Premios Oscar 2020: ¿a quién le sirve la ceremonia? Al público, no
El Oscar ya no da para más. Ya no sirve para nada. Para ser precisos, lo que ya no le resulta útil a nadie es el tipo de transmisión televisiva a través de la cual llega a todo el mundo la máxima fiesta de la industria del cine.
A posteriori de la transmisión, no hubo anuncios de algún encuentro entre los máximos directivos de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood después de que se supiera que el rating televisivo de la entrega de premios del último domingo, la número 92 en la historia del Oscar, alcanzara los registros más bajos de la historia.
Más probable es que, sin trascendencia a los medios, se armara en las últimas horas alguna reunión parecida a la de un comité de crisis por parte de la cadena ABC, dueña de los derechos de transmisión televisiva del Oscar hasta 2028. Es lo que se esperaría después de perder seis millones de espectadores de un año al otro. Las planillas de medición de audiencia indicaron una baja del veinte por ciento respecto de 2018 en el mercado estadounidense, que sigue siendo el único que interesa a estos propósitos.
¿Qué podrían hacer la Academia y los productores televisivos? La experiencia de los últimos años nos dice que poco y nada. La ceremonia del Oscar, que siempre queremos volver a ver –pese a que recordamos de la anterior solamente nuestros bostezos entre premio y premio– es la que quiere la comunidad de Hollywood.
¿Cómo ponerse en contra de los propios organizadores? Todos los años la Academia y ABC (que pertenece a Disney, la marca más poderosa de esta industria, vale recordarlo) se juntan para imaginar propuestas renovadas para el show televisivo. Cambian los productores año tras año (y seguramente ocurrirá lo mismo de aquí a 2021, dado el fracaso de las responsables de la última edición). Eliminan la clásica figura del anfitrión.
Buscan la novedad y siguen sin encontrarla. A pesar de los cambios no consiguen cumplir con su palabra. Prometieron una ceremonia de no más de tres horas y la del domingo pasado se extendió por casi tres horas y media sin que pasara absolutamente nada diferente o atractivo, a excepción de la sorpresa final para muchos del triunfo de la surcoreana Parasite, circunstancia que excede a los responsables del show televisivo.
Esa instancia dejó a la vista una de las claves del inexorable derrumbe del Oscar televisado. El factor sorpresa, que sería una de las claves para atraer a la audiencia hasta el final, está reducido a la mínima expresión. La Academia y ABC tal vez creyeron que comprimiendo la temporada de premios como lo hicieron este año (el Oscar 92 tuvo la entrega más anticipada de la historia en términos de calendario, un 9 de febrero) aumentaría la "adrenalina" del público respecto de los premios.
Pero lo único que se consiguió fue eliminar toda posibilidad de incógnita. Al quedar tan pegadas entre sí las distintas ceremonias de la temporada de premios y, por consiguiente, al hablarse todo el tiempo de ellas, lo único que se consiguió es que desde las redes sociales, los medios (tradicionales y digitales) y la multitud de corrillos que se activan en estas semanas la incertidumbre con relación a los ganadores se neutralizara casi por completo.
¿Para qué, entonces, seguir una ceremonia que funciona directamente como una sucesión de anuncios, proclamaciones y discursos de agradecimientos totalmente previsible? Los organizadores imaginaron que podían aligerar esa tediosa secuencia dejando algunos de los premios para las tandas publicitarias, pero la comunidad de Hollywood puso el grito en el cielo. Todos debían tener el mismo tratamiento. Pero todavía no se encontró la manera de darle un atractivo visual a ese momento tan característico de una entrega de premios. Para peor, ese reclamo en el fondo tampoco resulta igualitario en todos los casos. Al final todos aceptaron eliminar de la ceremonia uno de sus momentos más emotivos, la de los premios a la trayectoria que desde hace unos años se entregan en una fiesta separada, casi privada.
