Rubén Ballester, el galán de los 80 que estuvo al borde de la muerte y cambió rotundamente su modo de ver la vida
El protagonista de telenovelas como Mi nombre es Coraje y Manuela, sufrió una repentina enfermedad en 1994 que lo alejó de la escena; ya de repuesto, cambió sus prioridades y encontró en el teatro un espacio de genuino intercambio
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No todos los actores y actrices, aquellos que conocieron o conocen la fama, hablan con naturalidad acerca de la suerte. La minimizan dándole todos los créditos al talento y al esfuerzo, o la meten en la bolsa de las casualidades. Nadie quiere ahuyentarla ni tampoco rendirle tributo, como si fuera un amante escondido que nos hace felices pero no mostramos en público. En cambio, hay otros que, quizás por el ángulo desde donde observan el camino, no tienen dudas de que esa esquiva y caprichosa elige a quienes amar.
“La suerte es importantísima en esta profesión. Alguien que te ponga el ojo, seas lo que seas, en el momento justo y en el lugar indicado: esa epifanía en la que vos decís ‘me llamaron’ y donde se abre la oportunidad para mostrar lo que tenés adentro, si estás preparado o no. A mí pasó muchas veces, que me vieran y justo coincidiera con lo que buscaban. Y otras no”, dice Rubén Ballester, actor muy popular en los 80 y 90, formado con grandes maestros y compañeros prestigiosos. Desde hace veinte años, si bien continuó su trabajo actoral, está al frente de Elenco Inestable, el grupo de teatro integrado por trabajadores y pacientes del Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas, más conocido como CEMIC.
Ese cambio de rumbo, el de conectar otra vez con el deseo de jugar y divertirse sin pensar en el rating ni la taquilla, fue provocado en gran medida por una enfermedad que lo tuvo internado en 1994 durante tres meses en gravísimo estado. Regresar a la vida fue el impulso para conectar con la auténtica pasión y la celebración comunitaria.
Aunque hace mucho que no se lo ve en la pantalla, Ballester era una cara conocida en la televisión abierta desde mediados de los ochenta gracias a una publicidad, “el de marca Pirulo” y la videograbadora Grundig. A partir de ese lanzamiento (algo similar le había pasado a Hugo Arana en los setenta con la publicidad de Crespi), integró elencos de una larga lista de telenovelas, muchas en el Canal 9 de Alejandro Romay, desde su debut en La cuñada, de Alberto Migré -dirigida por Hugo Alejandro Moser, con María Valenzuela, Daniel Fanego y Gustavo Garzón- hasta otras que muy precozmente lo tuvieron como protagonista como Quiero morir mañana, de Luis Gayo Paz, con Alicia Zanca, Mariana Karr y Jorge Mayorano, ficción de la tarde donde tanto él como un entonces desconocido Gabriel Corrado eran la dupla de galanes jóvenes.
Sin pausa, al poco tiempo, es elegido para protagonizar al menor de los hermanos Coraje en Mi nombre es Coraje, al lado de los mexicanos Andrés García (que murió recientemente, el 4 de abril) y Salvador Pineda (el de El derecho de nacer, con Verónica Castro). “Tuve que aprender a andar a caballo en pocos días. Esa televisión, que ya no existe, requería adaptaciones rápidas, no había tiempo para más, tenías que resolver e ibas aprendiendo los yeites de cómo ganar cámara, de cómo ubicarte, otro tipo de saberes distintos a los del teatro”, dice el actor que estudió con Augusto Fernándes y Rubén Szuchmacher, entre otros maestros.
“No tenía tiempo para hacer teatro en ese tiempo, las tiras demandan muchas horas. Fue una época de fama, de reconocimiento en la calle. Ahora viajo tranquilo en el subte, a lo sumo noto que alguno o alguna me mira con cara de ¿será o no?”, dice quien fuera parte de programas con mucho rating: Su comedia favorita, con Georgina Barbarrosa y Germán Krauss, Clave de sol (interpretó al médico que flirtea con Cecilia Dopazo), Grande Pá!, Manuela (con Jorge Martínez, Grecia Colmenares y Gabriel Corrado, filmada en Sicilia) y Micaela (donde hacía del cura que confiesa a la monja Jeannette Rodríguez).
-¿Extrañás la popularidad que te dio la televisión?
-De la tele extraño un poco esa adrenalina, era un desafío como patear un penal, sin tiempo de preparar algo, era lo que pelabas. Te llamaban por lo que vos parecías, no para hacer grandes composiciones. Y te daba la fama que al principio divierte pero después molesta, me fastidiaba no poder salir a comer como uno más, sin que nadie me conociera. Así que no, mucho no extraño. De todos modos, esa televisión donde cada uno daba lo que podía en el momento, desapareció; hoy es otra cosa, lo poco que se hace, se filma como cine.
-¿Durante ese tiempo dejaste relegado al teatro?
