La actriz nacida en Viena consiguió conquistar al mundo con una serie de películas de enorme trascendencia, pero en su vida personal atravesó profundas pérdidas que la llevaron a una muerte temprana el 29 de mayo de 1982, a los 43 años
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Una adolescente manejada por su entorno como Sissy. Una joven inteligente de belleza inquietante, como la inocente Scampolo. Una mujer madura atormentada por la vida, como Nadine Chevalier, la protagonista de Lo importante es amar. Por un capricho absurdo del destino, los roles más importantes que Romy Schneider interpretó en su exitosa carrera, tuvieron un ineludible correlato con su vida personal.
Rosemarie Magdalena Albach, tal su verdadero nombre, nació en Viena en 1938, seis meses después de que el régimen nazi anexara Austria al imperio alemán. Por eso, con cuatro semanas de vida, sus padres decidieron llevarla, junto a su hermano mayor, Wolf Dieter, a Schönau am Königssee, en Baviera, donde vivían sus abuelos paternos, que fueron los que se encargaron de la crianza a partir de ese momento.
La decisión tomada por sus padres -Wolf Albach-Retty, un reconocido actor de teatro, y Magda Schneider, protagonista de varias películas musicales- no tenía que ver con la situación geopolítica, sino con sus ansias de seguir con sus compromisos laborales. De hecho, Magda mantenía muy buenas relaciones con el gobierno alemán, a tal punto que Romy estaba convencida de que su madre había sido amante de Adolf Hitler, y que por ese motivo el regimen nazi la había dispensado de pagar impuestos.
La educación que le brindaron sus abuelos se complementó con la que recibió en los institutos de Berchtesgaden y Salzburgo en los que estudió, en calidad de interna. Y si bien durante sus primeros años Romy aseguraba que quería dedicarse a la artes plásticas, apenas comenzó su adolescencia tomó la determinación de que seguiría los pasos de sus padres.
Cuando apenas tenía 15 años, Magda -que ya se había divorciado del padre de sus hijos- le consiguió un papel en la película Lilas blancas, de la que era protagonista. La belleza y la frescura de Romy no pasaron desapercibidas ni para el público ni para la industria, y así nació una carrera meteórica. Sin embargo, aún retumbaban en sus oídos los crueles comentarios que su padre solía hacerle: “Tenés cara de rata, pero sos fotogénica”.
Secundada por su nuevo marido, el empresario Hans-Herbert Blatzheim, Magda se convirtió a partir de ese momento en manager de la joven promesa. Y, de esa manera, no solo aseguraba ingresos familiares que su alicaída carrera ya no le proporcionaban, sino que también comenzó a negociar su propia participación en los films para los que Romy era convocada.
Eso fue lo que ocurrió en Sissí, la película de 1955 basada en la vida de la Elizabeth de Austria, y que convirtió a Schneider en una estrella. El éxito fue tan rotundo que luego se filmarían dos películas más: Sissi emperatriz (1956) y El destino de Sissi (1957). En los planes de Magda y del director, Ernst Marischka, estaba la idea de completar la saga con una cuarta película, pero harta del personaje edulcorado y de la manipulación de su madre y de su padrastro, Romy se negó rotundamente.
Quizá para dejar atrás su imagen de adolescente, en 1958 prefirió protagonizar dos remakes de películas polémicas: Mädchen in Uniform, un film que retrata la historia de una alumna enamorada de una profesora, y Christine, una película romántica que 15 años atrás había protagonizado su madre. Su estatus de estrella le brindó a Romy la potestad de elegir a su coprotagonista. Fue así como el director, Pierre Gaspard-Huit, le entregó fotografías de varios aspirantes, ella no lo dudó: escogió a un desconocido, de fina estampa y mirada gatuna, Alain Delon.
Se conocieron en el aeropuerto de Orly, antes de que comenzara en rodaje en Viena, y la primera impresión que se causaron no fue la mejor. Él le pareció soberbio y engreído; ella, sosa y aburrida. El hecho de que ella todavía no dominaba el francés y él no sabía ni una palabra en alemán no contribuyó. Pero a las pocas semanas, ya no necesitaban hablar: se habían enamorado perdidamente.
Ese romance, por muchísimas razones, terminaría marcando a la actriz para siempre. En principio, porque la llevó a tomar la determinación de instalarse en París. Por supuesto que Magda no estuvo de acuerdo, pero poco pudo hacer. Sabía que perdía para siempre el dominio de la vida y la carrera de su hija, pero cuando tomó conciencia de que ya nada podía hacer para impedirlo, solo le puso una condición: que se comprometieran.
