Murió Donald Sutherland a los 88 años: patriarca de una familia de actores e intérprete de decenas de roles singulares
Su hijo Kiefer dio la noticia en redes sociales: “Amaba lo que hacía e hizo lo que amaba”, escribió
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Tras una larga enfermedad murió en Miami a los 88 años Donald Sutherland, uno de los más brillantes actores de su generación. El intérprete de origen canadiense deja una notable trayectoria en el cine con apariciones sobresalientes en películas de diferentes épocas y géneros como Klute, Venecia Rojo Shocking, M. A. S. H., Doce del patíbulo, Jinetes del espacio y Gente como uno. Su carrera también incluye un destacado recorrido en el teatro, la televisión y hasta el mundo de los avisos publicitarios. Su inconfundible voz se lució en muchas campañas de importantes marcas comerciales.
Había nacido en Saint John, Canadá, el 17 de julio de 1935 y recibió un Oscar honorario en 2017. “Con gran pesar informo que mi padre, Donald Sutherland, ha fallecido. Personalmente lo pienso como uno de los actores más importantes de la historia del cine. Nunca lo amilanó un papel, bueno, malo o feo. Amaba lo que hacía e hizo lo que amaba. Nunca se podría pedir más que eso: una vida bien vivida”, escribió su hijo Kiefer, heredero de su arte, a modo de despedida desde su cuenta en la red social X.
With a heavy heart, I tell you that my father, Donald Sutherland, has passed away. I personally think one of the most important actors in the history of film. Never daunted by a role, good, bad or ugly. He loved what he did and did what he loved, and one can never ask for more… pic.twitter.com/3EdJB03KKT
— Kiefer Sutherland (@RealKiefer) June 20, 2024
Si tuviésemos que definir qué es el cine a través de los grandes rostros de sus intérpretes, el de Donald Sutherland nos ayudaría muchísimo a encontrar las palabras ideales. Pocas figuras lograron igualar su extraordinaria fotogenia y una presencia jamás inadvertida que a menudo lograba elevarse hasta alturas interpretativas casi imponentes.
No se equivocó demasiado Kiefer, el hijo que heredó su apellido y llegó en un momento a superarlo en fama y popularidad, cuando dijo, apenas conocida en las primeras horas de la tarde de este jueves la noticia de su fallecimiento de su padre a los 88 años, que Donald Sutherland había sido uno de los actores más importantes de la historia del cine.
Buena parte de sus 200 apariciones en la pantalla corroboran esas palabras. Cuando recorremos y revisamos toda esa extraordinaria trayectoria encontramos de inmediato referencias y títulos clave de la evolución del cine a lo largo de las últimas seis décadas. Algunas de las mejores películas del cine anglosajón de la inimitable década del 70 contaron con su valioso aporte, al igual que grandes obras de realizadores europeos y algunos posteriores éxitos de Hollywood con alguna indeleble marca de autor.
Cuesta desmentir a quienes sostienen que Sutherland mejoraba cada una de las películas en las que aparecía, inclusive cuando se lo veía en cuentagotas. Con los años sus apariciones se fueron haciendo cada vez más exiguas, pero la memoria de su pasado de estrella se mantuvo firme hasta el final con algunas apariciones realmente formidables en el tramo final de su carrera. Allí están para certificarlo el bondadoso y paciente patriarca de la familia Bennet en Orgullo y prejuicio, el cruel presidente Snow en la distópica saga de Los juegos del hambre y un perverso y amoral John Paul Getty en Trust, la serie de Danny Boyle sobre el famoso secuestro del nieto del anciano magnate.
Allí están algunas de las magníficas demostraciones finales de un talento interpretativo que, como también señaló Kiefer en su primeras y conmovedoras palabras de despedida, no se amilianaba frente papel alguno, haya sido bueno, malo o feo. A Sutherland ningún papel le resultó ajeno o distante. Podía ser un perfecto antihéroe, un villano lleno de enigmático misterio o iniquidad, el representante institucional de palabra indiscutida o una figura llevada por amor a las conductas y las reacciones más inesperadas.
Si un talento especial lo identificaba era el de construir sus grandes personajes a partir de la mirada, que podía manejar según la necesidad desde la bondad más transparente hasta el mayor cinismo que pueda imaginarse. Pero de la inmensa galería de personificaciones que le conocimos siempre le salían mejor aquellos papeles que se adaptaban a la perfección a los rasgos angulosos de su rostro, a sus ojos claros y casi transparentes, a su sonrisa lobuna y a un porte tan poderoso como persuasivo (medía 1,92).
La capacidad de moverse en un rango tan amplio de personajes siempre a gran altura es un atributo que distingue a los actores más grandes. Donald Sutherland perteneció a ese mínimo grupo de privilegiados. Nadie supo explicar (y a partir de ahora mucho más) por qué nunca fue siquiera nominado a un Oscar. En un momento la Academia de Hollywood debe haber notado esa gigantesca omisión y por eso decidió otorgarle una estatuilla honorífica en 2017, dos años antes de recibir un premio similar en el Festival de San Sebastián.
