Murió Narciso Ibáñez Serrador, el hombre que supo crear la mejor televisión


Narciso Ibáñez Serrador fue mucho más que una figura que supo honrar y mantener en lo más alto una notable estirpe artística familiar. Además de elevarla y sostenerla en su ilustre identidad, logró enriquecerla con un genio personal tan grande que, mucho antes de dejar este mundo, ya era reconocido por propios y extraños como uno de los innovadores más colosales que tuvo la televisión europea en toda su historia.
El único hijo de Narciso Ibáñez Menta murió en la tarde del viernes 7 de junio en un hospital de Madrid, a los 83 años, luego de sobrellevar una serie de penurias que fueron minando su salud y le impidieron en enero último recibir el aplauso de sus pares en el escenario en el que se realizó la última fiesta del Goya, el máximo premio audiovisual que se otorga en los países hispanoparlantes. Sólo pudo asistir en silla de ruedas y acompañado de sus hijos Alejandro y Pepa a la ceremonia previa de entrega de reconocimientos a los nominados. Allí minimizó, como siempre hizo, el calificativo de maestro que todos, sin excepción, le prodigaban. "Me parecía excesivo. No fui consciente de lo que hacíamos… Probablemente con tanto trabajo estaba tan cansado que no percibía tamaña repercusión", admitió. Se enorgullecía, eso sí, de su condición de gran innovador. Dijo allí que toda su vida se empeñó en luchar "para hacer algo diferente".
Y vaya que lo consiguió. Desde las páginas de El País, Gregorio Belinchón definió a Ibáñez Serrador con toda justicia como "un mago de la imagen, un creador que apostó por una caligrafía cinematográfica en un tiempo de televisión en blanco y negro física y moralmente". Estaba obsesivamente empeñado en entregar a través de la tele programas de calidad que al mismo tiempo fuesen vistos y valorizados como un gran entretenimiento. Algunos, de manera errónea o limitada, lo asociarán de aquí en más únicamente con los relatos de suspenso y de terror, a los que se dedicó con entusiasmo durante gran parte de su carrera, en buena medida gracias a la herencia paterna.
No hay nada más injusto que encasillar a Ibáñez Serrador en un género o alguna especialidad. Iba mucho más allá. Su visión se extendía a todas las manifestaciones de la producción audiovisual. La idea, el lenguaje, la puesta en escena, la estructura narrativa, el modelo visual. Se animaba al cruce de géneros, a romper todo el tiempo la cuarta pared, a mostrar la intimidad de lo que aparecía detrás de los decorados. "Veías lo que no esperabas ver", dijo una vez como síntesis de su estilo. En esa sencilla definición estaba guardado el secreto de su obra.
La cumbre de su carrera se llamó Un dos tres… responda otra vez, que detrás de su apariencia visible de programa de preguntas y respuestas escondía toda una idea televisiva ambiciosa y contundente. Cada emisión era distinta a la anterior, porque toda su escenografía y la puesta en escena completa se transformaban, poniéndose enteramente al servicio de la temática elegida, tan variada que podía ir desde el circo hasta la estética del erotismo.
Antes había creado otro ciclo antológico, en este caso de ficción, que también dejó una huella indeleble: Historias para no dormir. Una antología de 28 episodios dedicados al suspenso y el terror que el propio Ibáñez Serrador presentó con espíritu desmitificador. Decía allí, en compañía del decorado desnudo, los micrófonos y las cámaras a la vista, que no buscaba caer en los clásicos lugares comunes del género, sino apostar a la calidad y despertar en los televidentes atención y una pizca de inquietud.

Narciso Ibáñez Serrador, para todos Chicho, había nacido el 4 de junio de 1935 en Montevideo y vivió desde la cuna la vida de los artistas. Lo eran sus padres, el ilustre Ibáñez Menta y la actriz Pepita Serrador. "Mis grandes influencias fueron mis padres, actores teatrales de gustos muy opuestos, y los libros", recordó ya en su madurez. Recuerda Belinchon desde El País que no tuvo otros maestros que esos autores que tanto disfrutaba adaptar, sobre todo los del siglo XIX. Para Ibáñez Serrador, Edgar Allan Poe era Dios.
Estudió en Salamanca y muy pronto siguió los pasos de sus padres, primero como artífice teatral en España y luego poniendo en marcha su carrera televisiva en la Argentina. La dupla Ibáñez Menta-Ibáñez Serrador tuvo su bautismo de fuego en 1957. El hijo se ocupó de la adaptación de grandes textos clásicos interpretados por su padre en Teatro universal en un acto. Un año después, recurriendo por primera vez a uno de sus seudónimos (Luis Peñafiel), Ibáñez Serrador mostró su multifacético perfil: fue autor, adaptador, intérprete y responsable de la puesta en escena de Cuentos para mayores. También en 1958, y de nuevo como Peñafiel, firmó una recordada adaptación de la vida del pintor Paul Gauguin, a quien también personificó.
Su gran hito televisivo en la Argentina llegó en 1961, como adaptador de los clásicos que conformaron el ciclo Obras maestras del terror, una de las cumbres de la carrera actoral en la pantalla chica de Ibáñez Menta. Retomó ese ciclo y sus Cuentos para mayores al año siguiente. Por entonces también dirigió Tangos en el recuerdo, un ciclo especial protagonizado por Tita Merello que no estuvo a la altura de las expectativas. Como actor, en ese tiempo le tocó interpretar a Camilo Canegato en una muy comentada adaptación de Rosaura a las Diez, de Marco Denevi. Regresó fugazmente a la Argentina en 1974 para montar el ciclo Chicho Serrador presenta a Ibáñez Menta, con nuevas adaptaciones. Recuerda Jorge Nielsen en La magia de la televisión argentina que Ibáñez Serrador se quejaba del ritmo frenético de las grabaciones televisivas en nuestro país, donde había que hacer en un día lo que en España llevaba 10.
En ese momento Ibáñez Serrador llevaba una década de trabajo constante en España. Ya se había establecido a tiempo completo en la tele, dejando atrás para siempre el mundo teatral. Primero con Historias para no dormir, que presentaba al estilo del clásico ciclo antológico de Alfred Hitchcock. Y después con el insuperable Un, dos, tres… responda otra vez, que se puso en marcha en 1972 y revolucionó por completo la entonces gris pantalla televisiva española de los tiempos finales del franquismo. Pasó de productor y puestista a director de programación de Televisión Española, transformando la pantalla completa con su impronta. Esa dedicación le impidió seguir con la continuidad anhelada su carrera como director cinematográfico, que se quedó en dos largometrajes muy recordados: La residencia (1969) y la inquietante ¿Quién puede matar a un niño? (1976).
Pese a esa obra tan escasa, su influencia fue notable en destacados cineastas de generaciones posteriores: Juan Antonio Bayona, Alex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Paco Plaza, Juan Carlos Fresnadillo, Alejandro Amenábar. "Me gustaría ser recordado como un entretenedor. Y si volviera a nacer, haría lo mismo pero mejor", dijo una vez. Mirando en retrospectiva todo lo que hizo, parece algo imposible. Pero reconociendo su talento, habrá que darle también aquí toda la razón.
