Humanos del capitalismo tardío: por qué Parasite debería ganar el Oscar a la mejor película
Con 8.469 votantes habilitados, la entrega de los Oscar es, como casi todo en nuestra cultura desde la irrupción de las redes sociales, un particular concurso de popularidad. Es sabido que las películas ungidas por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas pocas veces coinciden, no digamos con "lo mejor" (porque es difícil establecer unánimemente tal cosa), pero ni siquiera con el consenso de los críticos o de jurados de notables como el del Festival de Cannes. A la vez, tampoco se suele premiar a films que rompen récords de taquilla (por esta razón, el año pasado se intentó incorporar la categoría "película popular", para que los poderosos estudios Marvel también tuvieran su Oscar, aunque la iniciativa quedó prontamente liquidada). Los miembros de la Academia premian películas que llegan a la temporada de premios con un grado alto de visibilidad, pero solo si también tienen algún atributo que permita ubicarlas al menos un escalón por encima de lo que se percibe como mero "entretenimiento" y dentro de la esfera del "arte". Aunque no es excluyente, si este atributo pudiera ser un "mensaje" socialmente relevante, como que esclavizar gente o ser nazi está mal, muchísimo mejor. Pongamos títulos como ejemplos a esta preferencia: el año pasado, para los críticos del The New York Times, la mejor película norteamericana fue Monrovia, Indiana, un documental de 149 minutos dirigido por Frederick Wiseman, sobre el pueblo rural del título (ningún Oscar), mientras que la película más vista del año fue Avengers: Infinity War (ningún Oscar). La ganadora del Oscar fue Green Book, una buddy movie con un blanco bruto y racista y un negro gay y pianista. Su maridaje de drama, humor, un mensaje edificante contra la discriminación y una recaudación global de 330 millones de dólares tildó cada uno de los casilleros correctos.
Esta hibridación de reconocimiento popular y "prestigio" es la fórmula que abre las puertas de la Academia al premio mayor.Parasite tiene ambos: la película de Bong Joon-ho (Snowpiercer, Okja),situada en Seúl, hablada en coreano, sin figuras reconocibles, con la Palma de Oro de Cannes en su haber y centrada en la violencia engendrada por la desigualdad económica en el capitalismo tardío (todo esto computa como "prestigio"), también se convirtió en el film de habla no inglesa más exitoso de la década en los Estados Unidos: lleva recaudados 31 millones de dólares en ese país (y 160 millones de dólares en el mundo, con gran desempeño aquí). Para tener una mejor perspectiva de lo que significa esa cifra basta decir que Una mujer fantástica, el film de Sebastián Lelio que ganó el premio a la mejor película internacional en 2017, recaudó diez veces menos que Parasite, sumando lo obtenido tras el empujón del Oscar. Por otro lado, el reciente triunfo de su elenco en los Screen Actors Guild sienta un precedente ante lo imposible: los intérpretes, perfectos desconocidos fuera de Corea (solo Song Kang-ho es una cara familiar por sus protagónicos en otros film de Bong y de Park Chan-wook), se impusieron, en Los Angeles y gracias al voto de los miles de afiliados del sindicato de actores, por sobre los elencos de El irlandés (Robert De Niro, Al Pacino, Harvey Keitel, Joe Pesci y Anna Paquin) y de Había una vez en Hollywood (Leonardo Di Caprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Bruce Dern y Dakota Fanning), dos films que, si en algo parecían insuperables, era en el poder de fuego de sus estrellas. Tras esto, que una película subtitulada gane el premio mayor en los Oscar (algo que jamás sucedió en la historia del premio) ya no resulta tan inimaginable.
Para reforzar estos precedentes (y terminar de redondear lo que cuenta como "popularidad"), Parasite parece conectarse con sus audiencias de un modo inesperado. Si bien todas las películas de Bong evocan el problema de la brecha entre ricos y pobres, ésta es la que lo hace de modo más explícito y en un momento en que el tema es central en la discusión global. Con sus diferencias y múltiples colores ideológicos, las protestas de los chalecos amarillos en Francia, de los jóvenes chilenos y las más recientes en Ecuador o El Líbano tienen un origen común en la disparidad de la distribución del ingreso. La noción de que la mitad de la riqueza está en manos del 1% de la población se vuelve cada vez más inaceptable modula la extraordinaria recepción de este film y también la de uno de los éxitos más grandes y más sorprendentes del año, su competidora en el rubro de mejor película, Guasón.
Tanto la película de Todd Phillips como la de Bong abrevan en un mismo sentir: el malestar social y personal que provoca la desigualdad. Pero Guasón, en comparación, resulta trivial, demagógica y, sobre todo, patéticamente complaciente con lastimosa cultura de la victimización. Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) es una víctima perfecta: abusado, traicionado o ignorado por todos los que lo rodean, también es pobre, incapaz de conseguir empleo y discapacitado. La minuciosa crueldad de su martirologio no deja espacio alguno para la contradicción, la duda o la reflexión; apuntala el relato populista sobre el presente, tan maniqueo que parece salido de un cuento infantil (o de uno de superhéroes) pero cada vez más extendido: el mundo se divide entre los que tienen poder y lo que no lo tienen. Aquellos que carecen de poder son víctimas, y para las víctimas todo está justificado. Incluso, tal como muestra la película, el empoderamiento a través del asesinato. Si Guasón tiene un remate, no es tanto que la injusticia puede engendrar violencia sino que la violencia es un remedio contra la injusticia. El Guasón baila ante la misma sinfonía del resentimiento que escucha un gran grupo de necesitados, también autopercibidos víctimas: los incels (tomado de la frase en inglés que describe a los "célibes involuntarios"), hombres necesitados de sexo, misóginos y violentos, que consideran que el mundo está en deuda con ellos desde la cuna (así como el Guasón cree que su derecho a la fortuna de los Wayne le fue usurpado). La película despertó polémica porque varios los tiradores de las masacres escolares en Estados Unidos fueron asimilados a este grupo y se consideró que Guasón los justificaba. Está claro que de su necesidad no nace un derecho.
