Tania, la española que sorprendió a Gardel, fue amiga de Evita y, de la mano de Discépolo, ofició de controvertida primera dama del tango
La cantante y actriz vivió hasta los 90 años con una jovialidad envidiable, pero su larga vida estuvo signada por vínculos complicados y constantes desafíos: murió el 17 de febrero de 1999, rodeada de recuerdos y anécdotas
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No hay dudas sobre su importancia en el mundo colorido y eterno universo del tango. También hay consenso, entre los que la conocieron, de que era puro talento y una mezcla perfecta y llena de gracia entre la astucia andaluza y la viveza criolla. Sin embargo, es imposible contar su historia sin explicar que fue tan amada y admirada como criticada y mirada con recelo. Porque más allá de una artista completa y esencial, Tania fue una figura controversial.
Ni siquiera es posible precisar la fecha de su nacimiento. Ella aseguraba haber nacido en Toledo el 13 de octubre 1908, pero algunas versiones indican que su alumbramiento se produjo varios años antes y otras biografías indican que dio sus primeros pasos mientras moría el siglo XIX. Incluso, al recibir en 1993 la Orden de Isabel la Católica de manos de Juan Carlos de España, el mismo rey mencionó que tenía 94 años.
Lo cierto es que su vida fue tan larga como interesante. Su verdadero nombre era Ana Luciano Divis. Era la menor de los cinco hijos de un militar que oficiaba como director de la Banda Musical de Toledo y un ama de casa. La armonía y la alegría en su hogar duró poco: su padre murió cuando ella era una niña. Fue en ese momento en el que nació su carrera sobre los escenarios.
Pequeña orgullosa
“Desde pequeña me gustó actuar en teatro. En mi colegio en Valencia, formaba parte de un grupo que decíamos versos, dábamos obras de teatro, trozos de zarzuelas”, le contó la artista al periodista Antonio Rodríguez Villar. Fue en esa época cuando adoptó -por pedantería, según ella misma explicaba- el nombre artístico que la acompañaría durante toda su vida. “Entre mis compañeras había una niña que se llamaba Tania, hija de rusos. ¡Y me encantaba el nombre! Para actuar, había decidido llamarme Ana Luciano, pero en ese tiempo, mi hermana que actuaba con su verdadero nombre, Isabel Luciano, y como ella cantaba muy bien y ya era bastante conocida, le dijo a mi madre: ‘Mira mamá, me parece que Anita no debiera ponerse Ana Luciano, porque mi nombre es grande y esta chica recién empieza. No sabemos si podrá seguir en el teatro o no...’. Todo eso parece un poquito ridículo, pero fue así” explicaba.
En los primeros albores de su adolescencia, ya realizaba giras por las localidades cercanas. Y no era una más de la troupe: era la que abría, sola, los espectáculos. A los 18, ya contaba con su propia compañía y emprendió una gira por Barcelona y Madrid que la llevó, también, a conocer a su primer amor. En aquel viaje coincidió con el Trío Mexican y se enamoró perdidamente de uno de sus integrantes, Antonio Fernando Rodríguez, con quien terminó casándose en 1924 y teniendo a su única hija, Ana. Un año después, los dos se integraron a la Troupe Ibérica de Raquel Meller, que estaba encabezada por Teresita España y Pablo Palitos, el padre de la actriz Graciela Pal.
Un Gardel “” y el hombre de su vida
En aquella época, no había glamour ni cachets millonarios. “Nos salió un contrato para ir a Canarias, con mi marido, y cuando llegamos nos enteramos que teníamos que actuar en un circo. Estaba la jaula de los leones y mi marido me dio las castañuelas, él se puso las suyas y nos pusimos a ensayar con un pandero. Cantábamos ‘Vengo de Bohemia”, y escucho que mi esposo me dice: ‘¡No te asustes! Ahora van a salir los leones, pero no te preocupes, porque hay una reja que nos separa’. ¡Casi me muero del susto!”, contaba, a modo de ejemplo.
