Pierre Boulez: el hombre que cambió la música del siglo XX
Murió el compositor francés, director de orquesta y fervoroso promotor de las vanguardias, que cambió para siempre la programación en las salas de concierto
Ciertos artistas, ciertos hombres, conquistan un radio de acción tan amplio y profundo que tienen deudores que ni siquiera se saben en deuda. No es ingratitud. Sencillamente, las conquistas de esos hombres excepcionales son un reservorio por cuyo origen ya ni hace falta preguntar. Con Pierre Boulez, que murió anteanoche a los 90 años en la localidad alemana de Baden-Baden, la música perdió a uno de esos hombres. Hay que decirlo sin rodeos: la música actual no sería lo que es sin la presencia de Boulez, entre otras cosas porque lo que llamamos "música contemporánea" fue, en gran medida, una invención artística e intelectual suya.
La tarea de Boulez se desplegó, por lo menos, en tres frentes: la creación de una obra propia, la difusión de la ajena mediante la dirección, que dominó magistralmente, y la organización institucional. Pero estas tres dimensiones estuvieron para él íntimamente unidas ya desde el principio. Cuando instauró en 1954 el ciclo de conciertos "Le domaine musical" (dijo que lo hacía contra la "incuria de la clase dirigente francesa"), pretendía en el mismo movimiento buscar referencias al pasado (Bach en esa época), presentar repertorio cercano mal conocido (Anton Webern, por ejemplo) y difundir la música más nueva (la de Luigi Nono, Karlheinz Stockhausen, Bruno Maderna y la propia).
En esa misma línea hay que entender la fundación del Ensemble InterContemporain y del Ircam (Institut de Recherche et de Coordination Acoustique-Musique). Uno fue el primer ensamble especializado en música contemporánea, mientras que el Ircam, departamento del Centro Georges Pompidou, hizo posible la investigación consecuente en la composición electrónica y el procesamiento de sonido.
Salvo Hermann Scherchen, nadie hasta entonces había hecho tanto por difundir el modernismo musical, y no por nada se le deben a Boulez versiones ejemplares de Schönberg, Stravinsky, Bartok y Webern. Hay aquí otro hecho que no puede pasarse por alto: con su tarea incansable en favor de la nueva música, Boulez cambió para siempre la programación de las salas de concierto. Sin él, no podría escucharse tan habitualmente como se escucha (aunque nunca sea lo suficiente) la música de la Segunda Escuela de Viena en las grandes salas. Para decirlo en términos más sencillos, sin él, Daniel Barenboim nunca hubiera llegado a presentar en la Argentina programas como los que trajo en sus visitas de 2008, 2010, 2014 y 2015, con piezas de Schönberg, Webern, Stravinsky, Elliott Carter y, naturalmente, Boulez.
El maestro francés conocía con el mayor detalle la música de su época y la música del pasado, y sabía el modo de sacar partido de cada una de ellas para la otra. Los intérpretes que pretendieran abordar la escuela de Viena no podrían hacerlo si no conocieran a Wagner. Por eso no sorprende que salude en Mahler a una influencia insoslayable, o que una obra como Notations (1980) resulte impensable sin la idea, derivada de su experiencia con el repertorio wagneriano, de la orquestación como fenómeno de ilusión acústica.
En sentido contrario, el enfoque que Boulez consiguió para los dramas de Wagner en sus heroicas presentaciones en Bayreuth (ante todo el Parsifal de 1966, pero también la Tetralogía de los años setenta con puesta de Patrice Chéreau) habría sido inconcebible sin la intimidad con la música que derivó del cromatismo wagneriano. Boulez logró que el pasado y el futuro se iluminaran mutuamente.
Los cambios y las permanencias
Solía decir que un objeto real basta para que nazca una infinidad de objetos virtuales. Si se pone una vela en un caleidoscopio se obtendrá una multitud de velas. Pierre Boulez introduce el comentario a propósito de las dificultades para ajustar, en la dirección, las distintas velocidades de su obra Éclat/Multiples, pero resulta igualmente válida para entender su modo de pensar la música. El pensamiento musical de Boulez fue ese caleidoscopio, y el despliegue de su música, la vela.
Desde la década de 1940, dominada por el control paramétrico que definía la ortodoxia serialista, hasta Sur Incises, pieza de la segunda mitad de los noventa que Barenboim justamente estrenó en Buenos Aires el año pasado, la poética bouleziana fue cambiando, aunque siempre en el interior de una permanencia. Supo cuándo ser radical y cuándo dejar de serlo, o para ser más precisos cómo encauzar el radicalismo de tal modo que estableciera con la tradición una relación no invariablemente beligerante.
Pero cada uno de los cambios, cada una de las épocas, logró precipitar en una obra maestra: la Segunda sonata para piano en la década de 1940, Le Marteau sains maître en 1954, Pli selon pli en 1960, Rituel in memoriam Maderna en 1975, esa miniatura perfecta que es Dérive hacia los años 80 y, desde ya, Sur Incises.
Esa poética fue acuñándose en cercanía con las corrientes intelectuales y estéticas de la época, con la poesía de René Char y la pintura de Paul Klee, de quien decía haber tomado el "pensamiento expandido del espacio musical". Quien haya podido asistir a la muestra en su honor montada el año pasado en el Musée de la Musique de la Philharmonie de París habrá visto un objeto extraño, a medias collage y a medias libro. Era su edición de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust tras los efectos de una tarea de cut and paste estructural.
Él, justamente él, que podía leer y escuchar todo, murió casi ciego y sordo. ¿Dónde encontrarlo ahora a Boulez? En cualquiera de sus varias piezas maestras, pero también en sus versiones de las sinfonías de Mahler o incluso en su discutida versión de la Quinta de Beethoven; en sus escritos reunidos en Puntos de referencia y Hacia una estética musical. Sin Luciano Berio y sin Luigi Nono, sin Stockhausen y sin György Ligeti, la música contemporánea se quedó sin su último héroe. Habrá otros de esta época, pero Boulez seguirá estando allí donde un compositor, un director o un intérprete se siente ante su material y ponga manos a las obra con la mayor intransigencia de que sea capaz.
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