La gran actriz dramática argentina murió horas antes de la Nochebuena de 2002, a los 98 años, aferrada a una profunda fe religiosa
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“Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año”, dijo Charles Dickens. Algo de ese ideario convivió en el alma de Laura Ana Merello, la mujer que murió horas antes de una Nochebuena, hermanada en la profunda fe cristiana con la que había comulgado en las últimas décadas de su vida.
Hace veinte años, a sus 98, partía Tita Merello, la gran actriz dramática argentina, definida por muchos como la Anna Magnani del Río de la Plata por sus parecidos interpretativos y su ferocidad escénica tan emparentados con los de la diva italiana. Pero Tita fue única. En su arte y en la vida.
Nació en la pobreza y conoció los sinsabores de la vida rústica desde niña. Analfabeta hasta los veinte. Amó y fue amada, pero todo eso se le escabulló como arena entre las manos, demasiado rápido, sin poderlo poseer. Marcas que nunca logró cicatrizar y que la acompañaron hasta el final, en soledad, solo rodeada de misticismo.
Vivió su vida como un drama. En el escenario, en cambio, su cuerpo menudo, su baja estatura, crecían y se plantaban dejando sin respiración a la platea. Inigualable.
Había sido una vida larga y esforzada. Cuando era una niña fue boyera en el campo, trabajando a la par de los hombres. No se alfabetizó y, ya mayor de edad, aprendió a leer y escribir. Eran tiempos donde se ofreció para trabajar en un cabaret porteño y cuando le preguntaron qué sabía hacer respondió: “tengo veinte años”. Le miraron las piernas y el desenfado. Y ahí nomás aprendió sola a cantar.
Fue la morocha argentina. La “mina” que hizo de la Calle Corrientes su guarida, como la casquivana Ivette de su milonga más famosa y, sobre todo, fue la estrella que sobresalió sin importarle el qué dirán. “¿Por qué pierden la cabeza ocupándose de mí?”, bramaba en aquella otra canción que convirtió en su himno.
Tita vivió como un lamento de tango, esa fue su forma. Así padeció. Y así murió. Ella misma escribió la carátula de su propia leyenda. Partió horas antes de la Navidad de 2002, encomendada a Dios. Su Dios.
Triste, solitario y final
El final de los mortales a veces resume sus vidas. Con Tita fue así. Eligió la soledad aún cuando estuvo rodeada. Su familia de sangre era ínfima, por eso había adoptado a lo largo de su vida a personas que la acompañaron, contuvieron. Aquella secretaria llamada María Rosa, el actor Osvaldo Pacheco, el encargado del edificio donde vivía en la calle Rodríguez Peña, Mercedes Carreras y Enrique Carreras y ese médico que le dio cobijo en su fundación.
Tita Merello pasó los últimos años de su vida hospedada en el nosocomio creado por René Favaloro, el eximio hombre de las ciencias médicas que segó su propia vida. Con extrema generosidad, Favaloro le ofreció una suite de su clínica especializada en cardiología para que allí viviera. Tita aceptó la invitación, pues no sólo estaba controlada su salud, ya frágil, sino que allí también encontraba el apoyo emocional, el cariño que necesitaba.
Pero fue durante esos años, cuando recibió dos golpes que diezmaron su ánimo y también su físico. En 2000, ya con 96 años, no pudo entender el suicidio de René Favaloro, ese hombre que se convirtió en su protector. Tan duro como fue, pocos meses después, la muerte de Pascual, su único hermano. Tita jamás se recuperó de esas dos pérdidas y sus últimos dos años de vida los pasó inmersa en su ostracismo y en una inquebrantable fe religiosa.
Estampitas, rosarios y cruces. Alguien le llevaba agua bendita. Tita encontraba en la eucaristía, el consuelo. Y también escogía, en ese misticismo de clausura, lo que entendía, quizás, como un sosiego, y hasta un perdón a una vida libre y padecida.
En el nosocomio, las enfermeras cumplían su rol, pero también eran quienes acompañaban a una Tita poco visitada, un poco por olvido del medio y otro poco por su carácter irascible y su deseo de no recibir gente.
Las enfermeras, en cambio, se habían convertido en su compañía permanente. Eran ellas quienes la sacaban en silla de ruedas a dar una vuelta por la avenida Belgrano, donde se ubica la sede de la Fundación Favaloro. Tita pasaba desapercibida para la gente. Ya no era la misma, sus facciones habían cambiado. Un sombrero y el grueso abrigo del invierno camuflaban aún más a la estrella. Muy pocos reconocían a aquella abuelita que se paseaba mirando a ese Buenos Aires transformado que no era el que ella había pateado desde su temprana juventud.
Si en la Fundación Favaloro las enfermeras la cuidaban con esmero, antes de su reclusión allí, Tita había sido “adoptada” por la familia Carreras, el querido clan del espectáculo argentino liderado por la actriz Mercedes Carreras y el director de cine Enrique Carreras. Ellos, junto a sus hijas María, Marisa y Victoria, cuidaron de la Merello convirtiéndola en una abuela postiza de la familia.
Mercedes Carreras dejaba de lado sus brillos como actriz y no dudaba en ponerse a cocinar para Tita y alcanzarle a su departamento de Barrio Norte la alimentación que la diva necesitaba.
