Ricardo Bartís: el “lamentable” éxito que cortó su carrera, por qué siempre se sintió un marginal y su crítica a Rottemberg
Después de casi 30 años, protagoniza su obra La gesta heroica; por qué abrió nuevamente sus clases y cuál es su visión sobre su legado: “Creo que el teatro más importante que se hace en la Argentina es el mío, pero es un disparate narcisista”
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Los ladridos retumban en la sala vestida de entrecasa, en pleno ensayo con el sol de la primera tarde. A Rocco le preocupa mucho que a su dueño le griten o lo empujen. Falto de costumbre, todavía no comprende la lógica de esa otra realidad que sucede a un par de metros de su hocico. Aunque todo es cuestión de tiempo.
“Es que me quiere”, dice Ricardo Bartís, posiblemente el director de teatro más prestigioso de la Argentina que, después de casi 30 años, decidió volver a actuar. “Era un perro de la calle, suelto en Valeria del Mar, atacaba a otros, de mal genio. Lo adopté, le fui enseñando y no se me despega”, dice el hombre que desde la pandemia reparte la vida entre la casa de la costa y Buenos Aires, en compañía del guardián de su sombra.
En 1995, junto con Gustavo Garzón, integró el elenco de La china, de Sergio Bizzio y Daniel Guebel, su última vez arriba del escenario hasta ahora: a partir del sábado 9 protagonizará La gesta heroica, la obra de su autoría (a partir de Rey Lear, de William Shakespeare) y dirección, estrenada en 2023 en el Teatro Nacional Cervantes y que después pasó al Cultural Thames, donde continúa este año. Pero eso no es todo.
Estaba todo listo en la sala María Guerrero del TNC, en marzo de 2020, cuando tuvo que suspenderse, por las recordadas razones, el estreno con Luis Machín, Facundo Cardosi, Marina Carrasco y Martín Mir. Tres años más tarde, la expectativa pudo cumplirse aunque no del modo imaginado por el director y el elenco, debido a varias funciones suspendidas por causas gremiales. La obra continuó su camino en la sala off de Palermo pero Machín, con otros compromisos, fue reemplazado por Carlos Defeo. Ese gran actor murió en octubre. Cuando parecía que ya era un proceso cerrado, se abrió una posibilidad: que fuera el mismo director quien asumiera el personaje de Horacio, el padre.
“Son circunstancias muy excepcionales las que rodean esta decisión. Una es la muerte de Carlos Defeo, una persona muy cercana, muy querida, que había trabajado mucho conmigo. Después de Machín y de Defeo, no concebíamos la idea de que viniera otra persona, otro actor, nos resultaba muy difícil imaginar eso. Hablo en plural porque fue decisiva también la opinión de los otros actores, que me estimularon mucho”, dice Bartís después del ensayo con Rocco en silencio a sus pies.
—¿Te energiza actuar?
— Sí. Lamento estar desentrenado física y vocalmente, me pone muy paranoico, pero es un estímulo muy grande. Espero con muchas ganas la aparición de todos los elementos de la escena. Quiero ensayar de noche para poder abismarme con la frontalidad, porque de día se ve todo, está excesivamente luminoso. Y el abismo de la presencia del público funciona como un estímulo muy poderoso.
Al regreso actoral en reemplazo de un querido amigo, se suma otro hecho cargado de emociones. Porque La gesta heroica se presenta en el Cultural Thames, el ex Sportivo Teatral, la sala y estudio sinónimo del nombre del actor, director y docente. El espacio fue vendido en 2021 a un grupo empresario que decidió mantener la actividad artística en esa vieja casona remodelada por Bartís a partir de1998, cuando muda la sede del Sportivo de Villa Crespo — donde comenzó en 1986 — a Palermo, lugar donde se estrenaron Donde más duele, De mal en peor, La pesca y La máquina idiota, entre otras.
— Habitar de nuevo en este lugar tan apegado a tu historia: ¿hoy te sentís anfitrión o visita?
