Recluida en su chacra La Campiña, la prestigiosa periodista elige no participar en eventos sociales; rodeada por sus hijos Sandra y Vane, solo se deja ver en San Pedro y en unas pocas salidas familiares
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“Me estoy muriendo en San Pedro”, escribió César Mascetti poco antes de fallecer. Esas líneas que fueron una despedida premonitoria con estirpe de buena pluma y una conciencia apabullante sobre la propia realidad, significó para Mónica Cahen D´Anvers el punto de inflexión hacia una nueva vida.
Mónica y César dicen, decimos, todos. No se trata de una marca, sino de la enunciación de dos nombres que resuenan cercanos, queridos, como los de esos familiares presentes aún cuando no se los ve todos los días. A ellos se los veía diariamente, al menos desde la televisión, el medio desde donde amasaron esa ligazón indestructible con el público. Palabra distante “público”, en su caso se trató siempre de seguidores, escuchas atentos. Fueron referente a la hora de pensar la realidad con sobriedad y ética.
Cuando el 4 de octubre de 2022 César Mascetti murió en su ciudad natal, a orillas del Paraná, partió con él uno de esos periodistas de raza, iniciado en la prensa gráfica, curtido con la cámara y el micrófono del cronista ávido en el trabajo de campo y ascendido por mérito propio al rol de conductor estrella de programas como El espejo y, sobre todo, del histórico y aún vigente noticiero Telenoche, donde compartió tantísimos años junto a Mónica, su esposa.
Y si aquel 4 de octubre implicó un quiebre en el mundo de la comunicación ante la partida del “Gaucho”, como le decían en el medio apelando a sus orígenes camperos, lo cierto es que, sobre todo, aquel día aciago marcó un antes y un después en ella, la mujer con la que había compartido la vida durante más de cuatro décadas. Esa persona con la que se amalgamaba el “agua y el aceite”. Empecinadamente unidos. La “niña bien” y el muchacho “con calle” y algo picaflor.
Desde aquel funeral conmovedor (no todos lo son), Mónica Cahen D´Anvers inició una nueva época, un episodio no transitado de su propia biopic. “Tiene pulsión por la vida”, dijo su hija Sandra Mihanovich a poco de la partida de Mascetti. Pero, a veces, con eso solo no alcanza.
Mónica quedó sola. Rodeada de su familia, sí claro, pero profundamente yerma en ese fuero tan íntimo que sólo lo completa una pareja. Poco se la vio desde aquel día. Al menos públicamente. Rechaza homenajes y entrevistas. Se rehúsa a la vida social, jamás fue amante de las banalidades del medio. Vive abocada en torno a algunas pocas cuestiones. Protegida por su círculo más íntimo y disfrutando de los naranjos, los durazneros y los florales que supo sembrar con su amado y que respetan a rajatabla los ciclos naturales.
“Me estoy muriendo en San Pedro”, afirmó él. Y hasta sus palomas dejaron de volar. El palomar silencioso acompasado por ese otro silencio, el de ella, la mujer que evitó siempre el llanto público, pero que se permitió quebrarse en el caserón de La Campiña, esa chacra abierta al público que habitaba desde hacía décadas con su esposo, el hombre al que la familia apodaba “Tata” y que solía escribir largas horas en el escritorio heredado de su tío, en una oficina sobre la sampedrina calle Salta. “Estoy a punto de vivir la mejor muerte. En el andén me espera mi familia para darme la mano”, redactó cuando sabía que el final terrenal estaba cerca.
De familia de buena posición social, Mónica Cahen D´Anvers siempre demostró ser una mujer culta. Una estrella de la televisión que abandonó su sueño de ser actriz -fue parte de culebrones como El amor tiene cara de mujer- para convertirse en una de las más destacadas periodistas en la historia del medio. Era de esas personalidades que no alardeaba con sus conocimientos ni con su posición social. Le gustaba parecer “una más”, pero no lo era. Lejos estaba de la mediocridad.
El 19 de diciembre de 2003, Mónica y César se despidieron de Telenoche. Ella hacía treinta y ocho años que había debutado en ese espacio. Él, llevaba casi dos décadas acompañando a su esposa con igual dominio del sentido periodístico. Aquella noche, luego de dar la última noticia, comenzaron a cantar las hurras de la actividad. Luego llegó algún programa especial y un ciclo en Radio del Plata hasta que, finalmente, la vida en San Pedro, al frente de La Campiña, ganó la partida.
