Raquel Welch: cuatro amores para una femme fatale
A los 77 años conserva la sensualidad de su juventud. Rompió mandatos y luchó con la educación rígida de su padre hispano. Vivió el amor a su modo y no se resignó a ser solo valorada por la perfección de sus curvas
Vivir lejos de la autenticidad fue el karma que signó la vida de Raquel Welch . La espléndida mujer que deslumbró al mundo con su belleza pasó buena parte de su vida fingiendo lo que no era. Ficción dentro y fuera de los sets de cine. Desarrolló una carrera exitosa, pero a fuerza de interpretar mujeres que nada tenían que ver con su esencia más profunda. Y, más doloroso aún, asumiendo personalidades alejadas de su verdadero ser para transitar de mejor modo sus días. Inventó una persona. Una ecuación martirizante. Un calvario de años que se escondió detrás de la mueca glamorosa que toda celebridad del star system debe llevar adherida en el orillo. “Hubo momentos en los que odié ser una mujer bella. Me encasillaban con papeles sensuales que no me interesaban. Yo me quería correr de ese lugar, pero la industria me devolvía a ese sitio una y otra vez”, confesó hace un tiempo ya luciendo una madurez que le permite no fingir más, mostrarse tal cual es y desea ser hasta el último de sus días.
En el amor, la cosa tampoco fue sencilla. Allí también fue inventándose personajes para transitar con cierto tono apacible esos vínculos que le dieron momentos de felicidad y no pocos sinsabores. Amó y la amaron. ¿A qué costo? ¿Cuál es el precio que tuvo que pagar para contentar su alma y compartir sus sábanas?
Negar la raíz
Chicago fue la ciudad que la vio nacer como Jo Raquel Tejada, en 1940. Las costas del lago Michigan fueron su patio de juegos favorito. Allí creció la pequeña Raquel. Serpenteando playas sinuosas, desafiando las correntadas de la “ciudad de los vientos” y refugiándose de las nieves que lo congelaban todo en infinitos períodos invernales. Esa vida gozosa al aire libre se contrastaba con algunas limitaciones puertas adentro.
Su padre, el ingeniero Armando Carlos Tejada Urquizo, era de origen boliviano. Su madre, Josephine Sarah Hall, una norteamericana de pura cepa. El señor Tejada Urquizo era rígido con su esposa. Algunos biógrafos sostienen que las peleas empañaron la infancia de Raquel. Ella jamás confesó tal cosa.
Lo cierto es que la vida en esos tiempos no era sencilla para la familia. Incluso, todos debían seguir el paso marcado por el jefe de la casa (así se sentía él) y obedecer algunas cuestiones como la negación de un pasado. Nada menos. El origen latino, que a Raquel tanto la estimulaba, no era un motivo de orgullo para su progenitor. Instalado en Chicago, el ingeniero decidió no volver las páginas para atrás y eliminar de su historia ese pasado en La Paz, Bolivia. Lejos de las Cholitas de El Alto, Armando se edificó una vida urbana acorde a su estatus económico y hasta prohibió hablar en español en su casa. La pequeña Raquel se crió con poca información sobre sus ancestros paternos, un origen que reivindicó de adulta, como tantas otras cosas de su vida. A Raquel, la mujer que parecía tan libre frente a la cámara, desinhibida mostrando sus curvas, el libre albedrío no siempre le fue permitido. Notable paradoja de quien hizo de la libertad estética un modus operandi.
De todos modos, Raquel y su familia conformaron un grupo unido, con su propia lógica, con sus propias reglas. Cada casa, un mundo, dice el acervo popular. Y algo de eso hay. Anhelando consagrarse en el espectáculo, estudió en diversas academias de artes buscando canalizar su verdadera vocación. Mientras transitaba su colegio secundario, perfeccionaba sus conocimientos en actuación.
Fue en aquellos claustros donde conoció a James Welch, de quien se enamoró perdidamente siendo aún adolescente. A los 19 años, Raquel se casó con James. Se dice que la boda se precipitó debido a las urgencias que impone una maternidad anticipada. Y, desde ya, a la indignación de Don Armando Tejada Urquizo.
Raquel y James tuvieron dos hijos, Damon y Tahnee, el mayor legado de esa pareja. Aunque la actriz también capitalizó su matrimonio con su amigo del colegio al tomar de él el apellido que la consagraría por siempre.
En esos tiempos de matrimonio, Raquel vivió los primeros grandes aprendizajes de su vida: por un lado, se esmeraba por ser una buena esposa y una mejor madre. Puertas afuera, comenzaba a desarrollar una carrera que rápidamente la colocaría en un lugar estelar. Con las primeras mieles del éxito, la vida marital comenzó a resentirse. Él se sentía menos que ella. Consecuencia de manual. A pesar de la separación, una vez más, casi como un sino trágico, decidió ocultar su verdadera identidad y continuar utilizando el artificioso Welch, que ya no le pertenecía, como apellido artístico. Raquel sabía que para triunfar en Hollywood debía esconder, a su pesar, su sangre de ascendencia boliviana. Corría 1965 y la actriz ya había trabajado en tres films de la industria y en un par de series de televisión. Dos hijos, un apellido, y una carrera incipiente. Saldo a favor.
Volver a empezar
La Welch siempre hizo gala de un notable carácter. En realidad, fue sumisa a los mandatos familiares, a sus maridos y a lo que marcaba la industria, pero no se privó de plantarse y hacerse notar. Saludable contradicción.
