Alberto Ajaka es un talentoso actor que reflexiona de manera sensible sobre su intenso trabajo, en tiempos donde desarrolla un gran personaje sobre el escenario del Multitabarís, en Lo que queda de nosotros, junto a Carolina Ramírez
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Alberto Ajaka es un profeta místico, un actor, dramaturgo y director consagrado, un cocinero dedicado, un arquitecto amateur, un Freddy Krueger que se aparece en los sueños de un maestro de obra, un gráfico de 20 años de carrera, un perro llamado Toto, un hombre al que se le negó el don de la síntesis y un adicto cuya droga es actuar. Todo eso (y más) es este actor de 49 años que además es porteño solo de nacimiento porque se crió en Ramos Mejía. Dueño de una personalidad locuaz y como de mil matrioshkas que se abren una y otra vez mientras su boca exhala palabras y más palabras; y salen pasiones y temas, definiciones y títulos de su vida, todos interesantes. Es el hombre que, de miércoles a domingos, interpreta por las noches al perro Toto en la obra Lo que queda de nosotros, en el Teatro Multitabarís Comafi y es también quien persigue en sueños –de tanto llamarlo– a quien le realiza las refacciones en su casa: Ajaka comandará la quinta remodelación en su hogar en diez años. Es la persona que se deshizo de su piel de gráfico a los 37 años –con una fábrica a cargo de 60 personas que pasó a dirigir uno de sus hermanos– para mutar en un multifacético artista que conmueve en escenarios, televisores, cines y plataformas digitales por igual.
Durante la primera media hora de la charla con LA NACION, Ajaka no puede despegarse de su logro del día: ha comprado un mármol suculentamente económico con el que hará una mesa para su amada cocina. Cuando llega la hora de hablar de teatro, el actor suelta su primera definición: “El artista tiene que hacer su labor bien para hacer el bien, hacerlo con riesgo, para que produzca un hecho revolucionario en la escena, chispeante; para que ocurra eso que uno después ve y se da cuenta de que es algo que está vivo”. La frase no llega de la nada; surge a propósito del relato de dos golpazos que Ajaka se dio durante las funciones de Lo que queda de nosotros, a partir de una peligrosa maniobra en la que, por cuestiones dramáticas, decidió cerrar los ojos en escena: el primer golpe fue hace unas veinte funciones y se dio la frente de lleno contra el filo de un banco de madera; el último, la semana pasada, lo hizo salir volando a tal punto que tanto su compañera (la actriz colombiana Carolina Ramírez) como el asistente de dirección de la obra pensaron que se había matado. Para Ajaka aquellas experiencias fueron “fantásticas, extraordinarias”; el actor adora los accidentes en escena y los relaciona en parte con el “riesgo” que, dice, es necesario que asuma un artista.
–Hablás de riesgo al actuar, ¿cómo promovés una situación de riesgo en el escenario?
–Es temerario. Cerrar los ojos, por ejemplo. Esa es la verdad escénica: estar dispuesto a arriesgar la vida. Algo que, por otra parte, no es nada del otro mundo, porque todos lo hacemos en cualquier actividad. De manera icónica uno pensaría en un boxeador, un periodista de guerra, un bombero, una enfermera durante el Covid... Para mí, en el teatro es el mismo asunto. No soy gil, sé que hay una sola vida, pero está mi vida puesta ahí. En el escenario está mi vida, en lo que yo hago. ¿Es un poco temerario? Sí, hay riesgo de muerte, pienso yo siempre. Algo puede pasar... Pero creo que uno se afirma ahí. Hay una frase que dice que “hace falta mucho coraje y voluntad para que una bondad sirva de algo”. A mí no me sale mucho hacer el bien, más allá de que soy una persona más o menos decente. Yo la única manera que tengo de hacer el bien es esa, en escena, eso es lo que mejor puedo dar, es ahí donde yo arriesgo la vida, donde doy la vida por el otro.
Ajaka trae otra anécdota –también de golpes– para ilustrar aún más su posición. “Cuando hacía Ala de criados, de Mauricio Kartun, yo tenía un monólogo final que era muy bueno, un momento dramático importante, pero habíamos pasado las doscientas funciones y ya sentía que la escena estaba gastada: el tipo estaba encadenado y decía todo un monólogo en torno a la clase media, como de una página. Así que, en una función en el viejo Teatro del Pueblo, me salió de la nada empezar a golpearme la cabeza contra el escenario. Kartun justo había viajado y faltó dos o tres semanas de funciones. Cuando volvió y vio la función, vio la novedad y me dijo: ‘Está muy bueno eso, Beto, pero si te vas a golpear la cabeza todas las funciones, te va a salir un coágulo’. Él me lo dijo suponiendo que eso acababa de ocurrir por primera vez y yo venía ya de dos semanas dándome cuatro o cinco cocazos contra la madera, que además tenían que sonar para oírse… Tá, tá, tá. Yo no había tenido presente esto del coágulo y no soy tonto ni suicida, pero lo seguí haciendo un tiempo más. Ponderé lo que me dijo, en una balanza en la que también estaba mi decisión de hacer ese gesto y el rebote, la felicidad escénica. A eso me refiero con que el teatro es también un encuentro amoroso y con que tiene un riesgo bárbaro: así es el amor, hay riesgo”.