— Visita. Ya no es el Sportivo, son esas paredes, ha quedado parecido pero no es el Sportivo, eso terminó. O irá fluyendo en las personas que se formaron y siguen trabajando pero me siento ajeno a este espacio.
—¿Te duele?
— Me dolió mucho en su momento, fue muy dolorosa la decisión de cerrar. Pero me parece que estuvo bien. Como todo lo que adquiere mucha mitología, corre el riesgo de repetirse e impedir la generación de lenguaje porque ya tenía mucha historia atrás y había una lectura en el afuera que impedía que se produjera una mayor experimentación y dinámica. Lo mismo con las clases, el propio éxito hacía que año a año se continuara un funcionamiento que empezaba a burocratizarse, un signo quieto.
— En ese espacio se formaron varios de los mejores actores y actrices de este tiempo como Machín, Pompeyo Audivert, Soledad Villamil y María Onetto y Defero, fallecidos el año pasado ¿Qué podés decir acerca de ellos?
— Un enorme dolor por lo de María y Carlos, dos casos muy distintos pero la muerte equipara todo, establece un piso donde las diferencias resultan anecdóticas frente al acontecimiento de que la persona no está más. A María la conocí desde muy joven, muy querida, manteníamos un contacto bastante continuo, si bien ella se había desarrollado de una manera más profesional por decirlo así. Me llamaba mucho por teléfono, me contaba sobre sus proyectos aunque en el última tiempo hablamos menos. Tendría un dolor psíquico muy fuerte como para tomar la decisión del suicidio. Con Carlos tenía una relación más contemporánea, más directa, de amistad y cercanía, deja un hueco por la cotidianeidad con la que nos veíamos. Tristeza, no hay mucho más para decir sobre la muerte.
— Dijiste una vez que te metiste en la actuación por ser petiso…
— Nunca hubo una racionalidad, se fue produciendo, fue pasando, me gustaba y me iba bien. No me interesó la profesionalidad ni el mundo del teatro y los artistas, siempre me sentí marginal. Pero sí me pareció que la escena era un lugar de una potencia inusitada y que podía conectar ciertas cosas que en el plano de lo real no podía hacer. Me permitía inscribir algo de mí de una manera más nítida que en la política. Por eso me pasé de bando.
—¿Disfrutabas de la actuación?
— Sí, la pasaba muy bien, era muy fuerte como actor y estaba muy decidido a sostener eso. Lo que pasa es que empecé a dirigir y lamentablemente tuve mucho éxito como director en esos inicios. “Lamentablemente”, digo, porque me generó muchas dudas acerca de quién me podía dirigir, en qué mirada confiar. La mirada de la dirección es determinante para que la actuación se erotice y pueda desplegar su potencia. Me resultaba contradictorio quién me podía mirar, señalar, dirigir. Dije muchos “no” a propuestas que no me interesaban en aquel momento. Ya había en mí una decisión muy clara de elegir lenguaje.
—¿Cómo fue tu experiencia en cine? Trabajaste en películas como El infierno tan temido (Raúl de la Torre, 1980), El viaje (Pino Solanas, 1992) y Plata quemada (Marcelo Piñeyro, 2000)?
— Fue un desastre, hice cosas muy pequeñas, no fueron experiencias para nada estimulantes. Sí en lo personal, como con Pino a quien tenía aprecio pero no fueron experiencias que me dejaran un bagaje artístico importante, siempre fueron laterales y extrañaba el mundo del teatro, el ensayo, la repetición y la acumulación, lo veía más como algo profesional.
— Leonardo Sbaraglia y Pablo Echarri, compañeros de elenco en Plata quemada, ¿estudiaron con vos?
— No, ellos ya eran grandes actores mucho antes de conocerme a mí. Nos llevamos muy bien, pasamos mucho tiempo juntos porque se filmó en Montevideo, obligados a la convivencia diaria.