Quizás por la rispideces de su infancia o por ver a su disciplinada madre sufrir, ella se armó de una coraza. Se inventó varios personajes para la vida y se aferró a una suerte de personalidad que poco tenía que ver con ella. Se hizo de abajo. A los golpes. Y eso la fortaleció, como suele suceder. Ese temple y una vocación de fierro son las que la llevaron a firmar el divorcio con su primer esposo sin que le temblara el pulso. Poco equipaje y dos hijos para emprender el viaje a Los Ángeles, el nuevo destino de su vida. Y de su carrera.
Causalidades del destino, rápidamente se cruzó con Patrick Curtis, quien se convertiría en su representante. El defendió con uñas y dientes la carrera de la actriz. Su lucha cotidiana por posicionarla en el medio, conmovió a una Raquel que prontamente se enamoró de su manager. En aquellos tiempos, la actriz interpretó “One Million Years B. C.”, un film taquillero que la terminó de catapultar a la fama. Todos hablaban de la chica linda que aparecía en bikini en el afiche de la película. Su interpretación de la cavernícola Loana generó todo tipo de comentarios. Aquella criatura sexy con bikini color piel la inmortalizó. Gracias a este rol para la pantalla grande, se ganó el apodo de “El Cuerpo”.
En 1972, y luego de haber compartido elencos con Frank Sinatra, Robert Wagner, Vittorio de Sica, Fernando Lamas o Elizabeth Hurley, el impulso inicial de su carrera se aletargó y los roces maritales terminaron con la pareja. Ella le reprochaba mejores papeles y contratos. Y él, un poco más de atención personal. The End para esta relación y para sus mejores años en el cine, aunque algunos éxitos más todavía estaban por llegar.
La tercera no es la vencida
En 1974 se ganó uno de sus mayores premios: el Globo de Oro por su trabajo en Los tres mosqueteros. Raquel seguía brillando como estrella del universo glamoroso del espectáculo, pero ya se le retaceaban algunos papeles estelares.
Además, su exigencia frente a determinados parámetros estéticos, la convirtieron en una figura difícil de tratar. Un entuerto con una maquilladora, en los comienzos de su carrera, definió el vínculo que la actriz tendría con sus compañeros de trabajo. “Nadie conoce mi cara como yo, ¿por qué voy a permitir que esta mujer me desfigure?”, habría dicho a los gritos por los pasillos de un gran estudio.
Raquel ya tenía 40 años cuando formalizó su pareja con Andre Weinfeld. Fueron muy felices. La pasión duró un tiempo. El amor, una década. En 1990, la eterna mujer sexy dijo basta y todo concluyó.
A pesar de eso, la década del ´80 le deparó algunas satisfacciones. La publicidad de Freixenet la mostró con transparencias, demostrando que seguía siendo, a los 45 años, una de las mujeres más lindas del planeta. Una belleza atemporal. De a poco, la Welch comenzaba a ser cada vez más auténtica. A dejar de lado mandatos sociales y papeles a contrapelo de lo que quería para su carrera. Se sabe, el bienestar interior, se nota siempre en el afuera. “El Cuerpo” seguía vigente. Seduciendo con ese saludable equilibrio entre la distinción de la dama y la brutal sensualidad de una femme fatale. El eterno cóctel made in Welch.
Ultima oportunidad
En 1999, Raquel contrajo su último enlace. Durante cuatro años, su pareja fue el restaurador Richard Palmer, veinte años menor que ella. Cuando el romance tomó estado público fue la comidilla de los gossip shows norteamericanos y de cuanta revista del corazón se editase. “¿Debo dar explicaciones?”, decía la actriz con cierta displicencia. Lo cierto es que nadie apostaba por el éxito de la pareja. Pero la protagonista del musical La mujer del año (en reemplazo de Lauren Bacall) dio revancha y demostró que su amor no era un capricho y que el vínculo establecido con Richard era auténtico.
Cuatro años de pareja no es poco para una mujer de 62 con un muchacho de poco más de 40. La diferencia de edad no se notaba porque la actriz, a medida que transcurría el tiempo, lucía cada vez más joven y lozana. Raquel y Richard se habían casado en Beverly Hills y, según el comunicado oficial, la ruptura fue amistosa. ¡Vaya eufemismo! ¿Habrá sido éste su último amor? Al menos en lo público, puede decirse que sí.
Un gran logro de Raquel es haber preservado a su familia de comidillas escandalosas. Incluso poco se sabe de amoríos no oficiales. Por allí trascendió el nombre de Aldo Sambrell o Sancho Gracia, ambos españoles, pero el perfil bajo ha sido la constante de esta señora discreta que vivió la vida a su modo. Al principio, enfundada en mandatos y personaje y luego de manera más genuina.
En los últimos años, Raquel no se privó de brindar entrevistas. Ya de vuelta de todo, la actriz esboza cierto malestar con la industria por no haberle otorgado los papeles que ella hubiese querido. Primó la belleza que, a veces, es un arma de doble filo.
Una alimentación saludable, rutina de pesas, yoga y una vida apacible la convierten hoy en una madura mujer tan bella a la que el paso del tiempo no le pasa factura. Más abierta a contar y contarse la propia historia, no reniega de su estricto padre y hasta reconoce que la ausencia del idioma español fue una manera de preservarla de cierta marginación que podría haber sufrido de niña.
La Welch es uno de esos casos en los que el nombre cobra notoriedad sin haber transitado grandes protagónicos (aunque los tuvo) y muy pocos escándalos (que también los hubo). A pocos años de cumplir los ochenta, se manejó como una equilibrista de la vida y de la profesión. Asumió roles ficticios dentro y fuera de los sets. Fue su estrategia para sobrevivir a los sinsabores personales y a la competencia de una industria cinematográfica que todo lo fagocita. “El cuerpo” fue el apodo. Su cuerpo, la herramienta. Y el amor, una asignatura aprobada, pero sin calificaciones descollantes. Así vivió, vive, la norteamericana que se siente hispana.
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