Un repaso por alegrías y dramas que marcaron la historia de la gran estrella argentina que el próximo viernes celebrará, rodeada de amigos, su cumpleaños número 97
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Este viernes, Mirtha Legrand cumplirá 97 años. Como sucede con toda vida longeva, la construcción de la propia historia es una sucesión de acontecimientos buscados y otros fortuitos. Destino que le dicen. La Chiqui nació el 23 de febrero de 1927 en Villa Cañás, hoy ciudad, entonces un pequeño poblado de la provincia de Santa Fe, en pleno corazón agrícola del país. La Argentina estaba gobernada por Marcelo Torcuato de Alvear; el Obelisco no estaba ni siquiera en los planes de los porteños y hacía nueve años que se había inaugurado la Línea A del subterráneo porteño, la primera del país y de Latinoamérica.
Rosa María Martínez Suárez de Tinayre -para todos Mirtha Legrand- es de esas personas que han vivido, y viven, su propia vida con intensidad. Como si cada día fuese una aventura por descular. Casi con una conciencia enraizada en torno a la finitud, pero también sintiéndose eterna. A lo largo de esa extensa existencia, donde se convirtió en una diva que trascendió modas y mantiene una vigencia estupenda e inusual, algunos sucesos se convirtieron en bisagra.
Desde ya, los fallecimientos de sus hermanos Josecito y Goldy, como ella los llamaba, fueron dolores insondables. Para Mirtha, el cineasta José Martínez Suárez era “lo mejor de la familia” y su hermana gemela Silvia se constituía en su alter ego, la mujer que era su cable a tierra, la que la centraba cuando el barullo de la industria del espectáculo se convertía en un ruido alienante.
José murió el 17 de agosto de 2017 y Silvia partió un 1 de mayo de 2020, en plena pandemia y, debido a los confinamientos imperantes, con la imposibilidad de su hermana de poder despedirla. Pero antes, en abril de 1999, la actriz y conductora ya había sufrido otro duro golpe. Ese que, por ir en contra de las leyes naturales, se convirtió en un fuerte cachetazo del destino: la muerte de Danielito, su hijo mayor, con quien no mantenía el mejor de los vínculos.
Más allá de estos duelos, otros momentos, algunos de tono celebratorio, se han convertido en bisagras en la vida de esta mujer inclaudicable, que hace un culto de la amistad y que este viernes, después de grabar su programa, celebrará con su círculo íntimo un nuevo cumpleaños, acercándose a paso veloz y firme a su anhelo de pisar su propio centenario. “Yo no estuve en la fundación de Buenos Aires”, suele bromear en cámara.
Esos instantes clave en su vida acaso son los que fueron cimentando su destino. Cada uno de ellos un antes y un después que le dio un curso fundamental a su existencia personal y a su trayectoria artística. Si para muestra basta un botón, para trazar una pintura en torno a la vida de la Legrand bien valen estos cinco acontecimientos que la convirtieron en la gran diva atemporal, famosa a más no poder y que siempre supo cómo ubicarse en el centro de la escena.
Nace una estrella
El padre de los hermanos Martínez Suárez ya había fallecido, lo cual llevó a Doña Juana, su madre, a radicarse en Buenos Aires. Vivían en La Paternal, cerca de la avenida San Martín. Ya desde su pueblo natal, las hermanas Chiquita y Goldy mostraban atracción por el mundo de la actuación.
En la gran ciudad, Mirtha -que siempre le pedía a su niñera lucir el moño más grande- resultó elegida reina del corso de la Avenida de Mayo, muy popular y elegante en aquellos tiempos. Tal la importancia del evento que la coronación fue oficiada por el entonces Presidente de la Nación Roberto M. Ortiz. Al año siguiente, el primer lugar se lo ganó Goldy.
La visibilidad del evento permitió que tanto Mirtha como Silvia fueran convocadas por el director Luis César Amadori para trabajar en cine, algo que ellas anhelaban y que también significaba una ayuda económica para la familia.
Las gemelas debutaron como extras en Hay que educar a Niní, protagonizada por la gran actriz y autora Niní Marshall. En una escena, se puede ver a las hermanas junto a la gran estrella del humor argentino.
Fue tan llamativa la participación de las jovencitas, idénticas como pocas, que el director Francisco Mugica decidió contratar a Mirtha para protagonizar el film Los martes orquídeas, un drama romántico donde también participaban Juan Carlos Thorry y Enrique Serrano, actores muy queridos y grandes estrellas de su tiempo. Corría 1941 y Mirtha contaba con sólo 14 años.