Parasite presenta un mapa de las relaciones sociales más ambiguo y complejo, más parecido a las laberínticas calles de Seúl que unen las dos viviendas donde se da el grueso de la acción que a la autopista de sentido único que es Guasón. En primer lugar, los protagonistas no son víctimas: los Kim viven al borde de la pobreza, apenas asomándose sobre el nivel más bajo, tal como les permite literalmente el semisótano en el que habitan, una habitación hundida a un metro bajo el suelo, con un ventanal que da a un callejón al que van a orinar los borrachos. Aun en estas condiciones son asombrosamente capaces de buscarse la vida. Operan como un organismo único: una unidad vital y altamente funcional que resuelve problemas. Cuando no pueden seguir robando el wi-fi de un vecino (la última línea que los conecta con la actividad económica) empieza una coreografía en la que todos se ponen a rastrear como rabdomantes en cada rincón de su casa una nueva señal. Son bufones incompetentes (esto es, ante todo, una comedia) que ni pueden doblar correctamente una caja de pizza, pero no carecen de destrezas. En la pared de su vivienda se luce la medalla que obtuvo la madre del clan en lanzamiento de bala. Este premio entra en franco contraste con el que se ve unos minutos después, en una de las paredes de la mansión de los Park, los millonarios que terminan empleándolos: una distinción como mejor innovador tecnológico del año. Los Kim tienen capacidades, solo que no son las que el capitalismo recompensa. Su mayor don es el de aparentar.
Byung-Chul Han, filósofo coreano radicado en Berlín, afirma que vivimos en la sociedad de la transparencia, aunque tal transparencia no está considerada en un sentido favorable –como ausencia de corrupción– sino como la condición necesaria para que todo sea nivelado, uniformado y asimilado al ciclo acelerado del capital. "La transparencia estabiliza el sistema eliminando lo otro o lo extraño" afirma. De este modo, no ser transparente, ponerse una máscara, es una forma de resistencia. "La sociedad de la transparencia, como sociedad de la revelación y el desnudamiento trabaja contra toda forma de apariencia", agrega. Los Kim son incomparables en el arte de pretender ser lo que no son. Cuando un amigo universitario del hijo tiene que abandonar su trabajo como tutor de inglés de una adolescente, el joven toma la posta, aunque para eso debe falsificar su título. Así logra emplearse con los Park, los millonarios que viven en una mansión amurallada en la parte alta de la ciudad. Rápidamente surge un plan para forzar el despido de todo el personal doméstico de la mansión y emplear a su familia en su reemplazo. La hermana (presentada como "una compañera de la universidad"), quien googleó "terapia artística" uno minutos antes de su entrevista, se emplea como terapeuta artística. Luego, el padre como chofer y la madre como ama de llaves. Cuando la antigua ama de llaves, despedida tras una elaborada estrategia, regresa a la mansión una noche en que los dueños de casa no están, se produce un giro que subvierte las expectativas y transforma radicalmente la historia.
La película evita ser complaciente y mostrar las oposiciones esperadas: ni los Kim son pobres santificados, ni los Park millonarios explotadores.No hay lucha de clases sino de pobres contra pobres por preservar sus nuevos lugares de "privilegio". La pobreza no es caracterizada por la ausencia de poder (más bien, durante buena parte del metraje de la película, todos están a merced de las manipulaciones de los Kim), ni por la victimización de los desposeídos sino por otro conjunto de rasgos que revelan aspectos de nuestra vida sobre los que no se machacó tanto, ni tan seguido. Más allá de la diferencia obvia entre las muy metafóricas viviendas de los Park y los Kim (una es una mansión en lo alto; la otra, un sótano de mala muerte), la primera está rodeada de muros mientras que la segunda tiene un ventanal que da a la calle. Es decir, en la casa de los pobres no hay privacidad. El corolario final de la sociedad de la transparencia tal como es caracterizada por Han es el control: la visibilidad total es una forma de ejercer el biopoder, el control sobre la vida. En la novela Nosotros, escrita por el ruso Yevgeny Zamyatin en los años 20 (evidente influencia en 1984, de George Orwell), las viviendas de todos los habitantes del Estado Único son de vidrio, transparentes ante la mirada de la policía secreta. De modo similar, Parasite plantea que la vida de los pobres sucede tras ventanales, desplegada ante la vista de cualquiera, mientras que el verdadero privilegio consiste en disponer de privacidad. Por eso, el disfraz, la apariencia, las estrategias para volverse opaco, habilidades eficazmente ejercidas por los Kim, son modos de oponerse al panóptico (un sistema carcelario en torno a la mirada de la autoridad) creado por la exigencia de transparencia como forma última de control social.
La película no está exenta de contradicciones (una es que disponer de once millones de dolares para producir una película es una manifestación sobre las desigualdades que la película denuncia) sin embargo, evita el facilismo de asignar culpas automáticas. Más bien plantea que, aun con ganadores y perdedores, todos formamos parte de un sistema que está roto y debe ser ¿mejorado? ¿reemplazado?. Y esta es una idea que, en la actualidad, casi todos, incluso "ganadores del sistema" como lo son los votantes de la Academia de Hollywood, quieren escuchar.
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