Con la misma agrupación viajó de París a Buenos Aires, para presentarse en el cabaret Maipú Pigall. “Era un epicentro social, con el motor de los ricos que malgastaban su dinero. Las artistas mujeres éramos allí las reinas mimadas. Lo que los empresarios tenían de regularmente atentos para con nosotras, lo tendrían, supongo, de tenebrosos para las milongueras”, definía Tania aquel espacio, emblema de una época. De allí, pasaron a Brasil. Fue en Río de Janeiro cuando, por sugerencia del guitarrista Mario Pardo, sumó a su repertorio un puñado de tangos: “Fumando espero”, “Sentencia” y “A la luz de un candil”. Ella aceptó, sin saber que estaba dando un paso fundamental en su carrera y en su vida.
Luego de presentarse en Montevideo, Fernández decidió regresar a España y Tania se dirigió a la Argentina. El matrimonio había terminado. “Al llegar acá noté que los cambios que me exigía el tango se prestaban a mi personalidad. Pero uno de aquellos señores de la sociedad porteña le dijo al empresario: ‘Si esta mina canta tangos, ¡yo me hago obispo!’. Cada vez que me encuentro con este abuelo le echo en cara su falta de palabra”, recordaba la artista ese primer encuentro con Buenos Aires. Aquí conoció a dos de los hombres más importantes del tango: Carlos Gardel y Enrique Santos Discépolo. El primero de esos encuentros le dejaría un gusto extraño. El segundo, al igual que la música ciudadana, se convertiría en un pilar fundamental de su vida.
“José Razzano le dijo a Carlos Gardel ‘Hay una chiquilina lindísima, que canta los tangos tan bien’. Él le preguntó de dónde era, pensando que era de alguna provincia y cuando le respondió que yo era de Toledo, Gardel respondió. “¡Sí que están bien los argentinos! Yo de Toulouse y ella de Toledo’. Finalmente, se acercó al Folies Bergère para oírme cantar. Luego lo volví a ver en un festival. Una expresión que le escuché me dejó estupefacta. Él estaba con sus guitarristas, y cuando los llamaron a escena les dijo: ‘Después de la ovación nos vamos’. Nunca volví a escuchar tal exabrupto de seguridad”, rememoraba la actriz, abonando la teoría de que el Zorzal Criollo había nacido en Francia.
Con Discepolín pasó algo parecido, pero el final de la historia fue bien distinto. ‘También fue a verme al Folies Bergère, que funcionaba en la calle Cerrito. Una noche Razzano me dijo que la noche siguiente cantara otra vez ‘Esta noche me emborracho’, qué él iba a venir con el autor, que era amigo suyo. Enrique, que ya tenía 26 años, nunca había ido a un cabaret. Suena a risa, porque es la edad en que los chicos iban a los cabarets. Pero así fue. Razzano le empezó a decir que yo era una chica que cantaba canciones españolas y que ahora cantaba tangos, que me querían mucho en el cabaret, que me habían prorrogado el contrato... Le contó mi historia y lo convenció. Enrique me oyó cantar su tango y al día siguiente me mandó flores”, resumía Tania aquel encuentro.
Un muchacho tímido
Lo poco que Tania sabía sobre Discépolo era lo que le había contado Razzano: que era un muy buen actor y, además, un reconocido autor de tangos. En ese momento, protagonizaba la obra Mustafá, escrita por su hermano Armando. “Un día nos invitó a mí y a unas amigas a tomar el té. A los pocos días nos invitó nuevamente. Fuimos a ver la obra. Yo pensé que con ese título, debía ser una de esas obras de Rodolfo Valentino... Y cuando llegué al teatro, -muy ignorante yo-, fue una sorpresa. Yo venía de España -y esto no es pedantería de española- donde había visto a Ricardo Calvo, a Lola Membrives, a esos grandes. Y cuando se levanta el telón, veo un tipo con un carrito que vendía cinta de hilera y decía: “Compre hilera señorita, pobre turco no vende nada”. Estaba también Luis Arata, que hacía el papel de un italiano... Me parecía en broma. Y luego salía el galán que me había estado mandando flores y pensé: ‘Ahora sí. Va a salir Rodolfo Valentino....’. Y no, era Enrique que hacía el papel de un pobre turquito que vendía cintitas de hilera, zapatitos, medias”.
Sincera, cuando terminó la función, le confesó a Discépolo que no había entendido nada. “Parece ser que después le dijo su hermano: ‘¡Qué ignorante es esa chica. No ha entendido!’. Y él le explicó que había llegado hacía poco tiempo. Trabajaban todas estrellas: Luisa Vehiì, Rosa Catá, Miguel Faust Rocha... Pero lo que yo no entendía era la obra, ni menos sabía quienes eran los actores. Y eran figuras que luego, al cabo del tiempo, fueron de mis mejores amigos”, relataba.
