La psicóloga chilena cuenta cómo atravesó la muerte de su novio y su apuesta al matrimonio con un hombre 18 años mayor; además habló de cómo acompañó a Pampita en su duelo
En medio de una apretada agenda de cuatro días que incluye conferencias, visitas a programas de televisión y su presentación en la Feria del Libro, la psicóloga chilena Pilar Sordo (48) cuenta que desde hace tiempo aprendió a dosificar la energía entre tanta exigencia. Elegida como una de las 100 mujeres más influyentes de Chile, acompañó a las mujeres de los treinta y tres mineros que esperaban el regreso de sus maridos tras quedar atrapados en la mina San José en 2010 y recibió en su casa a Pampita Ardohain e Isabel Luco (madre de Benjamín Vicuña) tras la muerte de Blanca. Ella experimentó su propio drama cuando su novio, Oscar Letelier González, murió víctima de un cáncer.
Después de escribir cuatro bestsellers centrados en el estudio de la adolescencia, los vínculos y el abordaje del dolor, visitó nuestro país para presentar su último trabajo No quiero envejecer (de Editorial Planeta).
–¿A qué le tenemos miedo cuando nos ponemos mayores?
–A la soledad y a las enfermedades. Yo no tengo duda de que mis hijos me van a cuidar el día en que lo necesite y si no son ellos, serán mis amigos, pero ni loca me imagino una vejez en soledad. Y eso también tiene que ver con que hay una generación que no está invirtiendo en vínculos. Ahora hay una movida de estar solos y sin compromisos o estar en pareja, pero sin hijos… Todas decisiones que apuntan al egoísmo e inevitablemente a la soledad. En cambio, si uno ha ido gestando un circuito afectivo sólido, ¿cuál es el problema que te tengan que subir a una silla de ruedas?
–La obsesión por las cirugías estéticas también tiene mucho que ver con no aceptar el paso del tiempo…
–Claro. Las arrugas son también expresiones que hemos tenido en la vida y no tiene que ver con cuidarse sino con aceptar lo que inexorablemente va a ocurrir. Además, está comprobado que si yo me hago un lifting y después no me hago nada más, en cuatro años más, voy a estar más vieja que si no me lo hubiese hecho, porque la piel se vuelve a caer. Eso es lo que explica también la adicción: a la primera señal en el espejo de que el botox dejó de tener su efecto, volvés al quirófano.
–Tu trabajo te convirtió en un claro referente de contención para aquellas personas que atraviesan momentos de mucho dolor.
–El dolor es tan inevitable como la vejez. Pero es más abrupto, llega a tu casa sin avisar. Es como una encomienda que dejan en tu puerta y hay que decidir qué se hace con eso. Algunos se arriesgan y se animan a abrirla para ver qué trae; y otros, la esconden, nunca hablan de eso y niegan todo tipo de proceso de dolor. Creo que la gente que se arriesga a mirar lo que hay más allá de esa pena es la que aprende y tiene mayor capacidad para apreciar la vida.
–De hecho, ayudaste a Pampita en el peor momento de su vida. ¿Qué recuerdos tenés de aquellos encuentros?
–Ella estaba como tenía que estar, no había mucho que decir, transitaba el proceso muy obediente. Sabía escuchar atentamente lo que le demandaba el duelo: si quería llorar, lloraba; si quería reír, reía; si quería ir a la habitación de Blanca a mirar las cosas, lo hacía. Creo que el período más rabioso en ella fue muy corto y después aflojó en un dejarse navegar. Esa entrega de alguna manera ha permitido que ella se vuelva a parar, ahora está embarazada y refleja sin dudas su decisión de querer ser feliz. La pena por la ausencia de Blanca nunca se le va a ir, la sigue llorando, pero también vive en ella su decisión de ser feliz y eso se nota en la actitud que adoptó.
–Vos también transitaste el dolor al morir tu primer marido, en 2009.
–Yo he pasado por todos los estados civiles. Así como estuve casada once años y tuve dos hijos, también viví relaciones tóxicas que a la larga me enseñaron mucho de mí misma. Yo siempre digo que los idiotas sirven para algo. Después de un período de soledad muy fuerte, conocí a Oscar, un hombre muy noble que a los seis meses se enfermó de cáncer y murió a los nueve meses. Esa fue mi experiencia límite, dejé de trabajar para cuidarlo y me dediqué a estar con él. Nunca me habían amado como él me amó.
–Pero volviste a enamorarte.
–Después de su muerte, decidí cerrar la cortina. Ya había vivido todo lo que tenía que vivir: amé, me amaron, me abandonaron, me desilusionaron. No tenía más nada que experimentar. Y así transité cuatro años de soledad. Y después, la vida me sorprendió. Mientras preparaba un viaje al sur de Chile, me reencontré con Juan [Fabri], una persona que hacía veinte años que no veía y su mujer había muerto en la misma época que Oscar. Nos juntamos a comer y nunca más nos volvimos a separar. El año pasado finalmente nos casamos.
–¿Cómo viviste ese momento?
–Me pareció importante hacerlo público. Era tan grande lo que sentíamos el uno por el otro y yo me había animado a volver a querer, que necesité dejarlo por escrito. Quería demostrarles a nuestros hijos que las cosas importantes tienen validez pública, que a veces no basta con sellar un compromiso puertas adentro. Hay que aprender a arriesgarse y saber escuchar los mensajes que te da la vida.
–¿Cómo somos los argentinos en nuestro vínculo con la felicidad?
–Ustedes son un país que dice lo que siente, para bien o para mal. Al decir lo que sienten, tienen un contacto con la alegría que a mí me resulta asombroso. Tienen capacidad para vivir en el desorden y disfrutarlo porque pueden vivir la situación más complicada y, sin embargo, no dejan de juntarse con amigos y compartir un asado. Los restaurantes siguen llenos al igual que los cines y hasta celebran los ñoquis del 29. Verdaderamente cuidan la cosa de la familia. Siempre digo que a los argentinos los salvan tres cosas: su capacidad expresiva, le dan valor a la gente grande y la importancia que le otorgan a la mesa, el encuentro, el mate.
Texto: Jacqueline Isola
Fotos: Paul Roger
Producción: Georgina Colzani
Agradecimientos: Park Tower Hotel
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