Por eso, el 22 de marzo de 1959, la parejita formalizó su relación. “Siempre juego a todo o nada y llevo las cosas hasta las últimas consecuencias. Me entrego y amo con todo mi corazón”, le dijo la actriz a la prensa, que cubría el sorpresivo anuncio afuera de la mansión que los actores compartían.
Nunca llegaron a casarse. Al poco tiempo de estar juntos, Romy fue convocada por uno de sus actores favoritos, Orson Welles para protagonizar junto a él y Anthony Perkins El Proceso. La propuesta significaba su esperado desembarco en Hollywood y, por supuesto, ella aceptó. Además de aquella película, Romy filmó en suelo estadounidense Los Vencedores (1962), El cardenal (1963) y Préstame tu marido (1964). Al volver a París, se llevó una gran sorpresa: Delon ya no estaba allí. Había dejado sobre la cama un ramo de rosas y una carta de despedida. El actor había conocido a Nathalie Barthélemy y estaba esperando con ella a su primer hijo, Anthony.
“Hemos vivido un matrimonio antes de casarnos. Te devuelvo la libertad y te dejo mi corazón”, escribió el actor. Tras cinco años de pasión, el romance se había acabado. Poco se sabe sobre la reacción de Romy en aquel momento, pero con el tiempo, ella y Delon demostraron, una y otra vez, ser muy cercanos. De hecho, cuando la carrera de Schneider comenzó a tambalear, él la propuso como protagonista de La piscina (1969), otro de los grandes hitos cinematográficos que compartieron a lo largo de sus carreras.
En 1965, mientras se encontraba en Los Ángeles filmando ¿Qué pasa, Pussycat? junto a Woody Allen, Ursula Andress y Peter Sellers, conoció a Harry Meyen, un actor y director de teatro alemán del que se enamoró perdidamente. Tres años más tarde, se casó con él en la Costa Azul, para luego instalarse en Berlín. Al poco tiempo, nació David Christopher, el primer hijo de la actriz.
Mayen había pasado varios meses en un campo de concentración nazi, y a pesar de haber sobrevivido, el horror de esa experiencia lo acompañaba día tras día y terminó sumiéndolo en una feroz depresión. Los tortuosos recuerdos de su marido incrementaron el desprecio que sentía por su madre y su cercanía al nazismo.
Después de nueve años de convivencia, decidieron separarse. Como condición para firmar el divorcio, y que ella tuviera la tenencia, Meyem le exigió a Romy le entregue la mitad de su fortuna. La actriz encontró consuelo en su secretario personal, el periodista y escritor Daniel Biasini. Con él volvió a pasar por el registro civil y tuvo a su segunda hija, Sarah. La elección de los nombres de sus herederos no fue casual: a toda costa quería dejar en claro que nada tenía que ver con la alemania nazi.
Cuatro años después de haberse divorciado de Schneider, Meyer se ahorcó. A pesar de que la relación amorosa entre ellos había terminado hacía mucho tiempo, la noticia fue devastadora para la actriz. Algunos señalan que fue esa situación la que la llevó a volcarse a la bebida y la que terminaría precipitando el final de su segundo matrimonio que, a duras penas, se mantuvo activo hasta 1981.
Mientras su vida se volvía algo lúgubre, su carrera había encontrado un nuevo rumbo a partir de su participación en La piscina, en la que dejó en claro que no era solo una joven bonita y fresca. Así, se pondría al frente de una serie de filmes que la harían subir un peldaño más en el camino a consagrarse como una de las intérpretes cinematográficas más importantes de todos los tiempos.
El primero de ellos fue César y Rosalie (1972), un film de Claude Sautet en el que interpretaba a una mujer de mediana edad, divorciada, que se veía involucrada en un extraño triángulo amoroso y terminaba apostando a su libertad e independencia. Allí compartió elenco con Yves Montand, Sami Frey y una joven Isabelle Huppert. Un año más tarde volvió a disfrazare de Isabel de Austria para las cámaras, bajo las órdenes de Luchino Visconti, en Ludwig: La pasión de un rey, pero esta vez se dio el lujo, también, de imprimirle a la princesa que le abrió las puertas del mundo, un tono mucho más maduro y menos edulcorado que lindaba con el cinismo.