Lo cierto es que, según Tania indicó una y otra vez, Discépolo era mucho más tímido que ella, y no se atrevía a pedirle una cita a solas. “¡Yo lo quería llevar a tomar té a mi casa! Yo tenía un departamento muy lindo en la calle Uruguay en el que vivía con dos amigas mías y ahí tenía de todo. Yo quería que viniera, pero él, muy pudoroso, no aceptaba. Hasta que un día me dijo: ‘Alquilé un departamento chiquito pero lindo en la calle Cangallo, cerca del Tropezón. (...) Ya vivo ahí, pero solo. No con mi hermano. ¿Por qué no venís a tomar un café?’ ¡Yo encantada! Y fui. Pero por las dudas, me llevé una valijita con un desabillé, un batón muy mono lleno de encajes, unas chinelas y unas cosas más como para al día siguiente levantarme e irme a mi casa. Pero me quedé... ¡Me quedé para siempre!”, resumía.
La chica de la voituré roja
Sin embargo, la entrada en el círculo de amigos del autor no fue sencilla, sobre todo por la compleja relación que mantenía con su hermano. “¡Armando fue pedante desde el día que lo conocí!”, aseguraba Tania. Él estaba presente cuando por primera vez fue a buscar a su amado al “Tropezón”, el lugar en el que se juntaba junto a sus amigos. “Llegue con una voituré roja. Toqué la bocina y salió Enrique a buscarme. Me invitaron a su mesa y todos fueron muy amables. Y estaban Alfonsina Storni, Roberto Tálice, Paulina Singerman y el marido, Edmundo “Pucho” Guibourg... ¡Todo astros! Me tomaron como una cosa rara porque era bonita, tenía algunas alhajitas y venía en una voituré roja”. relataba Tania.
Finalmente, pasó el examen, pero los amigos de su incipiente novio le parecieron muy aburridos: “No entendía nada de lo que hablaban. Estuve una hora y su único tema era cómo hacer para juntar plata para presentar sus obras. Querían hacer todo y nadie tenía plata. Sólo podían tomar su cafecito... Yo cantaba en la boite donde la gente bebía champagne y los habitués eran los Anchorena, Unzué, Basabilbaso, Lanusse y el otro y el otro. Esos eran los nombres que yo conocía. Una vez, y luego de escucharlos hablar sobre las obras y ver cómo podían hacerlas, se me ocurrió decirles: ‘Bueno, si a ustedes les hace falta algo de plata, puedo empeñar un brillante y les hago un préstamo’. Así es que empeñé mi brillante y se montó La Perichona”. En aquella obra, montada en 1928, comenzó su carrera como actriz, interpretando a una sirvienta negra.
“Discépolo me enseñó a querer a la gente. Antes de conocerlo, yo era un poquito pedante. Me sentía linda, bien vestida, con alhajas, y él, en cambio... Un día me vio que pasé por la puerta de Polyteama y saludé a los que estaban con un ‘Hola’ y me lo reprochó. Me dijo ‘Mirá cómo hubiese cambiado si les hubieses dicho: ¡Hola, muchachos! ¿Cómo están? Hace mucho calor, ¿no?’. Yo no lo hacía de mala, no me daba cuenta. Él me enseñaba todo el tiempo. Yo era como una nena y él me corregía a cada momento. No se daba cuenta de que yo ya era mayor, deseada, pretenciosa, con amigos, con admiradores... En ese momento un poco me fastidiaba, pero al pasar los años y la vida, me di cuenta de que me hizo muy bien”, le contó a Pancho O’Donnel en una entrevista.
Nuestra galleguita y el amigo de Perón
Una vez que se convirtió en la novia oficial de Discépolo, comenzó a ser disputada por las principales emisoras radiales. En 1930, grabó su primer disco, acompañada por la orquesta de Osvaldo Fresedo. En 1933, protagonizó con éxito Wunder Bar en el Teatro Ópera y dos años más tarde interpretó Quién más, quién menos y también incursionó en el cine, en El pobre Pérez (1937), Cuatro corazones (1939) y Caprichosa y millonaria (1940), con Paulina Singerman.