La película se estrenó el 4 de junio de 1941 en la sala del cine Broadway, sobre la Calle Corrientes, ensanchada hacía pocos años. El frío porteño de ese entonces, en una ciudad menos construida, lograba la conformación de escarcha en las calles. La familia Martínez Suárez se preparó para llegar a la avant premiere del film con sus mejores tapados. Elegantes a pesar que los recursos no sobraban.
Doña Juana y sus hijos tomaron un tranvía que pasaba a pocas cuadras de su domicilio y que los dejó en la esquina de Corrientes y Libertad, a metros de la gran sala engalanada con brillos y reflectores, como se acostumbraba en la época. Los estrenos convocaban a figuras famosas, periodistas y “cholulos”. Hollywood en castellano.
“Señor, la de la foto soy yo”, le dijo la pequeña Mirtha a un fotógrafo que jamás reparó en ella. Nadie la conocía aún. No hubo flashes ni pedidos de autógrafos en el ingreso. Los Martínez Suárez se sentaron en la platea y, con todos los nervios imaginables, disfrutaron de la proyección.
Cuando la función terminó y se encendieron las luces de la sala, todos buscaron a esa jovencita que los acababa de deslumbrar. Los fotógrafos se abalanzaron para tomar imágenes de esa, hasta entonces, ignota chica. Silvia daba un paso al costado y aclaraba que no se trataba de ella. No era cuestión de confundir.
Si ingresar al Broadway no le costó nada, salir del cine fue una odisea. El público no dejaba de pedirle autógrafos, tantos como a Juan Carlos Thorry y a Enrique Serrano. Como por arte de magia, de pronto Chiquita y los suyos se vieron sentados en un lujoso automóvil Cadillac que nunca supieron a quién pertenecía. Así regresaron a La Paternal. Había nacido una estrella llamada Mirtha Legrand.
Un buenmozo de origen francés
Mirtha ya llevaba un tiempo de carrera estelar cuando fue convocada por el director Luis Saslavsky para protagonizar el film Cinco besos, una típica comedia de época ambientada en el mundo del teatro y los amoríos que se generan tras bastidores. A pesar que la actriz llevaba un tiempo de trayectoria artística, recién había cumplido los 17 años.
En aquella época era tal la envergadura de la producción de los estudios locales que se rodaba hasta en fechas impensadas. El 31 de diciembre de 1945, mientras Legrand cumplía con el plan de filmación asignado para ese día, sucedió un hecho que cambiaría radicalmente el curso de su vida.
Dada la festividad de fin de año que se avecinaba, el director Saslavsky recibió la visita de su colega y amigo Daniel Tinayre, quien se acercó a saludarlo. Cuando Tinayre ingresó al set, Mirtha se encontraba por rodar una escena, pero quedó paralizada ante la llegada de ese caballero, de 35 años, de porte elegantísimo.
“¿Quién es ese hombre tan buenmozo que acaba de entrar?”, le preguntó la actriz a la maquilladora que le estaba retocando el rostro. “Daniel Tinayre, un director de cine francés”, le respondió la profesional. A los pocos minutos, Saslavsky los presentó. “Un gusto, señorita”, le dijo él con su habitual galantería. Ella quedó sorprendida por el porte del caballero y por un detalle que la sorprendió: “los impecables y llamativos dientes blancos que resaltaban en su cara tostada”.
Daniel Tinayre también había quedado impactado con la belleza de Mirtha, al punto tal que, a las pocas horas, la actriz recibió en su domicilio un inmenso ramo de flores con la leyenda “hoy ha sido un día inolvidable porque la he conocido”.
Mirtha, a pesar de su juventud, era una dama con buen tacto y corrección, así que no dudó en llamarlo para agradecerle el gesto. No lo hizo de manera ingenua. Ese hombre, todo un galán, la había deslumbrado. En medio de las frases de cortesía, Tinayre la invitó a salir. Y ella aceptó, a pesar que noviaba con un joven militar cordobés que pronto pasó al olvido, en parte porque la distancia hacía imposible el desarrollo de la relación y, fundamentalmente, porque había aparecido otro galán en su vida.
El primer beso fue en el departamento de Palermo, en donde Mirtha vivía. Cuando celebró, junto a su hermana Goldy, el cumpleaños número 18, anunció a todos su compromiso con el director. El 18 de mayo de 1946, la pareja contrajo enlace en la iglesia San Martín de Tours del barrio de Palermo. De su unión nacerían Danielito y Marcela, sus únicos hijos.
En muchos aspectos, Mirtha y Daniel eran “el agua y el aceite”, pero, a su modo, se entendían. La estrella siempre evitó hablar de infidelidades, aunque siempre rondó algún fantasma al respecto. El realizador fue un galán hasta su sepultura, pero jamás dejó de admirar, proteger y acompañar a su mujer tanto en lo privado como en su carrera artística. “Soy un producto de Daniel Tinayre”, reconoció ella, más de una vez.
