Pablo Ferraudi, hijo de la viuda de Sandro, muestra su castillo y cuenta secretos del ídolo
Si la discreción y el perfil bajo se llevan adheridos en el ADN, Pablo Ferraudi lo heredó, sin dudas, de Olga Garaventa, su madre. Pero también, nobleza obliga reconocerlo, se impregnó en él mucho del modo de ser, y el deber ser, de Sandro, a partir del vínculo, y posterior matrimonio, conformado por Olga y Roberto Sánchez. "Con mi padre biológico, que murió hace tres años, tenía muy buena relación. Pero también Roberto fue un padre para mí", confiesa el joven de 36 años que jamás se desapegó de Boedo, ese barrio que lo vio nacer y en el que sigue viviendo, ahora con su mujer y su hija de tres años. Fanático de San Lorenzo, como no podía ser de otra manera debido a esos amores que se gestan en el mapeo territorial, hoy está abocado a la inauguración de El Castillo de Sandro, un bar tematizado sobre la figura del ídolo y especializado en la cata de vinos y el tapeo. Una gran noticia para los fanáticos que se aprestan a conmemorar este lunes el 74° aniversario del nacimiento del cantante.
"Entre sus atractivos, el bar contará con piezas únicas que nos harán recordar momentos memorables de su carrera, fotografías inéditas y material relacionado con su historia. Será un lugar para el encuentro con el artista y con el hombre, con un poquito del Roberto Sánchez que compró esa vivienda y la pensó como sede de su discográfica, la diseñó personalmente y la hizo construir a su gusto", explica Pablo Ferraudi a LA NACION, mientras abre, por primera vez para un medio periodístico, la imponente reja que da a la avenida Pavón y se convierte en el ingreso a un castillo que sobresale en la barriada de casas bajas que conserva mucho de aquel Buenos Aires de tiempo pausado.
Viaje a la Edad Media
¿Un castillo en Boedo? Solo la excentricidad de Sandro podría generar semejante fenómeno. "Él pasó por acá cuando iba rumbo a un show. En este lugar había una casa chorizo en venta y, cuando la vio, se le ocurrió que podría construir aquí su castillo. A él le gustaba mucho la heráldica, eso se puede observar en el sello que utilizaba o en lo escudos de sus sacos. Este lugar tiene mucho de toda esa cultura". El ingreso mismo al castillo ya se convierte en un emotivo reencuentro con el espíritu del ídolo. A pocos metros de la calle, una gran rosa iluminada recibe a los visitantes. Dan ganas de tocarla como quien frota su mano en una imagen santísima. La escena conmueve. Es que esa flor de múltiples pétalos no solo es un símbolo, sino que es la misma que utilizó el cantante en sus conciertos del teatro Gran Rex y que, posteriormente, solo fue sacada del castillo para la grabación de una escena compartida por Agustín Sullivan, Marco Antonio Caponi y Antonio Grimau en la serie Sandro de América, que emitió Telefe y estuvo basada en el libro de la periodista y biógrafa Graciela Guiñazú.
"La intención es homenajearlo. Los visitantes encontrarán su presencia en la arquitectura medieval, en la decoración y hasta en una carta especial que refleja algunos de sus tragos preferidos". En la planta alta, en simultáneo, se está montando un centro cultural que ocupará parte de lo que fueron las oficinas del músico, de Aldo Aresi, su representante icónico, y hasta el lugar donde trabajaba Olga Garaventa. Es que allí, bajo esos techos de atmósfera del medioevo nació el amor entre ellos. "A mí me emociona mucho recorrer este lugar", reconoce Pablo.
–¿Sandro diseñó este castillo?
–El dibujó la idea con mucho detalle y luego se contactó con los arquitectos. Pero fue una decisión de él armar todo esto.
–¿Qué función cumplía este edificio?