-Siempre hice teatro, desde que empecé a estudiar en 1976, a los 23 años, aburrido de la carrera de Administración de Empresas, con Germán Akis y Raúl Baroni (los de Teatro Arlequino). Pero era difícil compatibilizarlo con las telenovelas. Hasta que en 1994 me llega una oportunidad soñada: hacer de Aniceto en Barranco abajo, de Florencio Sánchez, en el teatro San Martín, con dirección del uruguayo Júver Salcedo. El elenco era un lujo, estaban Eva Franco, en su último trabajo, Rita Terranova, Alfonso De Grazia. Me sentía feliz porque además del teatro, había empezado en Alta comedia, en Canal 9. Pero en medio del proceso de ensayos, me descompuse y tuvieron que internarme de urgencia, de golpe. Estuve en coma casi un mes. Tenía úlceras que no sabía que tenía y encima después se complicó con una pancreatitis. Hasta la extremaunción me dieron.
-Y, de golpe, se cortaron esos proyectos
-Totalmente, de un día para el otro. Salí del hospital a los tres meses, muy flaco, muy chupado, pero contra todo pronóstico, vivo. A mi mujer, Mónica Quevedo, todos los días los médicos le decían “vamos viendo”. Pero salí y durante ese tiempo, tanto el canal como el San Martín me siguieron pagando. Quería reinsertarme porque en esa época, si te veían así, lo primera que creían era que tenías HIV.
-¿Conseguiste rápido?
-Sí, el canal volvió a contratarme para otra producción, Inconquistable corazón, con Paola Krum y Pablo Rago, como un profesor del colegio. Trabajaba todo fajado porque tenía el estómago abierto. Me quedaron unas cuantas cicatrices.
-¿Pudiste ver Barranco abajo finalmente? ¿Quién te reemplazó?
-Sí, fui a verla. Siguió en cartel hasta septiembre. Me reemplazó Carlos Scornik, al que nominaron como Revelación para los ACE ese año. Cuando terminó la función, Alfonso de Grazia dijo que se la dedicaban ‘’al compañero que no pudo estar”: fue una emoción muy grande.
-¿En qué te modificó estar al borde de la muerte? ¿Cambiaron tus prioridades?
-Cuando estaba en ese estado intermedio de conciencia, muy débil, por dentro yo escuchaba una voz que decía “Rubén, blando, blando como el agua”. Me ayudó mucho todo lo que había hecho años antes, yoga, preparación física y espiritual, eso cobró sentido. ¿Lo que aprendí? Que hay que juntarse con la gente que querés y, si podés, hacer lo que te gusta. No hay otra, no hay más y así sigo viviendo.
Energía vital
Si bien el trabajo de Ballester como actor continuó muy activo tanto en tiras (Verano del 98, Médicos de hoy o Máximo corazón) como en teatro (fue el cardenal Barberini en Galileo Galilei en el San Martín; Numancia en el Cervantes en reemplazo de Víctor Laplace; Zorba el Griego, con Raúl Lavié; La gran magia, en el Alvear), de a poco emergieron otros caminos. Por un lado, a fines de los noventa, Mónica y Rubén fueron papás de Leandro, el único hijo de esta pareja unida desde 1978 cuando se conocieron en un taller de teatro. Por otro, su entorno laboral se expandió: la televisión quedó relegada por otras posibilidades artísticas. Si el teléfono no iba a sonar, no había porqué esperarlo.
Como actor y ex paciente del CEMIC, un grupo de enfermeros, médicos, administrativos y personal de la institución le pidió si se animaba a dirigirlos. Querían hacer una obra para festejar el Día de la Enfermería y recaudar alimentos no perecederos para donaciones. En noviembre de 2003, el Elenco Inestable (porque en medio de los ensayos sus integrantes podían salir corriendo por alguna emergencia) estrenó Una viuda difícil, de Conrado Nalé Roxlo. Fue el comienzo de un grupo consolidado al que cualquier trabajador de la institución puede sumarse. Ensayan una vez por semana y presentan sus obras dos veces al año: en verano, en los jardines y, en invierno, en los salones de la aristocrática sede de Talcahuano 1234 (Fundación Quirno, ex Palacio Bemberg). Saverio, el cruel, de Roberto Arlt; El conventillo de la Paloma, de Alberto Vaccareza; Jettatore, de Gregorio de Laferrere; El médico a palos, de Molière; y, entre muchas otras, el año pasado, El inspector, de Nikolai Gogol: en todos los casos, se trata de obras que requieran elencos numerosos y no sea necesario pagar fortunas por derechos de representación. Por su labor comunitaria, Elenco inestable recibió el premio Florencio Sánchez (2006) y el María Guerrero (2007).
-En la docencia y dirección de tu grupo en el CEMIC encontraste tu lugar. ¿La actuación ya no te interesa? ¿Qué expectativas tenés?
-En CEMIC hago muchas cosas, no solo director, también soy docente, productor, instigador, vestuarista, señor de la imagen y, sobre todo, ejerzo total libertad. Es juego, es diversión pura, puedo contrabandear ideas desde la puesta. He trabajado muchísimo con profesionales y no siempre era divertido porque era eso, ir a trabajar. Con un grupo de este tipo hay lugar para divertirse, es vital que eso suceda y eso nos hacen bien a los que lo hacemos y al público que también la pasa bien.