—¿Cómo la pasabas cuando otros te dirigían?
— Nunca tuve experiencias negativas en el teatro, me hubiera ido. Trabajé mucho con el director David Amitín (Memorias del subsuelo, Fando y Lis y Leonce y Lena) y me gustó mucho, muy definitorio sobre como comprometerse con un proyecto. El cine, que tiene una estructura más industrial, no lo permite del todo; en cambio, el teatro podía ser pura pasión, puro deseo y el ensayo se transforma en una materialidad informe pero singularísima.
— Muchos de tus colegas y también críticos consideran que sos autor porque los límites de la dramaturgia se han expandido. Tu dirección crea algo que no existía, una obra nueva aunque parta de algo previo (como Rey Lear en La gesta heroica o las novelas Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, en El pecado que no se puede nombrar)
— Soy director. Y soy un gran director. Creo que el teatro más importante que se hace en la Argentina es el que hago yo pero eso es un disparate narcisista producto de mi propia locura. Pero ya no tiene importancia. En algún momento, sí, me perseguía ser o no ser un gran director pero no es eso lo que me pasa ahora, ya no tengo esa preocupación. Lo que me preocupa es que la escena se convierta en una esfera radiante y estimulante y eso es algo complejo de lograr, me cuesta mucho. Siempre pienso que es tanto el esfuerzo que uno le traslada al objeto realizado la medida de ese esfuerzo. Y a veces no es tan importante el objeto, la obra, ni se transforma en ningún canon pero a uno le ha costado tanto y ha estado empujando y empujando, porque cada vez hay que empezar todo de vuelta y conseguir las cosas más elementales… Y los objetos que yo produzco no dan dinero, entonces pueden ser atacados como los miserables que han hecho comentarios sobre nuestra producción artística si tiene o no valor, si produce dinero, la idea del mercado que prima, que todo tiene que ser mercadería. Tengo claro — tampoco me preocupa — que lo que yo hago no es una mercadería vendible.
— Ponelo en los términos que quieras pero sos exitoso, tenés tu público, sos un referente.
— Sí, sí, las convenciones culturales necesitan fabricar esa hipótesis de algo vistoso… Yo soy un director, hago teatro, y escribo porque tengo que escribir pero si no, no escribiría nada, ni mi nombre escribiría.
— Entre tus obras, ¿hay alguna preferida o más querida?
— Todas. Todas son deudoras y vinculantes con las otras.
—¿Por qué Postales argentinas (1988) le cambió la vida a tanta gente? Fue un antes y un después para muchos espectadores, una renovación de la escena.
— Porque era un momento particular, porque estaba extraordinariamente bien actuada (Pompeyo Audivert, María José Gabin y Carlos Viggiano) y porque recuperaba algunas de las tradiciones más simples y más caras de la tradición nacional. Pero todas… El pecado que no se puede nombrar es una obra extraordinaria, absolutamente… Lo mismo me pasa con La pesca o con De mal en peor. Las he visto por YouTube durante la pandemia y me parecen buenísimas, la cantidad de planos, de discursos y siempre extraordinariamente bien actuada. Nunca vi mejor a María (Onetto) que en Donde más duele o a Analía (Couceyro) que en El corte y a Machín que en La pesca y así con todos, nunca los vi mejor que en los espectáculos que hemos compartido.
—¿Te gustan los intérpretes que componen personajes que exigen mucha transformación y son premiados por eso?
— Las técnicas de actuación del cine son distintas a las del teatro. Pero sí, me gustan los sistemas compositivos. Es una pena que el teatro contemporáneo se haya apartado de esto, por el abandono de la idea de personaje. Me parece que se empobrece la técnica de la actuación. A veces, puede ser utilizado de mala manera como un exabrupto de la técnica actoral, al estar mostrando permanentemente el hilo de la composición. Pero cuando es fina es muy atractivo, muestra el arco de un actor y sus variantes. Porque el actor además, tiene que luchar con la mayoría de los directores que no saben nada de actuación, no entienden nada. Piden que repita lo que le vio hacer y no tienen una propuesta superadora.