La relación entre la artista española y el artista argentino continuó hasta la muerte de Discépolo, pero todo su círculo íntimo coincide en que tuvieron varias idas y vueltas y que mientras estaban juntos por momentos se respiraba un clima tenso. Enrique Cadícamo, amigo de ambos, indicó alguna vez que claramente no tenían los mismos objetivos. “Discépolo sufría la persecución de Tania, que lo instaba a que aprovechara su fama para formar su propia orquesta”, precisó. Lo cierto es que en varias entrevistas, a lo largo de los años, la cantante confesó que a su pareja no le interesaba para nada el dinero, y que ella no podía comprenderlo. Además, el vínculo de Enrique con su hermano siempre fue un incordio para la relación. “Armando era soberbio, severo, autoritario e inapelable. Fue injusto con Enrique y no le reconoció la ayuda económica que supo darle para caprichos personales o quijotadas teatrales”, explicaba Tania.
Una vez que estuvieron asentados como pareja, desembarcaron la madre, las hermanas. Junto a ellas, llegó la pequeña Ana, que por primera vez compartiría sus días junto a su madre. Si bien ahora Tania tenía a toda la familia unida y Enrique estaba feliz de verla contenta, Armando se sintió desplazado y comenzó una cruzada contra su cuñada, acusándola de tener mil amoríos y de dominar a su hermano menor por interés.
Por aquellos años, comenzó la relación entre Discépolo y Juan Domingo Perón. La amistad comenzó cuando el entonces presidente accedió al pedido de un grupo de letristas a dejar sin efecto una ley que restringía el uso del lunfardo y obligaba a cambiar los versos “pesimistas” por otros más optimistas. “La relación entre ellos fluyó desde el principio. Se conocieron, se cayeron bien, quedaron en volver a verse y nunca dejaron de frecuentarse”, explicaba la cantante.
Apelando a sus dotes actorales, Discépolo creo un personaje radial tan controvertido como recordado: Mordisquito. A través de él, defendía el gobierno peronista y su doctrina, bajo la estricta mirada de Raúl Apold, Subsecretaría de Prensa y Difusión, que supervisaba una a una los libretos antes de cada salida al aire. De la misma manera que Discépolo se relacionó con Perón, Tania lo hizo con Eva Duarte, a quien admiraba profundamente por la defensa de sus ideales, su corazón y su capacidad resolutiva.
Los hijos, un tema vedado
Si bien Tania siempre se mostró abierta a desempolvar viejos recuerdos, un tópico nunca debía ser mencionado: el de los hijos. La convivencia entre madre e hija estuvo plagada de conflictos, quizá por la falta de costumbre, o tal vez porque las dos tenían personalidades muy fuertes. Lo cierto es que, al cumplir los 18 años, Ana decidió abandonar el hogar familiar y emprender su propio camino en el mundo del espectáculo bajo el seudónimo de Choly Mur.
Después de tener relativo éxito como “muchachita” en el cine y el teatro argentino, la joven se mudó a Chile. Allí se casó, se divorció y comenzó un romance con el conde yugoslavo Santiago Kegeritz., con quien compartía un particular rasgo: la adicción al alcohol. En la navidad de 1953, con apenas 27 años, Ana murió en un accidente automovilístico. La autopsia reveló que tenía un alto porcentaje de alcohol en sangre.
La situación familiar ya se había vuelto complicado a mediados de los años cuarenta, cuando en medio de una gira por México que terminó extendiéndose mucho más de lo previsto, Discépolo conoció a Raquel Díaz de León, una joven actriz que había sido amante de Agustín Lara y comenzó con ella un candente romance.
Cuando se conocieron, el salón comedor de un hotel, Díaz de León tenía apenas 18 años y el corazón roto: había sido prostituida en un burdel del que la había rescatado el autor de “María Bonita” para luego abandonarla cuando comenzó su relación con María Félix, y cargaba con cinco intentos de suicidio. “No creía en nadie y no esperaba nada de alguien. (...) Desde que entré al salón nos vimos… Nuestros ojos se imantaron, no podíamos dejar de mirarnos, fue tan notorio que algunos compositores que te rodeaban y me conocían creyeron conveniente invitarnos a su mesa”, escribió la mujer en sus memorias.