Esa ausencia histórica de reconocimientos pudo corregirse en los años más maduros de su carrera, sobre todo gracias al Emmy y al Globo de Oro que obtuvo como mejor actor de reparto interpretando a un asesor del presidente Lyndon Johnson en el drama histórico Path of War. Las más altas distinciones artísticas de Francia y de Canadá llegaron posteriormente también a sus manos.
Hay común acuerdo entre los historiadores de Hollywood en que Donald Sutherland nació el 17 de julio de 1935 en Saint John (New Brunswick), la ciudad más antigua en establecerse como tal dentro del territorio de Canadá, cercana a la frontera que lo separa del noreste de Estados Unidos, aunque alguna fuente casi irreprochable (como la muy consultada enciclopedia biográfica de Ephraim Katz) registra ese dato para la misma fecha, pero un año antes.
Hijo de un comerciante y una profesora de matemáticas, el pequeño Donald creció en medio de algunos problemas físicos (se enfermó de polio y de fiebre reumática) y vaticinios muy tempranos sobre su futura y definitiva vocación. Siempre recordaba, ya famoso, una frase premonitoria de su madre: “Tu cara tiene carácter”. Se instaló primero con su familia en Nueva Escocia, donde tuvo su primer trabajo como disc jockey, y luego en Toronto, en cuya universidad empezó la carrera de ingeniería y terminó graduándose en artes teatrales.
Era 1958 y esa incipiente inclinación artística lo llevó a un nuevo destino, esta vez fuera de Canadá: pasó un año en la Academia de Música y Arte Dramático de Londres y los cuatro siguientes practicando todo lo que había aprendido en distintas recorridas y giras por Inglaterra y Escocia. Se convirtió en el primer integrante de su familia que entró a un teatro. “Desde los 17 años que quería ser actor. Pero mi padre me dijo que tenía que ir a la universidad para tener un oficio por si lo de la actuación fallaba. Las matemáticas se me daban bien y me puse a estudiar ingeniería, pero fracasé. En verdad, nunca tuve la intención de ser ingeniero”, confesó al recibir el premio en San Sebastián.
Debutó en el cine cuando todavía vivía en Londres, con un pequeño papel en la modesta producción de terror El castillo de los muertos vivientes, rodada en Italia. De a poco empezó a ser convocado con más frecuencia en el Reino Unido, primero para películas de ese género y poco después en el thriller Con el mundo a sus pies, una de las películas de Harry Palmer, el famoso espía personificado por Michael Caine. Allí, por primera vez, se destacó sobre todo por su voz calma, persuasiva y dueña de una profundidad seductora e inquietante a la vez.
Con los años, Sutherland aprovecharía cada vez más ese atributo en decenas de campañas y avisos publicitarios de importantes marcas para el cine y la TV. Alguna vez su hijo Kiefer, en algún momento de necesidades económicas para hacer frente a varios excesos, llegó a confesar que se hizo pasar por su padre y logró engañar a más de un avisador con las imitaciones de esa voz extraordinaria.
La ayuda de Roger Moore fue decisiva para que Sutherland consiguiera su primer papel consagratorio. Después de impresionarlo en uno de los episodios de El santo (una de sus tantas apariciones breves en series británicas de los 60), Moore lo recomendó a los productores de Doce del patíbulo, uno de los grandes clásicos del cine bélico de esa década. Hasta ayer era el último sobreviviente de los prisioneros que protagonizaron esa película icónica de Robert Aldrich. Ese gran éxito le construyó por primera vez un nombre en Hollywood y decidió mudarse allí para seguir probando suerte.
Lo hizo en 1970 otro film de guerra con gran repercusión (El botín de los valientes) y ese mismo año con la película que lo convirtió en estrella, M. A. S. H., todo un modelo histórico de sátiras antibélicas, gracias a su memorable personificación como el cirujano militar “Hawkeye” Pierce. De a poco fue llevando fuera de la pantalla esa misma postura crítica sobre la carrera armamentística de Estados Unidos y la guerra de Vietnam, a la que llegó a comprometerse muy activamente al lado de Jane Fonda, su compañera en otro gran éxito de esos años, el thriller El pasado me condena (Klute). El vínculo se fortaleció a través de la historia de amor que ambos compartieron durante un tiempo en el que ambos estuvieron bajo vigilancia del FBI.
El siguiente hito de la carrera de Sutherland pasó a la historia con ribetes de escándalo a partir de la ardiente escena (considerada una de las cumbres del erotismo en el cine) que compartió con Julie Christie en Venecia Rojo Shocking, un clásico del cine de suspenso dirigido por Nicolas Roeg en 1973. Con el tiempo empezó a crecer el mito de que ambos, llevados fuera de los sets por una atracción mutua que no podía disimularse, tuvieron sexo de verdad durante la filmación de esa secuencia, versión luego desmentida por los protagonistas y por el director, aunque la pregunta sobre la verdad de ese rodaje siempre quedó abierta.