Luego, apostó por el joven realizador polaco Andrzej Zuliansi y aceptó protagonizar Lo importante es amar (1975). Allí interpretó a Nadine Chevalier, una actriz alcohólica que en su madurez se ve obligada a protagonizar películas de clase B para sobrevivir. Por su labor se llevó el premio César a la mejor actriz y su actuación sigue siendo considerada por muchos críticos como una de las mejores de la historia.
Durante el rodaje, Schneider mantuvo un breve romance con uno de su compañeros de elenco, el cantante Jacques Dutronc, marido de otra diva de la época, Françoise Hardy. “Ella era una mujer herida, y al rodar esa película herí a otra: la mía”, declaró tiempo después el intérprete, algo arrepentido.
Aquella película no solo le deparó su primer gran premio -su segundo César por Una historia simple (1979), otra vez a las órdenes de Sautet- sino que de alguna manera marcó su vida: no son pocos los que aseguran que, de alguna manera, Nadine se hizo carne en su cuerpo y la sumió en una depresión de la que jamás pudo salir y que, al igual que el personaje, comenzó a beber grandes cantidades de alcohol para mitigar sus penas.
En 1981, mientras filmaba junto a Marcello Mastroianni Fantasma d’amore, conoció al productor Laurent Petin y se enamoró de él. Mientras su segundo matrimonio se desmoronaba irremediablemente, la actriz encontró en su joven amante una compañía para sus noches de insomnio y amparo en sus mañanas de resaca.
En 1981, mientras filmaba su última película, La passante du Sans-Soucisi se quebró un pie y tuvo que ser operada de urgencia de un riñón con principio de cáncer. No tuvo tiempo de recuperarse. Meses más tarde, mientras se encontraba en la casa de verano de los padrees de Biasini, David, de 14 años, encontró el portón de la mansión cerrado. Como tantas veces, se subió al muro para entrar por una de las ventanas pero no lo logró: resbaló y desde la cornisa cayó sobre una reja que terminó atravesando su cuerpo y perforándole la arteria femoral.
Delon fue quien le dio la noticia. Schneider partió rauda hacia el hospital, pero no llegó a tiempo: David murió en la sala de operaciones. Desesperada, la actriz se encerró en su cuarto de hotel y se negó a recibir a nadie. La única persona que puso traspasar la puerta de la habitación fue su amigo y examante, que la convenció de instalarse en su casa, junto a Pétin, lejos de la prensa y las miradas curiosas. “He enterrado al padre y he enterrado al hijo, pero nunca los he abandonado y ellos tampoco me han abandonado a mí”, escribió la actriz en su diario íntimo.
El 29 de mayo de 1982, después de una cena en casa de la hermana de Pétin, la pareja llegó a su departamento parisino de madrugada. La actriz no quiso acostarse enseguida. Le explicó a su pareja que debía escribir algunas cartas; entre ellas, una para declinar una sesión de fotos. Laurent le dio un beso y se fue a dormir. Al levantarse, a la mañana siguiente, la encontró sentada en el mismo sillón y en la misma posición en la que la había dejado la noche anterior. Estaba muerta.
Si bien algunas versiones indican que cerca del cuerpo de la actriz de 43 años había varias botellas vacías y frascos con medicamentos, su cuñada y amiga, Claudia Pétin y posteriormente su hija Sarah aseguraron que Romy había dejado de beber hacía un tiempo. La versión oficial indica que la muerte se produjo por un paro cardíaco. No hubo autopsia.
Inmediatamente, Delon se hizo presente en el lugar. En su lecho de muerte, le tomó una fotografía que guardó para siempre entre sus objetos más preciados. Fue él quien se hizo cargo de los servicios fúnebres, pero no asistió a su entierro. Tampoco lo hizo Magda. Meses antes de morir, Romy brindó una entrevista en la que, harta de cargar con los fantasmas de su familia, confesó que su madre era amante de Hitler y que muchas veces la había llevado con ella a visitarlo. Tenía planeado otro golpe para su progenitora: pidió que su féretro no estuviera ornamentado con un crucifijo sino con una estrella de David.
El mismo día de su entierro, Delon publicó una carta de despedida en la revista Paris Match. Allí, aseguraba que si bien no se sentía culpable de su muerte, sí se sentía responsable. “Te miro dormir. Me dicen que estás muerta. Querías estar a sola con la memoria de tu hijo muerto antes de acostarte. Ahora, descansa. Estoy aquí. Aprendí un poco de alemán contigo. Ich liebe dich. Te quiero. Te amo, mi puppelé”, expresó. Años más tarde, reconocería que Schneider fue el gran amor de su vida.
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