–Él pensaba montar aquí la sala de grabación más grande de Sudamérica, pero nunca lo utilizó para tal fin. Acá se guardaban los equipos de sonido y se instalaron las oficinas.
El despacho del cantante tenía dimensiones importantes y balconeaba sobre la avenida Pavón. Una curiosidad es que contaba con un montacargas colocado especialmente para que Sandro pudiese acceder desde la planta baja al segundo piso. Lo llamaba "el cajón". El dispositivo solo era utilizado por él y no contaba con más capacidad que la de una persona de pie. Así era Robert, como lo llamaba, y lo llama, cariñosamente el hijo de Olga Garaventa.
–¿Cómo llega tu mamá a trabajar en este edificio?
–Ella se vio en la obligación de salir a trabajar y una vecina, que tenía un kiosco en la esquina, le avisó que en las oficinas estaban buscando gente. Vino a preguntar y, efectivamente, le dijeron que estaban necesitando personal de limpieza. Así arrancó, trabajando como maestranza en la limpieza de todo este edificio, tarea que realizaba sola.
–¿Sola?
–Sí.
–¿Ustedes sabían que aquí funcionaban las oficinas de Sandro?
–Sí, el barrio siempre lo supo. Cuando mi mamá se entrevistó con Aldo Aresi, él le preguntó si era fanática de Sandro, porque no podían contratar a nadie que lo fuera. Pero mi madre no era seguidora de él. "Lo conozco, pero no soy fanática ni admiradora. No lo sigo", dijo en ese momento.
–¿Por qué no querían que trabajase una fan?
–Por discreción. No querían a nadie que pudiese meterse en la intimidad. Como mi madre siempre tuvo un perfil muy bajo, era ideal para eso.
–¿Cómo era el trato inicial de Olga con Roberto?
–Al principio, casi nulo, pero, cuando quedó embarazada la secretaria de Aldo Aresi, él le propone reemplazarla y aumentarle el sueldo por el cambio de tareas. Ahí tuvo un poco más de trato con Roberto, pero sólo por teléfono. Él era muy correcto. Mi mamá, mi hermana Manuela y yo le estamos muy agradecidos a Aldo porque fue muy generoso y eso permitió que mi madre nos pudiese educar y mantener. Mi papá era fotógrafo, pero no le iba muy bien.
–¿Vos trabajaste con Sandro?
–Sí, aunque al comienzo yo no quería.
–¿Por qué?
–No quería que se sintiese en la obligación de tener que darme trabajo. Yo tenía 24 años y trabajaba en una ortopedia. Mamá ya vivía con él cuando me pidió que lo acompañase como chofer y haciendo tareas de asistente para ayudarlo en el día a día. Trabajaba, en blanco, de nueve de la mañana a seis de la tarde.
–¿Te pagaba bien?
–¡Sí! Y siempre a término. Era una persona increíble.
Cuestión de principios
–¿Cuándo te cuenta, Olga, que había entablado un vínculo personal con Roberto?
–Una noche de fin de año. Veía que mamá hablaba mucho por teléfono con alguien, pero no sabía con quien. En ese momento no asocié que pudiese tratarse de él. Al tiempo, mamá me dijo: "Pablo tengo que plantearte algo: me estoy empezando a hablar con Roberto, posiblemente me vaya a pasar alguna noche a Banfield con él". Para ese entonces ya me había dado cuenta.
–¿Qué le dijiste ante tamaña noticia?
–Que no me tenía que dar ninguna explicación. Ella estaba muy nerviosa por cómo lo iba a tomar o qué iba a pensar. Pero, inmediatamente, le dije: "Mamá, sé cómo sos vos".
–¿Cuándo te planteó la convivencia definitiva con Roberto?
–Fue en una reunión familiar en la que estábamos con Manuela. Ahí nos contó que se iba a mudar a Banfield, pero que le generaba temor dejarme a mí solo porque mi hermana ya estaba viviendo con su marido y su hija. Mamá tenía miedo que nos sintiéramos incómodos.