Algunos dicen que a partir de ese momento Sutherland se obnubiló con la fama. Otros sostienen que prefirió dejarse llevar por el impulso de un temperamento más bien excéntrico que lo llevó a aceptar papeles poco convencionales y arriesgados en vez de apuestas más seguras. Así renunció a participar de éxitos del cine de los años 70 como La violencia está en nosotros y Los perros de paja y prefirió volver junto a Fonda en la comedia Tres ladrones en apuros y hacer de Jesucristo en el alegato antibélico Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, dos fracasos estruendosos.
Se reivindicó más tarde con una sucesión de apariciones muy reconocidas en Como plaga de langosta, El águila ha llegado, El gran asalto al tren, la mejor versión del clásico de ciencia ficción Los usurpadores de cuerpos y sobre todo Gente como uno, el premiado film de Robert Redford. Se cuenta que convenció a Redford, que en principio tenía en mente a Judd Hirsch, para personificar a ese padre abatido que se esfuerza por contener a su familia tras la muerte accidental de su primogénito.
De allí en adelante nunca dejó de trabajar, a menudo con grandes directores. Bernardo Bertolucci lo eligió para encarnar al perverso fascista que abre y cierra la monumental Novecento; Federico Fellini lo quiso para eternizar su mirada sobre la vida del eterno seductor Giacomo Casanova; John Landis le dio un gran papel como el descarado profesor que seduce a una alumna en la corrosiva Colegio de animales y Clint Eastwood lo convirtió en uno de los cuatro maravillosos Jinetes del espacio. En esa misma década, la de los 90, fue el piromaníaco de Llamarada, de Ron Howard, y el misterioso Señor X, dueño aparente de la verdad sobre el asesinato de Kennedy, en JFK, de Oliver Stone.
Antes y después, la vastísima filmografía de Sutherland no conoció ningún papel pequeño, mientras empezaba a darle oportunidades a Kiefer, uno de los tres hijos (tuvo cinco en total) que siguieron sus pasos. Todo empezó en 1983, cuando Donald estaba por filmar la comedia Como caído del cielo y le pidió al director Herbert Ross que le tomara una prueba a Kiefer, que tenía entonces 16 años. Nada salió bien allí, pero en ese momento el más joven de los Sutherland decidió convertirse en actor.
“Kiefer se enojó tanto –diría más tarde su padre- y se sintió tan insultado que a partir de ese momento lo único que quería era un trabajo decente para comprarse un traje”. Padre e hijo finalmente actuaron juntos en el western Forsaken después de que Donald rechazara llevar a la ficción de la exitosa serie 24 el vínculo que lo une a Kiefer en la vida real. Sarah (la hija de Julia Louis-Dreyfus en la serie Veep) y Roeg Sutherland siguieron los pasos de Kiefer en la actuación y convirtieron a Donald en el patriarca de una gran familia de actores.
“Lamentablemente no tengo mucho dinero, alimento muchas bocas y no me puedo jubilar”, dijo al justificar por qué seguía trabajando tanto mientras recibía, a sus 84 años, el premio a la trayectoria en el Festival de San Sebastián 2019. “Actuar es mi gran pasión. El trabajo de un actor es siempre buscar el próximo trabajo. Por haber hecho tantos personajes he recibido mucha información y el cine me permitió vivir una vida que nunca hubiera soñado”, dijo en ese momento.
Así llegó a Los juegos del hambre con un personaje que le permitió darse a conocer a las nuevas generaciones de espectadores. Aceptó personificar al siniestro presidente Snow convencido de que esa mirada distópica sobre el futuro de Estados Unidos reavivaba el espíritu contestatario de su militancia antibélica de los años 70. “Queria despertar a un electorado que había estado inactivo desde entonces y encender su imaginación al ver a un grupo de jóvenes dispuestos a rebelarse ante el poder e intentar su propia revolución”, dijo.
No fue el único de su última etapa, tan brillante como las anteriores, aunque más cercana a personajes episódicos con la excepción de su magnífico John Paul Getty en la serie Trust. Fue el padre de Nicole Kidman en otra serie muy reconocida, The Undoing, y figura clave en la trama de dos largometrajes enfocados en el mundo de las bellas artes: La mejor oferta y Una obra maestra.
Cada papel, hasta el más minúsculo, despertaba en Sutherland una extraña y apasionada fascinación. Una vez le preguntaron cómo encontraba la inspiración. “Yo no la encuentro. En realidad es el personaje el que me encuentra. De repente empieza a dar vueltas dentro mío. Primero se vuelve violento y después amoroso. Es algo extraordinario, cada vez más emocionante. Y delicioso”, describió. Podemos imaginar en su rostro, tan familiar para nosotros después de verlo una y otra vez en la pantalla, expresando todas esas emociones. A partir de ellas, Donald Sutherland nos está ayudando como pocos a entender qué es el cine.
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