En exclusiva y en primera persona, revive su experiencia en el trío de eventos que dan forma a la competencia que se celebra en Suiza; revela detalles de su dieta y de su entrenamiento
Una vez que te anotaste en la carrera de esquí más larga del mundo, no hay vuelta atrás. Mi pasión por el esquí se convirtió en algo mucho más serio desde que me inicié en el deporte, a los 11 años en un viaje escolar a La Clusaz, Francia. Y, apelando a mi espíritu aventurero, el Desafío del Infierno estuvo en mi lista de pendientes desde hace varios años, así que decidí unirme al Kandahar Ski Club para correrla.
Todos los eneros desde 1928, el encantador pueblo suizo de Mürren es "invadido" por 1800 esquiadores provenientes de hasta 25 países, que vienen a competir en el Desafío del Infierno, una combinación de carreras de cross-country, slalom gigante y competencias cabeza abajo, que dura cuatro días.
Me anoté junto a otros esquiadores entusiastas y me encontré en medio de un viaje en un tren majestuoso por los Alpes suizos hasta llegar a Mürren. En el pueblo la nieve caía, se veían las sombras de los tres picos más importantes –Jungfrau, Mönch y Eiger– y se respiraba un clima festivo.
Los Juegos Olímpicos de Invierno estuvieron siempre entre mis competencias preferidas: desde chica me fascinaba la imagen de los esquís filosos de los atletas circulando a toda velocidad por el hielo, la adrenalina en la línea de largada y sus caras de felicidad y agotamiento en la llegada.
Estimulada por la bebida energizante Rivella y las barras de nuez Ragusa –fuentes de energía perfectas para la montaña– me preparé para la segunda etapa, el slalom gigante. Nunca antes había participado de un desafío tan grande con tan poca preparación. El trayecto estaba helado, repleto de baches y muy "esquiado" por los competidores anteriores. Traté de recordar todos los consejos que me habían dado antes de la carrera ("doblá antes de la curva para mantener la velocidad", "clavá los cantos para no derrapar"), pero me resultaba muy difícil mientras trataba de esquiar lo más rápido posible y prácticamente sin estilo. Esto no era lo que yo imaginé la noche anterior ni lo que creía que pasaba en los Juegos Olímpicos, pero 1 minuto 33 segundos después todo había terminado y yo estaba con una taza de caldo caliente entre mis manos.
Esta carrera es el evento principal del Desafío del Infierno, una competencia única por su antigüedad y longitud de 14,9 kilometros, y un descenso de 2170 metros. Según la nieve y las condiciones climáticas, la longitud puede ser alterada por razones de seguridad. Este año fue acortada a 9,5 kilómetros y a un descenso de 1200 metros. De todas maneras, era lo suficientemente larga para mi nervioso debut. Para poner estas cifras en perspectiva, los más eximios esquiadores pueden llegar a una velocidad de 160 kilómetros por hora.
La mañana de la carrera, yo tenía la panza llena con un desayuno de huevos, palta, proteínas y pan integral de centeno, mi ritual previo a todas las competencias. "Sintonicé" mis músculos con distintos ejercicios y me temblaban las manos. Cuando llegué a la pista, me enteré de que la largada se había retrasado una hora debido a la niebla. Yo cruzaba los dedos para que se despeje a las 15:30, mi hora de salida. Después de devorar unos espaguetis con boloñesa, me dirigí por teleférico a la cima de la montaña Schilthorn. De ahí pude espiar parte del trayecto, pero me di cuenta de que no era una buena idea cuando vi a un competidor caerse y fracturarse una muñeca media hora antes de mi largada. Cuando llegó mi momento la niebla se había despejado y el cielo brillaba. Tenía las botas tan ajustadas que las pantorrillas me dolían de la presión. Eso no importaba, ya que quería la máxima estabilidad y agarre posible.
La primera parte era empinada y la luz, plana. El corazón me latía con fuerza, pero mi postura era perfecta, con los brazos preparados para "romper" el viento y deslizarme de la manera más aerodinámica posible.
Una multitud se había reunido en una de las curvas más peligrosas, llamada Hog’s Back. Tenía que tomarla con velocidad, para lograr envión. Mis muslos ardían como nunca antes, mi aliento era inconsistente y corto, y la demanda física sobre mi cuerpo era extrema. Podía sentir cada músculo en tensión. Pero entonces, milagrosamente, después de la última parte de la carrera, y ya totalmente fuera de control, atravesé la línea de llegada. Mi tiempo fue de 12 minutos y 28 segundos. Hubo abrazos, fotos, canto y baile. Los competidores y los espectadores, eufóricos por la experiencia, bebieron cerveza y vino caliente. "¿Lo harías de nuevo?", me preguntaron varias veces, y pensé: "Probablemente, sólo por la sensación maravillosa de llegar a la meta".
- Fotos y Texto: Pippa Middleton
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