Ahora bien, ¿no tendría más atractivo para una audiencia televisiva global el momento de un premio a Geena Davis o David Lynch (dos de los destinatarios del Oscar honorífico 2020) que hacer lo propio con montajistas de sonido o maquilladores? ¿Por qué se decidió aplicar esa injusta discriminación? Sólo pensemos lo que hubiese significado ver en pleno Oscar, frente a los ojos del mundo, el momento en que Clint Eastwood le entregó un Oscar honorario a nuestro Lalo Schifrin. Eso ocurrió en noviembre de 2018 y hubo que ir a YouTube para presenciar ese momento, porque esos premios ya no forman parte de la ceremonia principal, sino de una complementaria: lo que se conoce como Governor Awards, una velada mucho más austera y sin transmisión en directo o alfombra roja.
Justamente en momentos como el de la alfombra roja queda claro que el Oscar conserva el glamour de siempre, pero cada vez más cuesta trasladar ese espíritu a una ceremonia que envejeció demasiado en materia de puesta en escena. La Academia y ABC parecen ya resignados a haber perdido en su audiencia a las nuevas generaciones, más atenta a los contenidos que nacen del streaming o de pantallas alternativas. Pero también, insólitamente, está haciendo todo lo posible para alejarse de sus televidentes tradicionales. ¿Cómo se explica la decisión de dedicarle todo un cuadro al rapero Eminem, que llegó al teatro Dolby a cantar un tema de la película que hizo hace casi dos décadas y de un premio que en su momento no se dignó a recibir? ¿Acaso estamos en la fiesta de los Grammy y dentro de ella en el segmento dedicado a homenajes y retrospectivas?
Hubo un tiempo en que las grandes estrellas de Hollywood, que además de actuar saben cantar y bailar engalanaron el escenario del Oscar con cuadros alusivos (o no) a las películas nominadas de cada año y explícitos tributos a tendencias del cine en esos momentos, o bien a recuerdos de aniversarios exactos (bodas de plata, de oro, etc.). El último domingo todo se redujo al enérgico arranque que comandó Janelle Monáe, que entregó todo su talento al servicio de un homenaje a un montón de títulos que ni siquiera eran candidatos al premio. Toda una declaración.
En vez de la reivindicación del cine que se hace en Estados Unidos y que el propio reparto de candidaturas reconocía (de Había una vez…en Hollywood a El irlandés, de Mujercitas a Contra lo imposible), la comunidad de Hollywood parece demasiado ocupada en expresar preocupaciones sobre el estado del mundo y determinadas causas destinadas a otra clase de tribunas. A propósito, si realmente los miembros de esa congregación defienden esas reivindicaciones, ¿por qué aceptaron que por primera vez en el Oscar hubiese presentadores de primera y de segunda?
Como un velado e involuntario homenaje a Parasite, hemos visto este domingo cómo figuras debutantes en el Oscar, en vez de presentar directamente los premios, convocaban a otras figuras un poco más conocidas para que éstas, a su vez, se ocuparan de anunciar el cuadro siguiente. Mientras tanto, como si fuesen artistas de relleno, algunos de los nominados a mejor canción (como Randy Newman, que acumula nada menos que 22 nominaciones desde 1982 hasta la fecha) aparecieron en el escenario sin que alguien siquiera se dignara a presentarlos. En vez de nominados parecían artistas de variedades convocados para entretener al público durante las pausas. Le pasó también a Elton John, que por fortuna recibió una ruidosa ovación de pie del público después de cantar en el escenario sin que nadie lo anunciara. Ese momento quedó afuera de la transmisión oficial.
Sin renovación, sin brújula, sin sentido de pertenencia, sin conciencia del pasado más glorioso, sin haber aprendido las lecciones de los últimos años, la ceremonia del Oscar languidece sin remedio, año tras año, hasta que llegue más temprano que tarde alguien que se pregunte si tiene sentido seguir así. Será porque habrá llegado a la conclusión que, tal como están las cosas, el Oscar que vemos por televisión no sirve para nada. Ya no da para más.
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