Thom Yorke: el arte de provocar miedo a través de la música
El estreno de un disco como un acontecimiento trascendental: una heroicidad al alcance de muy pocos, quizá solo de Thom Yorke. El hombre que al frente de Radiohead reactivó la languideciente imaginación de la industria fonográfica (discos editados sin previo aviso u ofrecidos para su libre descarga a cambio de "la voluntad") consiguió la noche de este jueves que el estreno de su nuevo álbum en solitario fuera un episodio extraordinario, singular e inquietante. El visionario del art-rock ha entregado hora y media de música para Suspiria, la nueva película del siciliano Luca Guadagnino inspirada en el clásico de Dario Argento. Y sí, sugiere oscuridad y desasosiego, e incluso consigue sonar a su ilustre autor, aunque casi todo el minutaje sea instrumental.
Suspiria no verá aún la luz hasta el 26 de octubre, al igual que el largometraje, pero la discográfica del británico, XL Recordings, organizó escuchas puntuales por ciudades estratégicas (Nueva York, Londres, México, Tokio, Milán, París, Madrid) ante públicos muy restringidos y en lugares emblemáticos. El escogido en el centro peninsular fue el imponente Salón Embajadores de la Casa de América, quién sabe si por avivar la curiosidad de los fantasmas de este palacio, a los que imaginábamos encantados con la visión espectral de lámparas y columnatas apenas iluminadas por una mortecina luz rojiza. Para darle más empaque a la ceremonia, los asistentes debieron desprenderse de sus móviles a la entrada, no fuera alguno a cometer travesuras poco respetuosas con el copyright.
En semejante entorno y circunstancias, y más aún con un sonido envolvente, la escucha de Suspiria se torna una experiencia fascinante. Que no sencilla, conste, y menos aún en su árido último cuarto. Como con toda banda sonora, Yorke (Wellingborough, 1968) ha de plegarse a las exigencias del guion y sonar a ratos como cabe esperar de la música para un film de terror. Pero estamos ante un maestro en el arte del desasosiego, y en una partitura tan extensa dispone de margen para desplegar todo su arsenal de congojas y sobresaltos.
Por el doble álbum desfilan fragmentos ambientales con cierto aire de psicofonías, coros eclesiásticos empapados en lisergia, efectos de pasos y goznes, pianos con mucha resonancia cuyo minimalismo remite a Michael Nyman, conexiones con la tradición monocorde hindú o inquietantes pasajes en cinco por ocho. Hay cuerdas, electrónica, alguna flauta y muy poca batería, que además suena como si el ingeniero la hubiera sepultado en alguna cueva remota. Y tres o cuatro canciones bellísimas, con Yorke en modo de salmo.
Queda la sospecha, como acostumbra a suceder en estos casos, de que estas nuevas páginas se comprenderán y disfrutarán mejor con su soporte fílmico que como una mera suite contemporánea. Por supuesto, tampoco servirán para saciar la sed de los millones de admiradores de Radiohead, a los que ya A Moon Shaped Pool (2016) dejó más bien poco ahítos. Pero nos encontramos, con todo, ante el mismísimo Thom Yorke. Eso se nota, incluso cuando no abre la boca, que es casi siempre. Y sí, mete miedo. Guadagnino habrá sonreído; los espectadores, no tanto.
Por Fernando Neira - El País
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