René Lavand, el ilusionista marcado por la tragedia que sorprendió a millones con un truco imposible
“No se puede hacer más lento”. La famosa frase acompañaba al ilusionista René Lavand en cada una de sus exquisitas participaciones. No le gustaba que lo definieran como mago. No lo era. Su arte estaba en aquellos engaños con los naipes que asombraban a su audiencia. Hace seis años, el 7 de febrero de 2015, murió en Tandil, su ciudad por adopción, a la edad de 86 años y víctima de una neumonía. Con él, se fue un hombre que había recorrido el mundo con sus espectáculos, pero cuyo mayor orgullo era esa casa con parque en la ciudad serrana bonaerense donde respiró por última vez.
A los nueve perdió su mano, pero eso no fue una traba para seguir el deseo de su vocación, esa que nació cuando su tía Juana lo llevó a ver el espectáculo del mago Chang en un teatro de Buenos Aires, ciudad en la que había nacido el 24 de septiembre de 1928 como Héctor René Lavandera. En aquella función iniciática para él, eufórico y fascinado, le gritaba al mago Chang “hágalo más lento”, intentando de esa forma descubrir el artilugio.
La tragedia
Antonio Lavandera y Sara Fernández, sus padres, llevaban una vida apacible hasta que la zapatería familiar quebró. El cimbronazo económico y emocional pegó duro, como suele suceder. Pero Antonio debía salir adelante dado que el sueldo de maestra de su esposa no alcanzaba para los gastos mínimos. Los Lavandera ya sabían de cambios de rubro. Tiempo atrás, Antonio había sido corredor de comercio, la vida nómade que luego trocó por la sedentaria atención de un comercio.
El nuevo destino laboral del padre de Héctor los llevó a la ciudad de Coronel Suárez, un lugar tranquilo y con menos vértigo que la Capital. Los Lavandera vivían en un barrio a unas cuadras del centro, pero Sara le había dado indicaciones precisas a su hijo para que no cruzara la calle: tenía nueve años y consideraba que aún no era del todo consciente de los posibles peligros. Una tarde, Héctor -luego adoptaría como marca el nombre René- se encontraba con sus amigos pasando el tiempo de la siesta que los mayores respetaban a rajatabla. Por alguna razón, los chicos decidieron cambiar de vereda. Héctor dudó, pensando en la orden de su mamá. Sin embargo, pudo más el no quedar rezagado del resto. El destino le jugó una muy mala pasada y un auto a gran velocidad lo llevó por delante. La tragedia fue ocasionada por un joven de 17 años, quien, también desobedeciendo a sus padres, tomó el auto familiar sin autorización.
Sara estaba dentro de su casa cuando escuchó la frenada. A los pocos segundos, llegaron para avisarle que Héctor había tenido un accidente. El pequeño había quedado incrustado en la vereda con su brazo explotado por la presión de un neumático del auto. Inmediatamente lo llevaron a un centro de salud cercano. Lo que iba a ser una amputación total del brazo derecho, gracias a la buena labor de un médico amigo de la familia, terminó siendo solo el corte de la mano, dejando un muñón de 11 centímetros que incluía el codo. Era diestro, con lo cual comenzó un tratamiento de rehabilitación que, al año, le permitió desenvolverse con naturalidad.
“No se puede hacer más lento”
Cuando Héctor tenía 14 años, la familia se mudó a Tandil debido a que Sara había conseguido un puesto como maestra en esa ciudad. Habían pasado algunos años desde el accidente y el adolescente se desvivía por el tenis de mesa y la pelota paleta, deportes que le permitían dominar su brazo y mano izquierdas. Con las barajas, su pasión, le costó más, pero lo logró.
Su excelsa habilidad en la cartomagia fue producto de su tenacidad autodidacta dado que los manuales del rubro están pensados para profesionales con dos manos. Nada fue impedimento. En casa, sus padres lo apoyaban y lo alejaron de todo vestigio de victimización.
Mientras la ilusión con las cartas no le permitió sostenerse económicamente, fue bancario. A los 31, en 1961, abandonó aquel trabajo para dedicarse tiempo completo a su verdadera vocación. Esa para la que estaba dotado y con la que maravillaba a sus audiencias que, como él cuando era niño, se desvivían pensando cuál era el secreto de esos trucos. Aquel certamen de manipulación, tal su especialidad, en el que resultó ganador, lo impulsó al cambio.
En aquel tiempo, decidió que sería más sugerente el René Lavand con el que se lo conoció a nivel masivo. Ese nombre con aura especial que acompañó la habilidad de este hombre que desafió a los naipes tanto como la vida lo retó a él.
Debutó en la revista porteña como atracción en el Tabaris, el Maipo y El Nacional y fue figura de programas de televisión como Badía y Cía. Era requerido en hoteles de lujo para presentarse ante audiencias conformada por millonarios y no se privó de brillar en Las vegas o en Japón. Hasta el mismísimo David Copperfield elogió sus virtudes. Millones quedaron obnubilados por la delicadeza de su tacto y, más aún, con su juego con un simple pocillo de café y tres pelotitas misteriosas, que aparecían ante la mirada de los incrédulos. Y eso que lo estaba haciendo lento.
Ser espectador de un número de René Lavand era iniciar un viaje hacia otra dimensión. Cada ilusión con sus naipes significaban una historia, una travesía donde la imaginación se ponía en acción. No era solo la destreza con la baraja, era acompañar ese don con la palabra justa, medida, bien dicha. René Lavand deslumbraba con un tempo propio, el que le marcaba el tono de su narración. Se lo dijo a un mago inspirador en su infancia. Y lo repitió toda su vida: “No se puede hacer más lento”. A seis años de su partida, aún su estelaridad está vacante.
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