—¿Por qué hay directores que no saben de actuación?
— Primero porque no han actuado, tienen una información abstracta de la escena. Y porque hay un tipo de director vago, más preocupado por la forma, los procesos rítmicos y visuales; depende de la escenografía, de la luz, tiene pocos criterios propios y termina siendo organizador de las decisiones de otras áreas. Hay que diferenciar mucho lo que es un director de lo que es un productor. Un productor es alguien que trata de aprovechar las capacidades que ciertas personas tienen y un director es alguien que va a establecer con la actuación un intercambio que generará un lenguaje, algo inexistente que no estaba en el texto, que es previo, que no le pertenece plenamente ni a la dirección ni a la actuación sino que es algo poetizado.
— Si tuvieras que escribir acerca de reglas básicas de la actuación, ¿qué es lo que no hay que hacer?
— Lo primero, no hay que ser tonto. El teatro expulsa a la gente tonta, la escena lo evidencia cuando representa ingenuamente. Tonto, pedante, preocupado por exhibirse, sin ninguna interrogación más que reproducir un personaje sin la inquietud de que eso es la excusa para hablar de algo más inasible, más profundo.
— Como docente, ¿no aceptabas a los “tontos”?
— No es mi tarea decirle a un tonto que lo es o que se vaya. Mi actividad es intentar que amplíe su campo expresivo y tenga una relación profunda con la actividad. Después si lo logra o no, será un problema de ambos, mío como docente y también de la persona.
—¿Alguna regla más?
— Obviedades… ser sensible ante lo humano.
—¿Y para los directores?
— El director dirige, es decir, conduce. Tiene que tener una gran voluntad y una gran decisión de creencia y de voluntad de conducción. Hay que cruzar el río, en un momento no se ve la orilla, estás en el medio y hay que seguir: ahí tiene que haber un enorme liderazgo de creencia.
""Soy soberbio y es una pena, como ser bajo. No estoy orgulloso de ser bajito ni de ser soberbio, me pasa. Trato de aplacarme: a veces lo logro y otras, no”."
Ricardo Bartís
— Algunos dicen, y vos mismo, que sos soberbio.
— Lo soy y es una pena, como ser bajo. No estoy orgulloso de ser bajito ni de ser soberbio, me pasa. Trato de aplacarme: a veces lo logro y otras, no.
—¿A quiénes admirás cuando los ves hacer algo y te emociona?
— Las expresiones más nítidas de eso han tenido que ver con la vida deportiva, con (Diego) Maradona, con (Lionel) Messi, porque trasciende lo deportivo y se ubica en un terreno de otro orden. Y en cuanto al teatro, he tenido la suerte de ver actuar a gente extraordinaria: a Ulises Dumont, a Federico Luppi cuando era joven, a Norman Briski, a Tato Pavlovsky, a Inda Ledesma, a Carlos Carella, extraordinarios, aprendí mucho de mirarlos. Aunque yo hago algo muy diferente, siempre me ha gustado el teatro de Tadeusz Kantor, un gran maestro del siglo pasado. La actuación popular me ha parecido siempre muy estimulante: Alberto Olmedo, Pepe Iglesias, Niní Marshall, Diego Capusotto es fantástico lo que hace, tiene la tradición de los grandes capocómicos que generan lo político desde un discurso aparentemente irónico y cómico, como Alejandro Urdapilleta, al que dirigí en Hamlet (o la guerra de los teatros). Un maestro, conmovedor.
—¿Cómo imaginás el estreno? ¿Pensás cada noche?
— No, no pienso nada. Tiene un valor enorme para mí pero no le doy ninguna trascendencia singular. La mirada de los demás me importa pero más importa mi mirada y todavía no me miro con gran simpatía, se va afirmando y espero que en algún momento pueda decirme “está bien” que significa que eso es lo más que podía hacer: si no hay más es porque no hay.
