juegos de palabras y hasta algún momento musical de alto vuelo, como el que corona el tercer episodio alrededor de los sueños de varios personajes en un cuadro sobre la Revolución Rusa.
No es el único momento que merece destacarse. La serie entera, compuesta de ocho capítulos de media hora de duración, cumple a la perfección con los dos viejos axiomas que Brooks siempre aplicó a sus creaciones. Primero, transformar la más mínima observación en un momento divertido. Segundo, reírse del pasado a través de un lente paródico, que refleja sobre todo la manera en que el cine suele ocuparse de los hechos históricos
Aunque todo lo que vemos siempre tiene su sello, nos queda claro que a los 97 años quien llegó a ser en su momento reconocido con toda justicia como “el hombre más gracioso del mundo” no puede estar en todo. Brooks se limita aquí a ser narrador y presentador (adoptando el papel que en la película de 1981 ocupó Orson Welles), es uno de los productores ejecutivos y, sobre todo, se presenta a sí mismo de la manera más graciosa explicando a través de un fisicoculturista cómo llegó a hacerse realidad esta feliz secuela.
Brooks es el creador de la idea original y quien la pone en movimiento por segunda vez, pero su ejecución es en este caso el resultado de un extraordinario trabajo coral que deja a la vista al mismo tiempo cuál es el mayor legado del gran maestro de la comedia.
Una suerte de Estado Mayor integrado por varios comediantes muy talentosos parece haberse reunido aquí para demostrar que es posible mantener en el tiempo el estilo humorístico de Brooks (y sus dos axiomas) con talento y plena vigencia. Ike Barinholtz, Wanda Sykes y un excepcional Nick Kroll muestran aquí su mejor forma creativa y cumplen con ese mandato de la manera más divertida como autores e intérpretes, acompañados de un elenco lleno de apariciones muy festejadas como las de Jack Black como el joven Stalin, Josh Gad como un Shakespeare al que vemos trabajar con un equipo de guionistas como el de las series modernas y Taika Waititi como un desopilante Sigmund Freud. Hay muchos más.
El mapa de ocurrencias alrededor de la historia es infinito. Hay viñetas que se agotan en pocos minutos (como el descubrimiento del fuego, en línea directa con aquellos momentos prehistóricos de la película de 1981 protagonizados por el impar Sid Caesar) y otros que aprovechan una continuidad a través de varios episodios para desarrollar sus ideas humorísticas.
Así, por ejemplo, vemos a la líder de los derechos civiles Harriet Tubman enviando a una patrulla en plena Guerra de Secesión a través de una línea de subte, a la primera afroamericana que llegó con el voto al Congreso de Estados Unidos como protagonista de una sitcom de los años 70, a un grupo de judíos jugando a Dígalo con Mímica con un oficial ruso en las vísperas de la Revolución de Octubre y a la traición de Judas narrada de un modo muy poco evangélico. De hecho, ese momento se titula Curb Your Judaism, una verdadera parodia dentro de la parodia porque rinde tributo (con los títulos y hasta la misma cortina musical) a la extraordinaria creación de Larry David.
Hay alguna concesión innecesaria y exagerada al doble sentido más vulgar, algo que Brooks siempre defendió pero que no funciona en la viñeta dedicada a Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, ni está a la altura de todo lo demás. Y también algún momento escatológico como acompañamiento paródico del desembarco en Normandía durante la Segunda Guerra Mundial, pero que en este caso funciona como una verdadera lección de cómo se puede utilizar ese recurso incómodo al servicio de la comedia. Toda una respuesta al grotesco y burdo empleo que hace de esta herramienta el sueco Ruben Östlund en El triángulo de la tristeza como supuesto símbolo de las miserias del capitalismo. Siempre se puede aprender algo nuevo del viejo Mel Brooks.
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