Fueron un matrimonio que jamás se involucró en un escándalo y que juntos, además de cimentar una familia, conformaron una sociedad laboral inquebrantable. El uno para el otro. A pesar de todo y de todos.
“Esto es la soledad”
En 1994, Daniel Tinayre enfermó. Se trató de una hepatitis B, diagnóstico que podría haber superado, pero que, dada su avanzada edad, 84 años, el cuadro fue sufriendo complicaciones.
Una mañana, Mirtha Legrand estaba a punto de abandonar su domicilio de Palermo rumbo a los estudios de Canal 9 Libertad, donde realizaba sus famosos almuerzos, pero fue sorprendida por el rictus preocupado de su esposo. “Daniel, hoy en día una hepatitis no es nada”, le dijo para calmarle la angustia. Sin embargo, el director presentía que su salud se agravaría. Así sucedió.
Pocas horas antes de morir, sufrió una seria descompensación, lo cual obligó a que se llamase a un servicio de ambulancias privadas para que lo trasladasen hasta un centro privado de salud, ubicado en Barrio Norte.
El productor Carlos Rottemberg, en ese entonces socio de Tinayre, llegó raudo hasta la casa del matrimonio para acompañarlos en el duro trance. Cuando la ambulancia partió con el paciente, Rottemberg condujo su vehículo detrás, llevando a Mirtha Legrand con él.
En el centro médico, Tinayre fue estabilizado, aunque la gravedad era extrema. En un rapto de lucidez, el director se quitó la mascarilla de oxígeno, miró hacia un lado y le dijo a su mujer: “El lunes andá al canal a hacer el programa”. Giró y le espetó a su amigo y coequiper Rottemberg: “Cuidala”. Todo un mandato que el empresario teatral cumple a rajatabla con fidelidad, lealtad y cariño hasta el día de hoy.
El 23 de octubre de 1994, Tinayre falleció. Mirtha se tomó dos semanas antes de volver al aire televisivo. Mientras tanto, Alejandro Romay, dueño del canal, condujo Esperando a Mirtha, supliendo el lugar vacante dejado por la conductora.
A los quince días, cuando Legrand apareció en cámaras, se vivió uno de los momentos más conmovedores en la historia de su ciclo.
La estrella guardó el luto en su vestimenta hasta el final de la temporada. Con discreción, luego de varias semanas donde solo pisaba la calle para hacer su trabajo, retomó su vida social. Los sábados, tal como era la costumbre junto a su marido, volvió a compartir las cenas con Carlos Rottemberg y su esposa, Emilio Disi y su pareja, y Juan Carlos y Coca Calabró.
Luego de la primera cena compartida en un restaurante de Recoleta, los Calabró acercaron a Mirtha a su domicilio. La estrella subió hasta su piso, introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y encendió las luces, rituales que siempre cumplía con caballerosidad su esposo. Al cerrar la puerta del palier, donde se luce una alfombra con las iniciales MLDT, la estrella reflexionó: “Chiquita, esto es la soledad”.
La muerte de Tinayre la enfrentó a un estado desconocido. “No sabía ni hacer un cheque”. Aprendió. Se apropió de su vida. También lo hizo en el programa de televisión. Incisiva y nada naif. La tragedia la convirtió en una nueva mujer. Dolorosamente. Como suelen ser algunos de los momentos claves en la vida.
La confesión
El 3 de junio de 2018, Almorzando con Mirtha Legrand cumplió cincuenta años en el aire. Un récord internacional para un formato conducido por una misma persona. Algunas semanas después del aniversario, el sábado 4 de agosto, eltrece emitió un programa especial de La noche de Mirtha para celebrar tal acontecimiento.
En el inicio de aquella emisión, la conductora arremetió con una gran confidencia que fue mucho más allá de la coquetería y la banalidad. Fue plantar bandera. Una declaración de principios. “Me voy a poner erguida para decirlo”, enunció ante la sorpresa de todos. Luego, reveló “esta persona que ustedes ven aquí va a cumplir 92 años”. El estudio estalló en una ovación.
Durante toda su trayectoria pública, la diva se privó de confesar su edad. Primero fue la coquetería femenina, luego las imposiciones de una industria que juguetea con el edadismo y finalmente para abonar al mito, con humor.
Cuando confesó su edad, en simultáneo con el festejo por las cinco décadas de su programa, algo más trascendente estaba sucediendo. De alguna forma, La Chiqui se imponía transitar una suerte de “bonus track” en su vida y en su carrera artística. Sin ataduras. Disfrutando de su propia performance. Longeva y lúcida a más no poder. Ejemplificando que la vida se construye, se disfruta y se ejerce a cualquier edad. Aquella noche comenzó una nueva etapa en su vida y en su programa. Un recomenzar.
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