-¿Y como actor, te quedó algo pendiente?
-Como actor, pude cerrar un ciclo cuando hice Divino Pastor Góngora, del mexicano Jaime Chabaud, un unipersonal que elegí y encontré, un tesoro que estaba esperando desde siempre. Trata sobre un actor que en la Nueva España del siglo XVIII va a la cárcel por actuar en obras que la Inquisición prohibió y desde su celda representa fragmentos de su vida teatral. Me costó encontrar director, por ser unipersonal, por el lenguaje. Hasta que vi a Pacha Rosso, el ex Prepu, como Clarín en La vida es sueño, en la puesta de Calixto Bieito del San Martín. Cuando lo vi, me dije, “esto es lo que quiero”. Ensayamos mucho con Pacha que me permitió poner en práctica todo lo que había aprendido y entrenado toda mi vida, tenía algo del Siglo de Oro español, de Beckett, de sainete, de comedia del arte, escenas a lo Stanislavski, había mucho juego, amé hacerlo, fue una obra total, de las que te hacen poner todo.
Divino Pastor Góngora se estrenó en 2013 en el teatro SHA y siguió de viaje con giras por el país y hasta en Montevideo, Uruguay, en el teatro La gaviota de Júver Salcedo, el director de aquella Barranco abajo donde la suerte no quiso que estuviera. Ganó premios (mejor actor y mejor unipersonal en el Festival Iberoamericano de Teatro, en Mar del Plata 2013) y fue nominado para los ACE y Florencio Sánchez.
-¿Con Divino Pastor Góngora sentís que cerraste un ciclo que había quedado abierto con tu enfermedad?
-En parte, sí. No es que haya cerrado un ciclo con eso pero no soy un pibe y muchos de los directores que a mí me llamaban han muerto y los jóvenes no me conocen. Hay algo generacional inevitable, son pocos los actores de mi generación que trabajan.
-¿Sos de los que piensan que todo pasado fue mejor?
-No pienso que todo tiempo pasado fue mejor. La televisión en otro momento funcionó como lugar donde muchos, los que habían estudiado y también los que no, empezaban a mostrarse, a hacerse populares para tener otras oportunidades. Eso ya no existe. No hay muchos lugares donde mostrarse hoy: esa es la diferencia. Antes se daba ese recambio. Ya en los 90 empezó a cambiar porque veías a actores muy conocidos haciendo papeles secundarios. Ahora los jóvenes se muestran a través de las redes. Cito una frase de Robert De Niro: “La actuación es una profesión. Si no es una profesión, es simulación”. El actor quiere actuar, no simular. Pero hay muchos que simulan en el ambiente farandulario y en la política.
-¿Hay alguien, en especial, que recuerdes en tu carrera?
-Hay muchos, actores y actrices, con los que no solo nos divertíamos. También era experimentar, desafiarse en ese encuentro. Recuerdo a Alberto Segado, un grandísimo actor y un encanto de persona. Me gustó trabajar con Rodolfo Bebán en El precio el poder, porque aceptaba el desafío del actor joven y era maravilloso, superaba a la propuesta del director de tevé. También recuerdo a los maestros con los que entrené y que te hacían hacer obras que difícilmente en la vida te toquen -a lo sumo, te podrán tocar un par de clásicos y obras complejas-, ese training te da una manera de encarar las cosas que es muy enriquecedor.
-Sos director y fuiste dirigido por muchos profesionales. ¿Qué tipo de directores te gustan?
-La mayoría de los directores saben acerca de la puesta pero no de la actuación. A mí me gustan los directores que saben más que el actor. Si eso no pasa, el actor le falta el respeto enseguida; si descubre que tiene agujeritos le dice que sí pero cuando estrena hace lo que quiere. Es muy importante que el director sepa hacia donde se va, qué quiere y que te convenza. Con Augusto Fernandes aprendí a ser libre y eso no es hacer lo que se te cante, sino saber que herramientas tenés en tal situación de ficción. Hay actores que no son libres, que notás que la letra los oprime, están como agarrados. Me gustan los que se tiran a la pileta y te das cuenta que tienen con qué, están preparados.
-¿Te sirvió el título de licenciado en Administración de empresas?
-Sí, porque para mantenerme trabajé no sólo como actor. Desde 2005, además, trabajo en el Teatro Nacional Cervantes. Empecé como productor del programa radial La voz del Cervantes, por Radio Nacional Clásica, un espacio que el teatro perdió. Después en el área de Extensión cultural y, actualmente, realizo estadísticas y mediciones para el área de Gestión de Públicos.
-¿Qué recomendación darías a los jóvenes actores y actrices?
-En esta profesión es muy importante saber, cuando te llaman, con qué número vas a jugar. Si te toca el 10, sos el protagonista, estás para los goles; si te toca el 4 o 5, tenés que pasar la pelota para que el otro se luzca. Es muy importante no irte de mambo, saber qué te toca, hacer lo mejor que puedas para evitarte quilombos y no desubicarte.
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