Con los años, Mónica dejó traslucir su hermosa cabellera canosa. Una forma también de plantarse ya sin las exigencias de la vida pública y las coqueterías que impone la televisión. Disfrutaba de las caminatas por el campo fértil, de ver crecer los frutales, de imaginar los menúes para recibir al público y, sobre todo, de vivenciar junto a César de un tiempo sin apuros. Fueron casi dos décadas donde disfrutaron de esa nueva vida anhelada, soñada, en el terruño natal del periodista que había sido adoptado con convicción por su esposa.
Hoy, cuando restan pocos días para que se cumpla el segundo aniversario del fallecimiento de Mascetti, la gran dama de las noticias que ha dado la televisión transita sus días sin intentar camuflar la añoranza de la pérdida de su gran amor, pero reivindicando la posibilidad de ver cada amanecer sobre el río y cada puesta del sol sobre la ruta. “Extraña un montón”, reconoció su hija.
El adiós
César Mascetti fue un padre postizo para Sandra y Vane Mihanovich, los hijos de Mónica. “Tuvimos el privilegio de tener dos papás. Uno ya no está. (Aunque nunca se van) Gracias mamá por elegirlos. Gracias Tata por estar. Somos afortunados hermanito”, publicó Sandra, también una figura muy respetada en el medio, en sus redes sociales, poco antes que César falleciera.
Cuando en aquella soleada mañana del miércoles 5 de octubre de 2022 se inhumaron los restos del periodista, Mónica inició una nueva y definitiva vida. Aquella vez, las palomas volaron sobre el camposanto a modo de despedida y, como pocas veces, se la vio quebrada, desolada en lágrimas, apoyada en los hombros de los más queridos.
Su vida hoy
La prestigiosa comunicadora de buen decir decidió no brindar entrevistas ni visitar canales de televisión, pero no se esconde. Está muy lejos de eso. Recorre La Campiña cuando se encuentra abierta al público, saluda a los que se la cruzan, almuerza entre la gente y posa para las cámaras de decenas de teléfonos cada fin de semana. Los visitantes llegan a este rincón de San Pedro con la ilusión de poder verla. En una de las paredes del inmenso comedor del sector destinado al turismo están sus fotos. Y, desde ya, las de César.
Puertas adentro, en su fuero íntimo, Mónica lleva una vida recoleta. Con coraje, pero aun ensombrecida por el dolor de la partida de su amado. Hay heridas que duelen aun cicatrizadas. Le gusta leer, realizar largas caminatas, pispear el río, comer rico, mantenerse informada y dejarse mimar por hijos, nietos y sus parejas.
Durante los primeros tiempos, luego de la muerte de César, Sandra Mihanovich pernoctó en La Campiña junto a su pareja Marita Novaro. También se solía quedar Vane Mihanovich, hermano de la cantante. De a poco, Mónica fue aprendiendo a convivir con la soledad y, si bien su familia está muy cerca, aprendió a lidiar con ese silencio atronador de cada anochecer y de la paz de ese lugar que parece emerger de un cuento de Chejov.
Pocos días después de fallecer César, Sandra mostró una primera imagen de su madre junto a ella y a Marita Novaro, en un opíparo almuerzo sampedrino. La periodista posó sonriente, pero con los ojos abrumados por el llanto que, seguramente, arremetía sin pedir permiso. Se llama duelo. Eso dicen. Y hay que dejarlo transcurrir.
Durante el día de Navidad de 2022, la postal se extendió a gran parte de la familia y con la matriarca presidiendo la celebración. Los más cercanos estuvieron allí para contenerla ante una fecha especial que, luego de tantos años, le tocó compartir sin su hombre.
Comer en su campo o visitar restaurantes de San Pedro se convirtieron en el mejor plan de Mónica. También disfruta de las noches en el cine local, antes de una mesa bien regada por vino. Fiel a su estilo histórico, su outfit siempre es sencillo, apenas matizado por algún colgante. Perfil bajísimo para la mujer de extrema popularidad, pero que jamás caminó la vida subida a un pedestal.
