Premios Oscar 2017: por qué Luz de luna merecía llevarse la estatuilla a mejor película
Repasamos las razones por las cuales el film de Barry Jenkins tenía que ganar el galardón máximo
El papelón que se vivió anoche en la entrega de los Oscars cuando, por un problema con el manejo de los sobres, se anunció que el premio a la mejor película efectivamente no era para La La Land sino para Luz de luna, fue el ineludible tópico de conversación de una entrega que hasta ese momento no presentaba demasiados sobresaltos. La reacciones de los productores de ambos films, los rostros desconcertados de quienes estaban en sus butacas, las declaraciones posteriores de Warren Beatty , la desazón de Damien Chazelle y muchos otros episodios alusivos opacaron involuntariamente otro de los puntos importantes de la noche: Luz de luna era considerada, contra todos los pronósticos, la mejor película de 2016.
El drama de Berry Jenkis tenía todas las de perder si nos basamos en el precedente que ha sentado la Academia y si consideramos el monstruo que tenía enfrente con su récord de nominaciones y exitoso desempeño en otras ceremonias. En primera medida, Luz de luna se filmó con un presupuesto de un millón y medio de dólares y recaudó tan solo veinticinco (número muy bajo para los estándares de los Oscar). En segundo lugar, todo su elenco está compuesto exclusivamente de actores afroamericanos. En tercer lugar, muestra una relación homosexual a lo largo de los años, temática que no le cae precisamente simpática a la Academia que decidió, allá por 2005, que Crash era superior a Secreto en la montaña y que Carol, el año pasado, no merecía estar entre sus nominadas a mejor película. En cuarto lugar, Luz de luna solo había ganado el Globo de Oro. El SAG fue para Talentos ocultos y el BAFTA, para La La Land. En síntesis: sus chances de ganar dependían únicamente del reconocimiento crítico.
Asimismo, durante la noche solo había conseguido obtener dos Oscar (el de mejor actor de reparto para Mahershala Ali y el de mejor guión adaptado para Jenkins y el autor de la obra In Moonlight Black Boys Look Blue, Tarell Alvin McCraney). A pesar de todos estos obstáculos y, como también había sucedido con En primera plana el año pasado, Luz de luna se hizo paso con muchísima modestia hacia el triunfo final.
El error de anoche, además de restarle mérito a Luz de luna - el único film en no recibir apropiadamente el Oscar a mejor película - generó indefectiblemente una disputa con La La Land, a pesar de que sus respectivos directores vienen del mismo mundo independiente donde concibieron obras imprescindibles como Medicine for Melancholy (Jenkins) y Guy and Madeline on a Park Bench (Chazelle), films que de algún modo funcionaron como borrador de sus largometrajes actuales (especialmente el segundo). La subjetividad de los votantes de la Academia no es más que una muestra de la subjetividad mayor con la que nos posicionamos ante una obra de arte. Para muchos, La La Land representa una gloriosa celebración no solo del cine musical (o del cine a secas) sino también de la capacidad que tenemos de soñar y de concretar esos sueños, aun con ciertos sacrificios en el camino mediante los cuales estamos decidiendo qué es más preponderante.
Luz de luna, por el contrario, nace lógicamente en otro contexto. No es una película de soñadores como bien señaló Jenkins en su discurso de aceptación del Oscar: es una película sobre la realidad más insoslayable, sobre tener los pies sobre su propia concepción de tierra, el asfalto caliente de Miami.
Su protagonista, Little/Chiron/Black, no puede darse el lujo de soñar. Su madre Paula (Naomie Harris) es una mujer adicta que no le brinda contención, en la escuela sufre el bullying por razones que está intentando dilucidar y no conoce otra vida por fuera del barrio pobre en el que creció. Cuando es apadrinado por Juan - el narcotraficante que compone Ali, quien es parte del problema y de la solución, como él mismo advierte con lágrimas en los ojos -, el futuro de Little (Alex Hibbert) parece destinado a cambiar. Sin embargo, Luz de luna no es esa clase de película. La figura del salvador brilla por su ausencia. Aquí solo prevalece el deseo de superación personal, como a la fuerza aprende Black (Trevante Rhodes) cuando en la adultez se reencuentra con Kevin (André Holland), el único hombre al que amó en su vida.
Jenkins, inspirado en el cine de Wong Kar-wai, no necesita ser explícito del contacto sexual entre Chiron (Ashton Sanders) y Kevin (Jharrel Jerome) porque, más allá del descubrimiento de la orientación sexual, Luz de luna pone el foco en la falta de afecto que sufre su protagonista y en cómo un abrazo realmente puede sacudirlo de su coraza (su rotunda transformación física es sintomática de esto) y retrotraerlo al momento de mayor intimidad que tuvo consigo mismo: bajo la luz de luna, semidesnudo, en su infancia, y blue en el doble sentido del término, tan azul como melancólico.
Seguramente se escriba mucho sobre cómo el Oscar a Luz de luna fue políticamente correcto, sobre cómo fue una respuesta a las acusaciones previas de #OscarsSoWhite, sobre cómo, á la Boyhood, es un film en el que "no pasa nada". Curiosamente, y aunque en mi opinión tiene menos puntos de contacto con la película de Richard Linklater de lo que parece, ambas comparten esa necesidad de mirar hacia adelante y sobrellevar los golpes de la mejor manera posible (la decisión narrativa que toma con el personaje de Juan es un ejemplo).
Sí, seguramente se hable mucho de eso y no de las experiencias de McCraney y Jenkins con sus madres adictas, o de la impronta del dramaturgo que colabora en promover la diversidad sexual, o de cómo Luz de luna es el primer film LGBT - si no contamos Cowboy de medianoche, aunque podríamos discutirlo - en ganar un Oscar. Porque se trata de reflejar todas las experiencias posibles. Se trata de incorporar las relaciones entre dos personas de un mismo sexo, naturalizarlas, ponerlas, como hace Little con Juan, bien sobre la mesa.
"En esta casa es todo amor y todo orgullo", le dice Teresa (Janelle Monáe) al implosivo y sensible Chiron. Anoche, aun entre tanta confusión, se nos recordó por qué es fundamental que esas dos cosas vayan de la mano. Y por qué es imperativo que nadie se sienta compelido a decirnos que está mal lo que sentimos, que está mal vivir orgullosos de eso, que está mal la forma en la que amamos.
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