Yvonne De Carlo: la bailarina exótica que brilló en Hollywood, fue mentora de un galán argentino y quedó presa de un rol que detestaba
La actriz, que falleció el 8 de enero de 2007, supo construir su carrera desde las sombras, sedujo a los hombres más poderosos, fue mentora de un galán argentino, dejó todo por amor y se reinventó una y mil veces
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El destino de Yvonne De Carlo parecía miserable, y ella lo sabía; pero nunca se dio por vencida. Su historia había comenzado como tantas: nació fruto del encuentro entre una adolescente soñadora y algo cándida y un hombre encantador que terminó revelándose como un estafador abandónico e insensible.
Corría el año 1922 y Canadá había comenzado a recobrar su brillo y su color, después de la dura depresión de posguerra y el esperado final de la ley seca. Seducida por el resurgimiento de la vida cultural y de la vida nocturna, su madre, Marie de Carlo, decidió huir de su hogar familiar en Vancouver, a los 16, con la idea de formarse como bailarina, pero no tuvo suerte, y terminó trabajando como vendedora en una tienda para solventar sus gastos. Allí conoció a Willam Middleton y cayó rendida ante sus encantos.
Ni siquiera hubo romance: cuando Middleton se enteró de que Marie estaba embarazada, la echó, y aunque mantuvieron una tormentosa e intermitente relación durante un tiempo, cuando la pequeña cumplió tres años él desapareció para siempre. Desesperada, y con su hija a cuestas, a la mujer no le quedó otra opción que volver a la casa de sus padres, pero con una firme convicción: su hija, a la que llamó Margaret Yvonne Peggy, se iba a convertir en una estrella del ballet e iba a lograr todo lo que ella no había conseguido.
La infancia de Margaret no fue nada fácil. Su abuelo, de origen italiano, y su abuela, de Escocia, eran profundamente religiosos e intentaron inculcarle una educación rígida que contrastaba con la vida algo licenciosa que llevaba su madre. Quizá por eso, en la escuela encontró su propio refugio y comenzó a destacarse en los actos escolares con su voz clara y su gracia innata.
Ya desde ese momento Margaret comenzó a fantasear con hacerle una zancadilla a su destino signado y convertirse en una actriz famosa y respetada. Pero su madre seguía firme en su propósito de que fuera bailarina. Y con ese objetivo en mente, decidió que las dos se trasladaran a la ciudad estadounidense de Los Ángeles. En aquel lugar donde todo parecía posible, Marie encontró un trabajo de camarera, un cuarto de mala muerte y un ambiente ideal para continuar con sus continuas escapadas nocturnas y saciar su incipiente adicción al alcohol.
Nace una estrella
Cuando ya era adolescente, Margaret recibió un inesperado consejo de Jean Ropert, su profesora de ballet. La mujer la empujó a que, aprovechando su físico escultural, incursionara en las revistas musicales. Así, a los 17, adoptó su segundo nombre, Yvonne, como seudónimo y conservó su apellido materno para debutar en el club nocturno Palomar. De allí, pasó al Ear Carroll -en el que consiguió un contrato estable para evitar ser deportada- y finalmente desembarcó, con su danza de los siete velos, en el Florentine Gardens.
A los 18 comprendió que no había llegado a este mundo para cumplir el sueño de su madre y decidió hacerse cargo de sus propios deseos. Buscó un agente en Hollywood y la suerte pareció sonreírle por primera vez: inmediatamente consiguió un mínimo papel en Havard Here I Come, por el que cobró 35 dólares. Pensó que a partir de ese momento, su carrera iba a despegar, pero a pesar de que la siguieron convocando para papeles menores en decenas de películas, su situación económica acuciante la llevó de nuevo a bailar con poca ropa para hombres que no se comportaban, precisamente, como caballeros.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, como otras actrices de Hollywood, realizó varios shows para entretener a las tropas estadounidenses. Fue en una de esas presentaciones que un ejecutivo de Paramount la vio y le ofreció interpretar un rol en Ruta a Marruecos (1942). Un año después, participó de Por quién doblan las campanas, y en 1945 le llegó, al fin, su gran oportunidad: el director Charles Lamont confió en ella para que protagonizara Salomé.
La película fue un éxito y le sirvió para posicionarse en la industria: firmó un contrato con Universal Pictures por 350 dólares semanales, y el estudio le pagó además clases de protocolo con la intención de que se convirtiera en toda una diva. Ese mismo año, y también a las órdenes de Lamont, filmó Frontier Gal y dos años más tarde, Slave Girl. En 1949, Robert Siodmak la convocó para participar junto a Burt Lancaster de Sin ley y sin alma (1949).
En la siguiente década, Yvonne ya era considerada una estrella, y encabezó los elencos de filmes como La novia del pirata y El águila del desierto (1950), Hotel Sahara (1951), Pescadores de San Francisco (1952), Capitán Huracán (1952), junto a su gran amigo Rock Hudson, Las llaves del paraíso (1953) y Sea Devils (1953). En 1956 filmó, junto a Charles Heston y Yul Brynner Los Diez Mandamientos, a las órdenes de Cecil B. DeMille, y en Mi pecado fue nacer (1957), junto a Clark Gable y Sidney Poitier.
Un amigo argentino, amantes de sangre azul y un amor complicado
Curiosamente, la actriz canadiense se convirtió en una especie de mentora de un galán argentino que buscaba triunfar en Hollywood: Carlos Thompson. Yvonne y él se habían hecho muy amigos y fue ella quien lo propuso para ser su coprotagonista en el film Fort Algier (1953). Gracias a ese primer empujón, Thompson protagonizó al año siguiente The Flame and the Flesh, junto a Lana Turner y Pier Angeli, y El valle de los reyes (1954), con Robert Taylor y Eleanor Parker. En 1955, los actores volvieron a coincidir en Magic Fire, la película en la que el argentino interpretó a Franz Liszt.