De golpe, Ajaka es puro fervor. El director del Colectivo Escalada –para el que ya trabaja en un proyecto llamado Opereta en el funeral y requiem para un bufón– empieza a hablar en un aquí y ahora que es necesario traducir: “Algunos dicen: ‘Es lindo venir a actuar’. ¡Qué va a ser lindo! Es horrible, lo lindo es actuar, pero yo no me entero antes, eh. Yo acá (NdeR: la entrevista es en su camarín) no me entero. Yo me iría ahora a mi casa, ahora mismo (falta una hora y media para la función). Yo me entero en el escenario. Acá no pasa nada, no hay teatro acá. Ni cuando nos damos el abrazo para salir a escena con mi compañera. No hay teatro hasta que ocurre. Y cuando ocurre, no me quiero bajar. ¿Por qué? Porque todo lo que hice ahí es mejor, es la afirmación de mi individualidad en un rito milenario, es mi condición chamánica para con mi sociedad, para la comunidad que yo habito, es mi sacrificio, lo que yo puedo ofrecer. Ese es el riesgo que yo corro. Más allá del camarín, las cositas, el aplauso, la cochera paga, la foto y el grito en el final. Todo está buenísimo y lo disfruto, también celebro el cariño, pero no hay nada si no está lo otro. Quizá porque empecé de grande, pero para mí lo único que vale es actuar”.
–¿Y por qué empezaste a actuar?
–Porque un día fui a actuar y fue como una droga. Se me inoculó un veneno, pensé, y ahora estoy contaminado y se me jodió la vida para siempre. Lo supe a los 28 años cuando tomé la segunda clase de teatro porque fue en esa cuando pasé a hacer una improvisación. Lo supe como una verdad revelada porque yo era un escéptico total y despreciaba bastante la actuación porque me parecía un arte menor. Pensé: me cagué la vida. Y efectivamente, diez años después, tuve que abandonar el que yo era, durante una década fui haciendo un exilio de mis vínculos, de mi vida, de mi mundo, y entrando en otra frecuencia, en otro mundo.
–¿Qué creías cuando subestimabas la actuación?
–Con el diario del lunes es cierto que uno puede decir cualquier cosa. Yo no sé porqué empecé a actuar, pero ahora puedo sospechar algunas cosas. Yo no tenía ni materia pendiente, ni ninguna deuda por haber respetado un mandato. No sé bien qué creía... Veía bastante cine y me gustaban las historias, pero no pensaba mucho en la actuación. Yo creía que eso que veía lo podía hacer yo y quizás eso me hacía subestimar la actuación.
–No pareciera casualidad que habitualmente digas que lo que te gusta cuando actuás es sentir que el que te está viendo crea que no lo puede hacer.
–Sí, exacto, lo que sentís que no podés hacer. Como cuando ves a Chaplin, a Vittorio Gassman, a Urdapilleta, lo difícil, la maniobra, lo complejo... Cuando empecé a hacer teatro, vivía solo en un dúplex de Ramos Mejía, y al mes me empapelé todas las habitaciones con ejercicios de Grotowski, Eugenio Barba, tenía toda la casa empapelada. Me afiebré, me gusta pensar que me volví un profeta de esta actividad, como tantos otros.
–¿Qué es ser un profeta del teatro?
–Bueno, lo que hace un profeta. Bob Dylan, para mí, es un profeta. Un divulgador, un anunciador, un místico. Me siento así, uno de esos: hago teatro, tengo mi compañía, dirijo, escribo, y lo hago desde el mismo momento en el que empecé a actuar. Con mis compañeros era insoportable hablando de teatro. A ver, yo no hago teatro para ir a comer un bife de chorizo después. Yo no quiero ir a comer con nadie después. A veces sí, y la pasamos genial, pero me refiero a otra cosa. Hay unos reportajes de Alberto Olmedo, un actor enorme, con los que me puedo identificar. Él decía: “Cuando termina la función, yo necesito estar un ratito solo”. Yo salgo de la función y después me empiezo a apagar... Llego a mi casa, por ahí están todos durmiendo, me abro un vino... La realidad se tiene que narcotizar para que tenga el mismo valor; por eso el artista y sus deslices. Porque se hace insoportable.
–¿Qué se hace insoportable?
–El después. Yo, después, no soy tan bueno.
–Decías que no actuás para comerte después un bife de chorizo. ¿Para qué actuás?
–No sé... Para que otro no actúe por mí.
–¿Y qué significa eso?