–¿Cuándo conocés personalmente a Sandro?
–A los tres o cuatro meses de la mudanza de mamá. Fue a mediados de 2004, en un almuerzo. Fuimos a comer con Manuela, mi excuñado y mi sobrina.
–¿Cómo recordás ese encuentro?
–Maravilloso. Él habló de fútbol, de historia, de fotografía. Fue muy cordial. Era un fenómeno. De puertas para adentro era un tipo que contaba chistes todo el tiempo y se vestía con pantalón corto y zapatillas Flecha. Además, era muy pícaro.
–¿Es cierto que te pidió la mano de tu madre?
–Sí. En una oportunidad nos quedamos solos, me solicitó que apague el televisor y me dijo que quería mi aprobación, mi "bendición", para poder casarse con mi mamá. Cuando le dije que sí, me pidió que le diese un abrazo: "Soy de costumbres de antes", me dijo. Y ahí me sugirió que me fuera porque iba a preparar una cena romántica. No lo podía creer. Mamá me contó, al otro día, que le hizo una declaración de amor increíble.
Sin aires de estrella
–Se podría decir que Sandro era un ídolo con calle.
–Hay anécdotas que lo pintan de cuerpo entero: él me regaló mi primer auto y, cuando estaba en la concesionaria retirándolo, me llamó y me pidió que, ni bien llegase a Banfield, dejara el auto en el portón de ingreso al jardín. Cuando llego, lo veo a él con mi vieja sosteniéndole la mochila con el oxígeno en la puerta. Nunca estaba ahí, porque era un lugar lejano a la casa. Le pregunté qué sucedía y me respondió que él iba a ingresar el auto a la cochera cubierta ubicada en el fondo del jardín. La verdad es que me asusté.
–¿Por qué?
-Hacía mucho que Robert no manejaba. Le expliqué que era un auto que salía muy rápido y que, además, estaba impecable. Me dijo: "No te preocupes, pibe". Se subió al volante y salió arando. Nos quedamos duros con mi vieja. Además, para entrar al garaje hay que pegar una curva, hacer una especie de codo. Así como arrancó, pegó la curva y se metió en la cochera. La miré a mi vieja y le dije: "Mamá, se hizo mierda". Cuando llego a la cochera, lo veo bajando con una sonrisa. Recuerdo que le dije: "Robert, pensé que habías chocado". Y él me respondió: "Pero hijo, por favor. Manejé Jaguar, Mercedes, ¿te creés que me voy a asustar con este auto?".
Teníamos una relación muy familiar. Me contaba sus cosas, me pedía que lo aconseje para tratar a mi mamá porque decía que yo la conocía más
–¿Le gustaba contactarse con la calle, salir, visitar lugares?
–Sí, pero mucho no podía por su fama y, luego, por motivos de salud. Pero se daba sus gustos.
–¿Qué lugares le gustaba visitar?
–Recuerdo que habíamos ido a un almuerzo con motivo de la firma de contrato con Universal. Era un lugar precioso donde ofrecían platos gourmet. Es decir, muy bien decorados, pero bastante escasos. Cuando nos sirven, lo miro, me mira, y me pide que me acerque. Me paro entre él y mamá y me dice: "Cuando salimos de acá, nos vamos a La Blanqueada". La Blanqueada era una pizzería de Pompeya, en Roca y Sáenz, que hacía una pizza bien aceitosa que a él le encantaba. Siempre íbamos ahí, pero él no bajaba. Yo pedía la pizza en el mostrador y la comíamos en casa. Era una rutina que le gustaba mucho.
–A pesar de sus pocas apariciones, ¿qué sucedía con la gente cuando lo veía?