A medida que su carrera empezó a despegar, Yvonne notó que su sensualidad no solo atraía a los borrachos que habían pagado noche a noche por verla bailar, sino a señores con billeteras abultadas y también a los de sangre azul. Según las crónicas de la época, tuvo fogosos romances con el príncipe Ali Khan, descendiente de la dinastía persa Qajar; Reza Pahvlavi, el último sah de Persia y el excéntrico magnate estadounidense Howard Hughes.
El amor, sin embargo, lo encontró dentro de los sets. Mientras filmaba en Egipto escenas de exteriores de Los Diez Mandamientos conoció al doble de riesgo Robert Drew Morgan. La atracción entre ellos fue instantánea, y el 21 de noviembe de 1955 se casaron en Nevada. Ese era el segundo matrimonio de Morgan, que ya era padre de una niña, Bari, nacida en 1947. En 1956, la familia se agrandó con la llegada de Bruce, y un par de años después se completaría con el nacimiento de Michael.
El matrimonio comenzó bien, pero pronto su marido le dejó en claro que veía menoscabada su masculinidad por ser menos famoso que ella y, sobre todo, porque la paga que recibía era notoriamente menor. Claramente, ella no estaba dispuesta a sacrificar su carrera para conformarlo. Y cuando estaba decidida a pedirle el divorcio, un accidente cambió la vida de ambos para siempre.
La cruzada contra Hollywood y la redención que se convirtió en estigma
Durante el rodaje de La conquista del Oeste (1962), Morgan debía filmar una peligrosa escena a bordo de un tren en movimiento. Durante una pausa en el rodaje, las cadenas que sujetaban los troncos que transportaban uno de los vagones se rompieron y Morgan terminó aplastado. Cuando recobró la consciencia, le habían amputado su pierna izquierda.
A partir de ese momento, Yvonne comenzó una cruzada contra los estudios MGM, exigiendo una indemnización. A pesar de haber conseguido el apoyo de varios de sus colegas más cercanos y famosos, el resultado no fue el que esperaba. La Justicia dictaminó a favor del estudio, porque en aquel momento no se exigía que los miembros del equipo de filmación -incluidos los actores, los dobles y extras- estuvieran asegurados.
A pesar de que protestó, no hubo caso. MGM no desembolsó ni un dólar y, además, De Carlo comenzó a ser mirada con recelo. Un poco por la actitud corporativa de los estudios y otro poco por su nueva realidad, lo cierto es que a partir de ese momento la actriz comenzó a ocuparse casi exclusivamente a la atención de su marido y de sus hijos. Fue su amigo John Wayne quien la sacó del ostracismo y le dio un papel en la película Hombre de verdad (1963). El dinero que cobró por su trabajo se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, y angustiada por la situación, De Carlo aceptó una propuesta que en otro momento ni siquiera hubiese evaluado.
Su representante le propuso que audicinara para el rol principal de una nueva comedia de CBS, con la que la cadena pretendía plantarle competir con La Familia Addams, el nuevo hit de la competencia. Por supuesto que se alzó con el papel, y así se convirtió, para varias generaciones, en el rostro de Lily, la adorable madre vampira de La Familia Munsters.
La serie tuvo apenas tres temporadas, emitidas entre 1964 y 1966, y no fue levantada por falta de audiencia, sino por un conflicto entre los creadores y CBS. Aquella mujer de pelo bicolor modales suaves y excesivo maquillaje marcó se convirtió en uno de los personajes más emulados en Halloween durante décadas, y las continuas repeticiones del programa en todo el mundo hicieron que Yvonne nunca pasara de modo. La vigencia de los personajes posibilitó que el elenco volviera a reunirse para protagonizar dos películas, Los adorables monstruos (1966), The Munsters’ Revenge (1981) y un cameo en Llegaron Los Munsters (1995).
El resurgir de una diva y su extraño paso por la Argentina
Los años 70 encontraron a Yvonne divorciada y con ganas de seguir demostrando de lo que era capaz. Sus dotes para la danza y el canto la llevaron a brillar en Broadway en Follies. Su trabajo no solo fue reconocido por la crítica, sino que le valió un premio Tony. Paralelamente, continuó actuando en cine y televisión, y si bien seguía siendo convocada tanto para comedias como para dramas, su interpretación de Lily Munster le sirvió para encontrar en las películas de terror un terreno fértil para seguir simentando su carrera.
En 1976 llegó a la Argentina para filmar el thriller La casa de las sombras, dirigida por Ricardo Wullicher. La película se presentaba como “una historia donde el suspenso, las reencarnaciones y el terror se aúnan en un tratamiento de inusitados tiempos cinematográficos”. Allí, compartió elenco con otra estrella hollywoodense, John Gavin, y con una joven y prometedora actriz local: Leonor Manso. También formaron parte del elenco Germán Kraus y Nora Cullen. Además, fue el último film del que participó Mecha Ortiz.
En total, Yvonne filmó un centenar de películas hasta la década del noventa. En 1995, en busca de tranquilidad, se instaló al norte de Santa Bárbara. Dos años después, la vida volvería a golpearla brutalmente, con la muerte repentina de su hijo menor, Michael. Al año siguiente, la actriz sufrió un derrame cerebral. Nada de eso le quitó la esperanza de volver a los sets.
Sin embargo, su deseo quedó trunco. Murió el 8 de enero de 2007, en la residencia para mayores en la que vivió sus últimos años, en los brazos de su hijo Bruce. Tenía 84 años, varias vidas vividas y el honor de haberse convertido en leyenda.
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