La actriz que se destaca en el film de Netflix, Claroscuro, viene llevando adelante una ascendente carrera con personajes que pueden vivir en sagas populares o en producciones de autoría
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La aparición de Tessa Thompson en la reciente Claroscuro, auspicioso debut de Rebecca Hall Hall en la dirección y seria apuesta de Netflix para la próxima temporada de premiación, revela algunos de los matices más interesantes del arte tras sus interpretaciones. ¿Qué hay en ese cristalino blanco y negro, en ese enigma que habita en el rostro de su Irene, de su explosiva aparición en Creed, allá por 2015? ¿O de la furia iconoclasta de Valkyria en sus humoradas dionisíacas con Thor? ¿O de la Agente M de la reciente versión de Men In Black? Su rostro ha adquirido popularidad en un camino que muchas actrices asumen en esta era tan peculiar de la fama: un paso hacia las sagas y el Marvel Comic Universe; uno hacia los ejercicios de autoría. O, en otros términos: un asomo en el mainstream, en la construcción de un personaje con proyección y continuidad, que se despliegue en precuelas, secuelas, reboots y todos esos meandros; un guiño a esa dimensión de la interpretación adherida a lo singular, a la película unitaria como último camino de encuentro con la permanencia en la memoria colectiva.
Claroscuro se define en esos márgenes más estrechos y arriesgados, pese a estar incrustada en el catálogo de una plataforma masiva como Netflix. Basada en la novella de Nella Larsen y ambientada en la década del 20 en Nueva York, retrata las tensiones raciales desde un prisma innovador, que asume la forma fílmica como perfecto enclave de representación. La Irene de Tessa Thompson realiza sus compras en la zona blanca de la ciudad, protegida por la claridad de su piel, la posibilidad de pasar desapercibida ante cualquier mirada inquisitoria. El encuentro con una vieja amiga del colegio, la visita a su suite durante una tarde de calor sofocante, la enfrenta tanto a sus miedos como a la conciencia de su afirmación. Claire, interpretada por una platinada Ruth Negga, representa la vocación de ese camuflaje, la integración a un mundo que la desprecia al precio del silencio de su propio origen. Pero Claire también encarna un esplendor inusual para Irene, una osadía que roza la temeridad, un reencuentro con una encrucijada en su vida que parecía quedar lejos, dormida en el pasado.
Irene siempre es un misterio para el espectador. Pese a ser la conductora del relato –de hecho Netflix piensa hacer campaña para ella como actriz principal en la contienda por el Oscar, y para Negga en la categoría de actriz de reparto- sus sentimientos son esquivos, confinados al encuadre opresivo –un riguroso 1.33:1, heredero del cine clásico-, iluminados apenas por los destellos de luz que llegan desde el afuera. En una reciente entrevista con Indiewire, la actriz señaló que “le resultaba difícil interpretar a alguien que nunca muestra la plenitud de su experiencia. Para una actriz, el desafío es revelar lo suficiente del personaje como para que la audiencia se interese, pero nunca demasiado para que siempre persista el enigma de lo que está sucediendo. Porque, en el fondo, Irene tampoco tiene acceso a esa verdad sobre ella misma”. La risa incómoda de Irene ante el obsceno racismo del marido de su amiga –un inquietante Alexander Skarsgård- es más que una espontánea protección, es el enfrentamiento con aquello que no siempre puede, o quiere, ver de primera mano.
El registro de Thompson se apoya en la persistente restricción de su mirada: son apenas fragmentos de una vida, de su matrimonio y maternidad, su activismo en el Harlem, los bailes de sociedad. En cada una de esas interacciones está la pregunta por quién es: en la relación con la mucama que trabaja en su casa, que la invade de culpa y justificaciones; en los coqueteos con un célebre escritor de piel blanca, que le permite ver la causa racial desde afuera, contagiarse de su militancia como si fuera ajena; en la intimidad con su marido, en la dinámica de esa familia, con sus roles distribuidos, su repliegue frente a los embates del exterior. Es interesante cómo Irene experimenta la llegada de Claire a su vida, su presencia en el seno de su familia y en la intimidad de su círculo de amistades; una mezcla de sentimientos encontrados, tensiones y deseos, que Thompson expresa como la entrada a un territorio minado pero fascinante, en el que la voluntad se desgrana en la acción intempestiva de sus sentidos, la intoxicación de todos los imposibles que termina descubriendo.