En el excelente documental Merello por Carreras, dirigido por la actriz Victoria Carreras, puede verse de primera mano aquellos momentos de intimidad familiar donde Tita era una más en el piso de la avenida Santa Fe que los Carreras habitaban en Buenos Aires.
En Mar del Plata, la otra ciudad escogida por el clan para desarrollar su trabajo artístico y vivir durante seis meses por año, Tita realizó sus últimas temporadas teatrales. La revista familiar Para alquilar balcones y el recital Los lunes de la Merello, dirigidos por Enrique Carreras, fueron la despedida de Tita de la escena nacional. En el cine, el director la despidió con el policial Las barras bravas.
Faltaban pocos años para que Tita se recluyera junto a Favaloro para nunca más volver a actuar. De a poco se iba apagando, sin poder olvidar aquellos dolores que la marcaron para siempre.
El dolor del desamor
Tita Merello conformó una pareja idílica con Luis Sandrini. Ella ya era la estrella, pero el actor transitaba un momento de creciente reconocimiento y popularidad. Se habían conocido en la filmación de Tango, la primera película sonora del cine nacional estrenada en 1933.
Corría el año 1942 y, si bien Sandrini estaba casado con la actriz Chela Cordero, el sentimiento por Tita fue muy fuerte, terminando con su matrimonio para iniciar el vínculo con ella. Tita y Sandrini eran la pareja de moda, convocados a eventos y estrenos. Salían en las tapas de las revistas de espectáculos y eran muy queridos por el público.
La relación entre los actores, que no tuvieron hijos en común, marchó bien hasta que a Luis le surgió una oferta laboral para ir a filmar a España. En simultáneo, Tita recibió la propuesta para protagonizar Filomena Marturano, la pieza de Eduardo de Filippo que se convirtió en uno de los clásicos de su repertorio, lo cual hacía imposible que pudiera acompañar a su marido.
Se dijo, y quizás sea parte del folklore anecdótico, que él le habría dicho que, si no lo acompañaba a España, la pareja se disolvía. Tita, mujer que no se ha dejado manipular, y muy conocedora de su carrera, decidió protagonizar la obra teatral. Sandrini cumplió con su palabra y se marchó a España, pero también dando por terminada la relación con Merello.
La finalización del vínculo jamás pudo ser superada por la actriz. Tita quedó devastada ante la ausencia del gran amor de su vida, quien años más tarde se casaría con otra actriz, Malvina Pastorino.
Una fuerte depresión se apoderó de la Merello, que nunca más formó una pareja estable y que conservaba en su casa una silla que nadie podía utilizar porque era la que utilizaba “él”. Tita casi no lo ha nombrado en público, pero, en 1992, decidió aceptar la invitación de Susana Giménez para conversar en público con Malvina Pastorino. “Ella fue la mujer de toda la vida y yo el amor de una época”, cerró la Merello aquella charla para coleccionar.
Tita Merello padeció el amor. Y la pérdida de Sandrini le conformó una coraza infranqueable de dolor que nunca pudo superar, de igual modo que aquella mancha que, años después, le endilgaron sin pudor.
El dolor de la mentira
Tita Merello podría ser considerada como la “Actriz de la Nación”. Los mayoritarios sectores populares la idolatraban. Seguramente por ese vínculo auténtico, durante el gobierno de facto que comenzó a gobernar el país en 1955 se entendió que debía ser silenciada. Así se manejan las dictaduras y los opresores. Había que expulsar a Tita, a quien ni siquiera una afiliación política podía ser puesta como perverso justificativo.
Tita, una mujer de bien y querida, era una figurita difícil de correr de la escena pública, así que, a las autoridades de turno, no se les ocurrió mejor idea que involucrarla en un hecho delictivo vinculado al contrabando de té. Suena irrisorio, lo era, pero Tita Merello debió abandonar el país acusada de tal delito.
México fue la escala del destierro. Al tiempo pudo volver a la Argentina y, escasa de recursos económicos, el ahorro no fue su fuerte, terminó trabajando en kermeses de poca monta junto a otro prócer del espectáculo nacional: don Hugo del Carril, un artista y un hombre de ética intachable, simpatizante del peronismo, que también pagó su ideología con la censura. Sin embargo, el paso del tiempo hace lo suyo. Los dictadores pasan y los artistas quedan, imposibles de borrar en el afecto de sus pueblos.
El mito
Trascendió y será mito para siempre. Su personalidad iracunda, de pocas pulgas, y su enorme talento autodidacta la convirtieron en ser especial. Se animaba a decir lo políticamente incorrecto. Acaso por eso, su agenda de amigos del ambiente artístico, y también fuera de ese círculo, era concisa.
Cuando ya había dejado de actuar y era escuchada por sus historias de vida y por sus consejos, no dudaba no sólo en incentivar a las mujeres a hacerse sus estudios ginecológicos con regularidad (“hacete el Papanicolau, muchacha”), sino que también impulsaba a los varones a revisar su genitalidad. Gracias a los estudios médicos, pudo salvar su vida.
Tita Merello se salió de la norma. Cierto halo de misterio también se apoderó de ella. Le faltaban dos años para cumplir su centenario, pero su cuerpo y su alma cansada marcaron el punto final.
Faltaban horas para la Nochebuena de 2002. Antes de una nueva celebración del nacimiento cristiano, Tita partió. Encomendada a Dios y honrando a la Navidad, como sostuvo Dickens.
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