–La gente no lo podía creer. Una vez, cuando íbamos por la General Paz rumbo a una grabación, nos paró la policía para un control. Mientras se acercaba el agente, Robert me pidió que bajase el vidrio de su lado, así lo saludaba. "Hola, ¿cómo va?", le dijo. El policía no lo podía creer, llamó a sus compañeros, se armó un revuelo bárbaro. "¡Muchachos, está Sandro. Muchachos, está Sandro!", gritaba el oficial. Le pidieron sacarse fotos y él accedió, pero sin salir del auto por el frío.
–¿Y qué sucedió con el control del auto?
–Nos dejaron ir sin pedirnos ni los documentos, me quedé con los papeles en la mano.
–¿Tu papá biológico tuvo contacto con Roberto?
–No, pero Robert tuvo un gesto muy bueno con él. Hubo un tiempo en el que yo andaba preocupado. Robert se dio cuenta y me preguntó qué me sucedía. Entonces le conté que mi viejo estaba con problemas en la vista, cataratas. Me preguntó quién lo atendía y le expliqué que estaba tratado por PAMI. Entonces, me dijo que fuese a ver a un médico que hacía tratamientos con láser en una clínica privada. Él me dio la plata para que mi viejo se pudiera operar de la vista. Era un tipo fuera de serie.
–¿Cómo reaccionó tu padre ante el gesto?
–Le escribió una carta agradeciéndole su actitud, pero nunca se vieron personalmente.
–¿Lo sentías un padre a Roberto?
–Sí, absolutamente. Al punto tal que me decía "hijo". Teníamos una relación muy familiar. Me contaba sus cosas, me pedía que lo aconseje para tratar a mi mamá porque decía que yo la conocía más. Era un romántico, le hacía dibujitos, le escribía cartas y poemas, buscaba sorprenderla siempre. Tenía un amor increíble. Jamás escuché que, alguien que lo conociera, hablase mal de él. Era una persona encantadora. Sentí mucho su muerte.
–¿Cómo recordás el final?
–Fue bravo, pero él tenía muchas ganas de vivir. La operación del trasplante salió perfecta, todo se complicó por una bacteria. Mamá no podía creer su muerte. Los primeros tres días, luego del fallecimiento, no dormí. Tuvimos que traerlo, organizar el velorio. Nos proponían el Congreso Nacional o el Luna Park para velarlo, pero en un momento así uno no tiene energía para decidir nada. Recuerdo que nos ofrecieron colocar una cámara para transmitirlo en vivo, como había sucedido con el de Mercedes Sosa, pero nos negamos. Era un momento íntimo.
–¿Se siente su partida luego de casi una década?
–Se siente mucho su ausencia. Desde que él no está, todo se nos hace muy cuesta arriba. Con él vivo, habría cosas que serían más fáciles. Muchas veces te quieren pasar por encima. Se lo extraña.
–¿Cuándo hablaste por última vez con él?
–En el vuelo a Mendoza para realizar el trasplante. Me contaba que le gustaba esa provincia y los buenos vinos que se hacían ahí. Pero estaba muy nervioso porque no había oxígeno suficiente. Habían abierto demasiado las válvulas y se comenzó a consumir muy rápido. Fue un poco tensa la última parte del viaje. Ni bien llegamos, había una ambulancia con oxígeno esperándolo. Luego de la operación, se comunicaba con papel y lápiz. Cuando lo pude ver, por primera vez, me pidió un peine y un espejo para arreglarse y esperar a mi vieja. Me guiñó un ojo antes de verla a mamá. Era un fenómeno. Luego del trasplante estaba precioso, con buen color.
–¿Qué deseos le quedaron pendientes?
–Él quería vivir para hacer un show gratis en la 9 de Julio para despedirse de sus fans; tenía ganas de viajar en plan de vacaciones y no por trabajo; y deseaba volver a grabar un disco de rock. No pudo ser...
–¿Cuál fue el último mensaje que te dejó?
–Me dijo: "Cuidá mucho a tu vieja porque la van a querer pasar por encima. Ella es muy buena y este mundo en el que yo estoy no es tan fácil".
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