Lejos de San Pedro
Sus arribos a la gran ciudad se cuentan con los dedos de las manos. Sus viajes a la Capital Federal son escasos, prefiere quedarse en su lugar. Mónica ha visitado a su histórico peluquero en su atelier de la calle Paunero, algún concierto de Sandra y una entrevista en el programa de la mujer de voz prodigiosa en Radio Nacional en diciembre pasado. También aplaudió una presentación de su hijo Vane en Café La Humedad de San Cristóbal.
Convencida por los suyos, visitó una bodega mendocina, viajó a Mar del Plata en invierno para ver el mar “luego de mucho tiempo”. En algún viaje se encontró con Julio Bocca; siempre acompañada por Sandra y Marita Novaro, su nuera, a esta altura una hija más.
A Mónica no le han faltado ofrecimientos para hacer radio ni televisión en frecuencia semanal, pero jamás aceptó los convites. Ya no es tiempo de actividad laboral. Tampoco volvió a presenciar una entrega del premio Martín Fierro, mucho menos se permite ser protagonista de los homenajes que tratan de agasajarla. No es desagradecimiento, sino un convincente bajo perfil.
Amor imposible
Cuando Mónica Cahen D´Anvers inició su romance con César Mascetti, pocos confiaban en el buen destino de la relación. Venían de mundos muy diferentes, aunque los unía la pasión por la noticia, la comunicación de la realidad cuando la palabra periodismo no se empañaba con la de “militante”. Fueron todo lo objetivos que se le puede reclamar a los responsables de narrar el acontecer nacional y del mundo, aunque no liberados de la indignación cuando una injusticia o un dolor los superaba al aire.
Ella era hija de un conde, Gilbert Georges Louis Cahen D’Anvers, un aristócrata francés, y de la argentina María Elina Láinez Peralta de Alvear. Cursó sus estudios secundarios en el Northlands School de Olivos y los universitarios en la Universidad de Cambridge. Paquetísima, casi a su pesar. Su primer matrimonio fue con un potentado empresario, Iván Mihanovich, el padre de sus hijos, y vinculado a una compañía naviera.
Él, en cambio, fue un muchacho de pueblo -cuando nació en 1941, San Pedro no tenía las dimensiones actuales, pero que heredó la pasión del periodismo de su abuelo y de su padre, responsables del periódico local El Independiente. César tenía calle, le gustaban mucho las mujeres, pero siempre sostuvo una vida pública recatada. Eran tiempos donde lo público y lo privado no eran lo mismo.
Se conocieron en el antiguo Canal 13, pero Mónica prefirió hacer caso omiso a la pinta de galán de César. “Las mujeres lo esperaban en la puerta”, confesó, alguna vez, la periodista. Era muy buenmozo. Ella era una dama también muy vistosa, pero muy frugal a la hora de “producirse”.
En una fiesta por el Día del Periodista, organizada por Goar Mestre, dueño de la señal ubicada en el barrio de Constitución, el flechazo fue irresistible. Si bien a la dama le parecía un “canchero insoportable” que se hacía el lindo, no pudo más que sucumbir. Concluido el ágape, cuenta la leyenda que cada cual tomó su vehículo y, “cuestiones del destino”, eligieron el mismo rumbo. No se separaron más. El 7 de junio de 2003 se casaron, revalidando los títulos de ese amor que ya era eterno.
El 4 de octubre de 2022, César partió definitivamente, pero sobrevive en el recuerdo de la gente, de sus colegas y, sobre todo, de su familia y de esa mujer que lo amó con locura. Mónica es otra y es la misma desde aquel día en que resonó contundente aquellas palabras de su esposo, “me estoy muriendo en San Pedro”.
Extraña, desde ya, pero también entiende que estar de pie, erguida, es una manera de homenajearlo. Sostener La Campiña es la mejor forma de hacer perdurar el amor. Aun llora cada tanto. Repasa alguna foto, hojea un libro marcado por su esposo, reconstruye la vida, pero sin estar detenida en el ayer.
Cada vez que una paloma se posa en La Campiña sampedrina, Mónica encuentra a César. Cada vez que un rosal florece, siente que todo continúa como entonces. Allí, entre el aroma de naranjos y durazneros, también está él. Y ella. La mujer que todo un país recuerda y que todos quieren, queremos, como si se tratase de la matriarca de la propia familia. Se la añora. Se la extraña tanto.
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