–Para ser yo. Para firmar mi individualidad. Para afirmarme, para ser real. En medio de esa fantasía yo soy real. Ahora también es mi trabajo. Yo quise actuar, después vino todo lo demás, pero podría no haber venido. En ese instante fugaz de la actuación, para mí, está la realidad. Por supuesto que la realidad aparente, la de la vida cotidiana, contiene momentos extraordinarios de bienestar y alegría; y también de tragedia y tristeza: las muertes, los nacimientos, el sexo, las drogas, el amor erótico, el amor filial, el fervor, Messi... Pero también lo encuentro cuando actúo.
Detrás de la efervescencia de Ajaka, que le hace olvidar que perdió su billetera cuando fue a buscar el mármol para la mesa, detrás de su labia encantadora, hay una pared y un perchero del que cuelga su vestimenta, esa que usa para hacer de perro en Lo que queda de nosotros. La obra, escrita por Sara Pinet y Alejandro Ricaño y dirigida por el propio Ricaño (en la Argentina, la dirección actoral es de Virginia Magnano), es toda una aventura escénica: junto a Carolina Ramírez, su única compañera en escena, deben permanecer en el escenario de principio a fin, durante los intensos 70 minutos de función en el Teatro Multitabarís Comafi.
Así como todo Ajaka es un entramado infinito de matrioshkas, también su perro Toto es una composición tejida con hilos imaginarios de todas las clases por la mente del actor. “Mi asociación principal es el Rayo McQueen y una parejita que me encontré camino al teatro durante los ensayos. Cars es una de mis películas favoritas y el Rayo, como Toto en la obra, en un momento cae. Y después esta parejita que me encontré saliendo del subte: estaban con un bebé en un colchón, ahí en el subte, y jugaban con el bebé. Y todavía estaban ahí... Algo los sostenía. No se puede estar en un colchón en un subte, ninguna persona debiera estar ahí, y sin embargo, ahí, esos pibes todavía creían en algo, por lo menos en el amor, en algo creían porque estaban jugando con la criatura. Yo no lo podía creer, que alguien sostenga algo de humanidad en esa situación de mierda. Y eso también es Toto. Porque Toto es un perro desclasado, un perro que cayó en la calle”.
Está claro que para comprender en su total magnitud la composición de este conmovedor perro –y también a Crispín, otro can que el actor encarna– será necesario que el lector o la lectora de esta nota vayan a ver la obra, lo que se recomienda enfáticamente por la pieza en sí y también para entender estas y otras referencias propuestas por Ajaka, como los Cuentos del Ártico, de Jack London o la literatura de Osvaldo Lamborghini y de Copi, que a su vez se suman a esta rica lista. También está allí Chango, el propio perro de Ajaka, al que encontró abandonado en la esquina del Sportivo Teatral y que hoy está enterrado en su casa luego de una hermosa vida que los tuvo diez años juntos. También aparecen en esa lista Pedro, Elena y Antonio, los hijos del actor, que se ilusionó porque esta por fin sería la primera obra suya que ellos verían. Incluso su propio miedo a los perros –que superó de la mano de Chango– está allí.
–¿Con qué se va a encontrar quien vaya a ver la obra?
–Con la historia de una chica, Nata, y la historia de un perro, Toto. Sus aventuras y sus peripecias para encontrarse luego de un desencuentro. Una obra apta para todo público. Así como Hamlet lo que dice es un no al “ojo por ojo, diente por diente”, que es una mirada política, Lo que queda de nosotros habla de la posibilidad de resarcirse y de la voluntad animal de buscar compañía en épocas donde la soledad elegida está promovida de alguna forma por el confort. Creo que si esta obra tuviera un mensaje, tendría que ver con algo que excede el plano de cuidar a los perros y que tiene que ver con el no quedarse solo. Yo me habilito la soledad, pero en manada. Es importante no quedarse solo.
Quien vaya a Lo que queda de nosotros, mejor que se apure: tiene tiempo hasta el 5 de marzo. Allí verá a Ajaka ejercer la actuación bajo sus propias premisas. “El riesgo de muerte en la actuación también tiene que ver con salirte de la realidad –dice–. No es el personaje en el que te quedás metido: yo no voy después de la obra a orinar en una plaza. Es el fenómeno que te atrapa: yo no soy en nada igual al que soy cuando estoy ahí. Tendría que salir a robar un banco para sentir la misma adrenalina. Y no podría. Pero acá, puedo todo: yo espero flotar un día, como en los sueños. ¿Viste que en los sueños uno flota? Yo sé que un día, en un escenario, voy a flotar”.
Para agendar. Lo que queda de nosotros, de Sara Pinet y Alejandro Ricaño. Funciones: miércoles, jueves, viernes y domingos, a las 21; sábados, a las 19.30 y a las 21.30. En el Teatro Multitabarís Comafi, avenida Corrientes 831.
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