Thompson ya había encarnado esa peculiar alianza entre melodrama y racismo en Silvye’s Love (2020 –disponible en Amazon Prime Video), escrita y dirigida por Eugene Ashe, que retrata el amor de una joven aspirante a productora de TV y un saxofonista en la Harlem de los 50. El entorno podría emerger de uno de los clásicos de Douglas Sirk, en los que la irrupción de los conflictos sociales erosiona el entorno íntimo y familiar de los personajes, y esa consciencia de su disgregación adquiere grandeza en la forma. Pero Ashe la contagia de los ritmos de la época, los cambios de lenguaje que trae el furor de la TV y el inminente free jazz de Coltrane, y Thompson asume las constricciones del deber como cadenas invisibles, a las que agita con pasión y entrega, en la persecución de su vocación, en la resistencia a los mandatos, en la insistencia misma en el amor.
La experiencia de la alienación femenina, que la propia Thompson rastrea en hitos como Una mujer bajo influencia (1974) de John Cassavetes, adquiere en su piel la contracara de la explosión de Gena Rowlands: la sensación de una corriente subterránea que desestabiliza a sus mujeres, que las mantiene al filo de la cornisa. Para Irene, “ese espacio que se deshace ante sus ojos sin que lo perciba es casi hitchcockiano, fronterizo entre lo real y lo imaginario, un retazo del paisaje de su propia mente”. Thompson consigue impulsar esa experiencia hacia el espectador a partir de su constante desplazamiento sobre los límites del encuadre, seccionada por los cortes de montaje, difusa en el fuera de foco, expulsada de ese mundo en el que se sentía confortable por la silenciosa invasión que encarna Claire. La progresiva adherencia de los dos personajes a su opuesto –la envidia de Claire de la pertenencia de Irene a su raza, la fascinación de Irene por un deseo que no se atreve a pronunciar- es clave para la tensión de esas dualidades, la crisis de esas categorías estancas en las que el orden social quiere encasillar a todas sus criaturas.
Thompson parece familiarizada con los juegos de opuestos y la conformación de dúos protagónicos en muchas de sus películas. No solo parejas mixtas como las que formó en Thor: Ragnarok (2017 –disponible en Disney+) y Hombres de negro: Internacional (2019 –disponible en Amazon Prime Video y Movistar Play) con Chris Hemsworth, aliado perfecto en los ritmos de la comedia, sino en otros territorios más ambiguos, como el que exploró en Cruzando la línea (2018 –disponible en Flow) junto a Llily James. En la ópera prima de Nia DaCosta, directora de la nueva Candyman, Thompson vive los ecos de la muerte de su madre adoptiva luego de una larga enfermedad, el intento de alejarse del tráfico de opiáceos y cumplir con las demandas de su libertad condicional, las amenazas de desalojo y el horizonte de un nuevo trabajo que puede anunciarle un posible futuro. La compleja relación que la une a su hermana Deb (James), marcada por el fracaso de su anhelo de emancipación y un entorno opresivo y desgarrador, consigue delinear esa América profunda, signada por el abandono y la marginalidad, heredera de la concepción de la frontera como límite entre sueños y renunciamientos.
Mundos escindidos, territorios fronterizos, juegos de opuestos, son todas constantes que se despliegan en el camino de la ficción de Thompson, que en Claroscuro adquiere aún mayor consciencia en el decidido abordaje de su interpretación. “Me interesaba trabajar la ambigüedad del personaje, en todos los órdenes, que no se les permite a menudo a las mujeres protagonistas y particularmente a las mujeres negras. Creo que mayormente interpretamos personajes que son funcionales en una narrativa, y cuyos matices interiores, sus contradicciones, quedan fuera de la perspectiva”. En la estilizada y estricta mirada que Hall define en su película, Tessa Thompson congrega todas sus ambivalencias, morales y estéticas, precarias y definitivas. Su silueta asume el misterio como centro y forma, como comunión íntima con ese mundo interior que allí se esconde.
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