Tiempo después, en una entrevista publicada por el diario Perfil, Díaz de León aseguró: “Ellos tenían una relación abierta... Él decía que ella era su representante, pero la verdad es que le despertaban mucho temor sus reacciones. De hecho, ella estaba en Buenos Aires cuando se enteró que Discépolo y yo esperábamos un hijo. Vino hasta México y lo obligó a volver con ella a la Argentina”.
Eso ocurrió cuando ya cursaba un embarazo de seis meses. Nunca volvió a verlo y su hijo, Enrique Luis, nunca lo conoció. A pesar de que siguieron comunicándose por carta y el autor de “Cambalache” le aseguraba que nunca les iba a faltar nada, incluso cuando él ya no estuviese, ocho meses antes de morir tomó una drástica decisión: firmó un testamento que declaraba a Tania como heredera del 80 por ciento de su patrimonio y del 20 restante sería destinataria su hermana Otilia. El mismo día que se firmó el documento -en el que además declaraba ser soltero y no tener hijos- Enrique Luis cumplìa cuatro años.
Un final inesperado
“Se murió de tristeza. Él amaba a Perón. Tenían una amistad muy fluida, pero él nunca recibió nada. Él escribió: ‘El que no llora no mama y el que no afana es un gil’, pero eso es solo un tango, él no era así. Lo único que recibió de Perón fue mucho cariño. Y hubo actores muy importantes que por su militancia le dieron vuelta la cara, le dejaron de hablar. Y eso fue tomando cuerpo en él. Un día estábamos en casa y escuchamos una multitud abajo que gritaba ‘¡Perón!’, ‘¡Evita!’, ¡Mordisquito!’. Quise abrir la ventana y me frenó. ‘Nosotros no somos políticos’, me dijo. Y a los tres o cuatro días, murió”, le contó a O’Donnell.
Discépolo había desarrollado cáncer, pero según Tania, era la tristeza por la situación del país y por el propio desaire del que era objeto lo que precipitó su partida, en 1951. “Murió en mis brazos. Estaban presentes Osvaldo Miranda y de Aníbal Troilo, dos de sus grandes amigos. También Narciso Ibáñez Menta, que había ido a verlo. No estábamos preparados para su muerte. No tuvimos tiempo para prepararnos. Cuando se empezó a sentir mal, la llamé a Eva y le conté. A los diez minutos, había diez médicos para verlo en casa. Lo encontraron con los ojos como sin brillo, sin ganas. Llegó a pesar 30 kilos”, recordaba.
La vida sin él
El fallecimiento del autor de “Uno” fue un cimbronazo para Tania, no solo a nivel personal, sino también artístico. El mismo año que Discépolo dejó este mundo bajó el telón la puesta de Blum, la obra de Julio Porter que la artista protagonizaba con éxito junto a Miranda y Diana Maggi. Durante un tiempo, solo fue convocada para participar como figura de alguna revista, pero ella no bajó los brazos: cantó, cantó y nunca dejó de cantar, en espectáculos, en giras por el exterior y en eventos y convenciones.
Y, a pesar de que el tango comenzó a perder su reinado en los años sesenta, Tania nunca perdió su brillo de estrella ni su título de “primera dama” de la música ciudadana, un rol que por momentos le resultaba agobiante y por otros, agradecía. “Con Enrique nunca habíamos pensado en casarnos. No lo necesitábamos... Como decíamos, ‘el pueblo ya nos ha casado’. Si él ha sido una realidad de la que queda obra, nunca ha dejado incubar la leyenda. Ser la viuda de una leyenda es tremendo. Es algo que comienza por halagar, más tarde envuelve, aprisiona, casi ahoga”.
Jovial hasta el último aliento, Tania murió de causas naturales, mientras dormía, el 17 de febrero de 1999 en el mismo departamento que falleció el hombre de su vida. Oficialmente, tenía 90 años, pero las dudas sobre su edad trascendieron su propia existencia. “Yo no he sentido los años que voy teniendo. Me parece que fue ayer que se murió Discépolo. Soy muy religiosa, y todos los días cuando amanezco pienso que tengo que vivir, agradezco a Dios que no me duele nada, que nada me falta. Un par de whiskis tomo siempre, uno al mediodía y otro a la noche; pero si hay farra en mi casa -que siempre hay farra- me tomo otros dos”, le había contado con picardía a Susana Giménez en 1995.
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