Murió el actor Helmut Berger, el “hombre más bello del universo” que cayó en un espiral de abusos y autodestrucción
El actor austríaco conquistó fama y reconocimiento en los años 70 de la mano de Luchino Visconti, con quien vivió una intensa historia de amor; la muerte del realizador lo sumió en una gran depresión y no pudo recuperar jamás la gloria perdida
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En la triste vejez de Helmut Berger no quedaba más que el triste recuerdo de una época de gloria genuina, sepultada bajo un océano de excesos. Una caída autodestructiva imposible de frenar transformó al actor coronado en los años 70 por la revista Vogue como “el hombre más bello del Universo” en el demacrado y casi irreconocible anciano que acaba de fallecer a los 78 años.
Esa parábola extrema aplicada a la vida de unos cuantos famosos, que viaja desde la gloria artística hasta la decadencia absoluta, puede aplicarse a la perfección en el caso de Berger, que primero tuvo el raro privilegio de comprobar cómo el rasgo aristocrático que su extraordinaria apostura le permitía representar en el cine se trasladaba a la realidad. Pero esa vida opulenta, llena de lujos y placeres mundanos que marcó su vida durante al menos dos décadas, se convirtió en la fuente de un ocaso irreversible.
Cuando se le acabó el dinero y la misma pantalla que llegó a idolatrarlo empezó a mostrarle sin piedad su decadencia física, empezó la declinación. El hombre que llegó a habitar inmensos palacios terminó sus días en un modesto departamento heredado de su madre en las afueras de Salzburgo, sobreviviendo con un único ingreso mensual de 450 euros. La jubilación apenas le alcanzaba para comprar medicamentos, que debía consumir en cantidad. Alrededor suyo solo había suciedad y desorden.
Berger murió en esa ciudad, símbolo eterno de un linaje y una alcurnia que encontraban en la apolínea figura de sus mejores tiempos un espejo casi perfecto. Nació como Helmut Steinberger, el 29 de mayo de 1942. Creció en un hogar sin privaciones (su padre era dueño de un hotel-restaurante) y al terminar la secundaria empezó a viajar por Europa y ganarse la vida como camarero o guía de turismo en Suiza. De a poco, gracias a su pinta, no tardó en encontrar oportunidades de lucirse en campañas publicitarias que lo llevaron a Francia y a Inglaterra.
Hasta que a mediados de la década del 60 se instaló en Italia y comenzó a probar suerte como extra en un momento de actividad frenética e incansable para el cine peninsular. En esa búsqueda estaba cuando conoció en 1964 a Luchino Visconti, el reconocido director italiano que lo sedujo de inmediato y se propuso convertirlo en estrella.
Berger siempre fue muy abierto en la confesión de sus orientaciones sexuales inclusive en esa época, cuando cualquier comentario ajeno a las convenciones iniciaba un inmediato escándalo. El refinado y distinguido Visconti, que atravesaba el tramo final de su vida, se enamoró perdidamente del joven austríaco. Berger recordaría siempre con alegría y pasión esa historia de amor. Además de su atractivo natural, Berger tenía dotes artísticas que Visconti aprovechó al darle uno de los papeles fundamentales de La caída de los dioses (1969), la película que lo consagró interpretando al enajenado heredero de una rica familia industrial durante el ascenso del nazismo. Allí llegó a vestirse de mujer en una escena muy comentada durante su tiempo. Más tarde, también de la mano de Visconti, le sacó brillo a la compleja personalidad de Luis II de Baviera, el gran protagonista de Ludwig, la pasión de un rey (1971).
Fue esa la mejor época de Berger. Vittorio de Sica lo sumó a su adaptación de El jardín de los Finzi Contini (1970) y ese mismo año se convirtió en un inmejorable Dorian Gray (un papel que parecía destinado a él) con la dirección de Massimo Dallamano. Volvió a Visconti en Grupo de familia y filmó La inglesa romántica, de Joseph Losey, antes de caer en una depresión profunda luego de la muerte de su mentor. “Compartíamos todo. Era un hombre inolvidable. Cuando murió en 1976 se me vino el mundo abajo. Desde ese momento y para siempre seré su viuda”, confesó allí.
Para escapar a ese cuadro se dedicó a vivir frenéticamente. En un documental que lleva su nombre y se presentó en el Festival de Venecia en 2015, el propio actor confiesa que tenía un menú diario de caviar, cocaína, champagne y sesiones continuas de sexo. Hasta se vanagloriaba de tener siempre en su casa una cama “napolitana”, diseñada para intimar con más de una persona a la vez.
Más tarde escribiría una autobiografía en la que profundizaba el relato de su amoroso vínculo con Visconti y hablaba del odio visceral que sentía por Alain Delon, a quien señala como responsable de haber querido “robarle” al director. Hasta quiso quitarse la vida un año después de la muerte del hombre de su vida.
El prestigio que Berger había ganado con Visconti y otros reconocidos directores se fue derrumbando en olvidables películas europeas casi siempre mal elegidas. La única excepción fue su presencia en el elenco de El padrino III, convocado por Francis Ford Coppola. Más tarde llegó una época en la que pareció recobrar la lucidez artística, sumándose a pequeñas producciones independientes alemanas y austríacas.
El camino hacia la declinación artística y personal fue imposible de frenar. Las fiestas salvajes, los abusos con el alcohol y las drogas y la falta de consejo a su alrededor lo privaron de sus mejores posibilidades. Más de un director que había decidido convocarlo terminó prescindiendo de sus servicios porque siempre llegaba tarde y trataba mal a todo el mundo.
Nunca se sabrá si por convicción o conveniencia se declaró bisexual en los años 90 e inmediatamente después anunció su boda con la actriz italiana Francesca Guidato. De inmediato aparecieron sospechas sobre un posible matrimonio por conveniencia, tramado sobre todo para evitar el pago de impuestos.
La última etapa de la vida de Berger fue la más penosa. Cuando solo le quedaba el lejano recuerdo de su fama, porque había perdido casi todo (empezando por su fortuna personal, completamente dilapidada), aceptó el ofrecimiento de RTL, una de las más fuertes cadenas privadas de TV alemanas, para sumarse al elenco de famosos del reality show El campamento de la jungla, en Australia. Pero no pudo resistir las exigencias del clima (calor extremo) y las reglas de un programa pensado como concurso de supervivencia y debió volver a Alemania por recomendación médica.
Berger había llevado a Australia hasta su propio inodoro, según recuerda en sus memorias, porque no quería repetir un penoso episodio que le tocó vivir en 1971, cuando quedó expuesto a una desagradable incontinencia intestinal frente a todos los invitados en medio de una glamorosa fiesta benéfica de la Cruz Roja en Montecarlo. Atribuyó el episodio a los efectos del consumo constante de cocaína y otros estimulantes.
Las últimas imágenes de Helmut Berger tuvieron ese sello. Vivía en los suburbios de la ciudad que el mundo reconoce como la aristocrática cuna de Mozart, pero en condiciones tan modestas que los vecinos debían golpear a su puerta para pedirle que hiciera menos ruido en sus frecuentes borracheras. “Si me hubiese dedicado a la pornografía sería millonario –confesó hace pocos años-, pero aposté por el cine de calidad y ahora estoy en la miseria”. A la hora del final ni siquiera quedaron migajas de la antigua y olvidada gloria de Helmut Berger.
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