—¿Estás con ganas de emprender otro proyecto de dirección?
— No estoy pensando en eso. Ahora voy a dar clases, cosa que ya me tiene totalmente agobiado.
—¡Otra noticia! Hacía mucho que no dabas clase. ¿Lo harás en el Cultural Thames?
— Sí, y ya estoy completamente arrepentido porque se anotó una cantidad enorme de gente y lo tengo que hacer. Además tengo serias dudas sobre mi eficacia.
—¿Por qué?
— Siempre ha sido bastante crítica mi mirada en relación con las clases, a los discursos que se generan, a lo que acompaña el sostenimiento de ese lugar, un lugar peligroso porque se supone que tenés que saber para poder cobrar esa plata que cobrás.
—¿Lo hacés por que lo necesitás?
— Necesito la posibilidad de que haya intercambio con otros… Si no, se me oxida la cabeza. Y está bueno que al mismo tiempo que actúo de clase porque eso obliga a pensar de otra manera.
—¿Si te vuelven a llamar de un teatro público, aceptás?
— No me agarran más. No. La experiencia en el Cervantes fue traicionera porque, en principio, era una coproducción entre el Sportivo y el Cervantes, con lo cual se le otorgaba al Sportivo un lugar muy privilegiado. Pero eso se fue diluyendo y, finalmente, fuimos un espectáculo más dentro de esa máquina burocrática e informe que es el Cervantes. Hay que decir que tampoco me llaman, a mí no me llama nadie, tengo que generar yo.
—¿Productores del teatro comercial te han llamado?
— Nunca. No existo para ellos. Ni ellos existen para mí. Los padezco. Padezco que Carlos Rottemberg aparezca como una especie de figura señera del teatro argentino cuando es un productor que gana dinero con nuestro trabajo. Que no está mal. Lo que está mal es convertirlo en una referencia moral e intelectual del teatro argentino, no lo puedo entender. Pero no es tan grave. Grave son otras cosas: los que nos gobiernan.
—¿Cómo ves este momento político?
— Con mucha preocupación, mucha tristeza y mucho odio, mucha bronca. Parecía que algunos ítems habían quedado saldados en la política argentina y, sin embargo, reaparece lo peor de la dictadura, lo más nefasto de la argentinidad. Es una suerte estar haciendo en este momento La gesta heroica que habla de las fuerzas arbitrarias y aniquilantes que, de pronto, se manifiestan: un padre autoritario que quiebra el orden y genera locura. Lo peor no ha pasado, está por venir, eso es lo más terrible: la muerte por las fuerzas represivas cuando la gente ya no pueda más y salga a robar, a buscar comida y medicamentos y ahí matarán para resolver el conflicto. Como han matado cada tanto, la Argentina se encarga de producir matanzas metódicamente cada veinte o treinta años.
—¿Estás feliz con el estreno, te emociona lo que viene?
— Si, pero no debería hablar de eso, debería actuar esas fuerzas que son contradictorias y raras, porque no siempre son diáfanas, nobles, buenas. Uno está mezclado de oscuridad, de tristezas, de dolor y de otras cosas… Y todo eso me lo tengo que reservar para meterlo cuando actúe, tengo que reservar mis fuerzas que son escasas. Porque soy grande. Tengo 74 años, una edad en que la gente empieza a morir. Estoy volviendo a empezar algo que dejé hace 30 años. Y que no sé bien porqué lo dejé, porque era muy bueno — si les creemos a quienes hablaban de lo que uno hacía — pero, al mismo tiempo, todo es más simple. Ojalá nos vaya bien, nos merecemos un estadío de mayor felicidad porque tuvimos muchos problemas. Más no nos podía pasar.
Para agendar
La gesta heroica, de Ricardo Bartís. Los sábados, a las 21, y los domingos, a las 20, en Cultural Thames (Thames 1426). Desde $ 6000.
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