El eximio coreógrafo y uno de los grandes directores del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín conversó con LA NACION en el marco del Festival de Mar del Plata donde se estrenó el documental Wainrot, entre bambalinas, de Teresa Costantini
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Wainrot, tras bambalinas es el nombre escogido por la realizadora Teresa Costantini para su documental en torno a la figura de Mauricio Wainrot, el bailarín, coreógrafo y director de extensa trayectoria en nuestro país y un nutrido historial de trabajos realizados en buena parte del mundo, un corpus profesional que lo ubica como uno de los más destacados artistas del universo de la danza contemporánea.
El film, que se estrenó ayer en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, también podrá verse hoy y mañana en la edición número 39 del encuentro cinéfilo que se realiza en la ciudad balnearia.
“El escenario es un lugar donde puedo ser libre, donde puedo expresar lo que siento sin restricciones”, sostuvo Pina Bausch, la referente pionera de la disciplina que Wainrot enarboló con maestría. Para él también el lenguaje del cuerpo habitando la escena se convirtió en su forma de explicarse ante el mundo y de plantar sus ideas desde obras como La tempestad o Ana Frank.
El coreógrafo -del que actualmente se puede ver su montaje de Estaciones porteñas, con música de Astor Piazzolla, en un programa que ofrece el Teatro Alvear donde también se pueden apreciar creaciones de Ana María Stekelman y Ana Itelman- apostó tanto a su disciplina como a los vínculos de pareja. “Lo mío fue siempre el amor y la danza, no necesito nada más para ser feliz”, esgrime Wainrot, mientras ofrece un recorrido por el amplio living de su piso de Palermo Chico con un balcón terraza donde hay que pedirle permiso a las plantas y los pájaros para poder atravesarlo.
A cada paso uno se topa con las obras de Carlos Gallardo, el artista plástico que fue pareja del coreógrafo durante 32 años -aunque no fue su única relación- y que falleció en 2008, víctima de un accidente vial cuando viajaba en un vehículo conducido por Wainrot. De esos dolores insondables también hablará el notable maestro de danza en la extensa charla con LA NACION.
Hijo de inmigrantes polacos judíos, tampoco se privará de recordar su infancia en un conventillo porteño, la vergüenza que sentía de niño por no tener una familia expandida, ni de ofrecer su mirada sobre el actual conflicto bélico desatado en Oriente Medio. Su vida bien podría estar reflejada en una de sus tantos montajes. Seguramente en cada una de sus creaciones anida buena parte de su yo. “Nunca pedí permiso”, sostiene, como si hiciera falta tal aclaración.
-¿Cómo vive la realización y estreno de un documental sobre su vida y su obra?
-Qué sé yo…
-Es un material de consulta que quedará como un gran legado.
-Me parece un sueño. El trabajo con Teresa (Costantini) ha sido maravilloso; ella es maravillosa. Es una mujer de una gran sensibilidad, te mira y entiende todo. Tenemos un engranaje. Nos conocimos hace cuatro años, cuando fui a hacer Ana Frank a Polonia donde comenzó la guerra, ella me mandó un equipo desde Francia para filmarme.
-Muy simbólico montar esa pieza allí.
-Yo debería haber nacido en Polonia si Hitler no hubiese existido.
-¿Qué recuerda de aquella visita?
-Fuimos a la calle de Varsovia donde vivieron mis viejos. Enfrente había una placa que decía que allí había nacido el escritor Isaac Bashevis Singer.
El ganador de un premio Nobel, de origen judío y ciudadano polaco, compartió esa cuadra de la ciudad y los mismos acechos que la familia Wainrot.
El documental de Teresa Costantini se desarrolla en un saludable equilibrio entre el universo de la danza y lo testimonial de una vida intensamente transitada. Julio Bocca y Paloma Herrera son algunos de los eximios artistas que brindaron su testimonio para un material donde no faltan las imágenes de escena. Y, desde ya, la palabra de su protagonista, un exquisito hombre de la cultura que se expresa no solo con su cuerpo, sino también con la palabra a través de los seis idiomas que domina.
“Me gustan las plantas, la vida y la luz, por eso no hay cortinas en las ventanas; no es una postura para que me vean caminar desnudo, sino porque no tengo de qué esconderme”, sostiene categórico. Solo unos parasoles enmarcan los amplios cristales que convierten el living en una continuación de la terraza. “Cuando ingreso por la planta baja, mi perro ya me huele y ladra. Tenemos una gran comunicación, no necesita hablar para decirme lo que siente”. Wainrot vive varios pisos más arriba y desde su casa se pueden observar las torres que reemplazaron a las viejas instalaciones del pasaje Gelly, donde estaba montado aquel Canal 9 Libertad de Alejandro Romay.
“Quiero mucho a mi perro, a mi hermana, a mi pareja y a mis amigos. Como no tengo una familia grande, mis amigos fueron la familia”, sostiene el hombre cuyo derrotero artístico lo llevó a crear más de 165 piezas para compañías como The Juilliard Dance Ensamble de Nueva York, English National Ballet, The Cincinatti Ballet, Ballet Real de Wallonie, Hannover Opera Ballet, Bat Dor Dance Company of Israel, Ballet Nacional de Chile, Compañía Nacional de México y Hubbard Street Dance Company, entre otros espacios.
En 1968 se inició su vínculo con el Teatro General San Martín, siendo bailarín del Ballet Contemporáneo bajo la dirección artística de Oscar Araiz y luego de Ana María Stekelman. En 1982 asumió la dirección artística del grupo, tiempo en el que comenzó a desarrollar su carrera como coreógrafo.
Una pequeña dificultad se percibe en su andar. A los 78 años, solo un escueto doblez que hace percibir el trajín de una vida y las secuelas de ocho intervenciones de cadera. “Siempre tuve mucha elasticidad, pero las operaciones tienen que ver con el desgaste natural. Abusé de un cuerpo que pasó por más de 60 compañías”.
-¿Por qué, dentro de su enorme corpus creativo, La tempestad es su obra elegida?
-Me siento muy parecido a Próspero, el Duque de Milán, el personaje principal. Tiene poder y, al mismo tiempo, es culto. Su hermano no puede aceptar que haya gente ilustrada y que él no lo sea, por eso trata de hacerlo desaparecer junto a su hija Miranda, algo similar a lo que sucedió en nuestro país, donde se hizo desaparecer a la gente que quería vivir de otra manera, de una forma más sensible e inteligente. La obra también habla del perdón hacia el otro y a sí mismo.
-¿Qué se perdonó?
-Tuve que ser más flexible y tratar de entender qué les pasaba a los otros; como tuve que entender cómo viven los palestinos y cómo los dejan morir. ¿Cómo puede ser que tengan una religión que sostenga que lo mejor de la vida pasa después de la muerte?
-¿Por qué la danza contemporánea?
-Me encanta lo clásico, fue la primera escuela que conocí y me gustó, pero no es la que más me importa para expresarme. Los coreógrafos contemporáneos, como su nombre lo indica, somos de hoy, del momento, tenemos la obligación de ser referentes de las cosas que están pasando en el presente. En 2006 hice La Tempestad, porque era lo que estaba sucediendo en la Argentina. La obra me eligió a mí.
En Sinfonía de los salmos, partitura compuesta por Igor Stravinsky, también se adentró en la realidad nacional más cruel: “Es una obra que adoro, la creé cuando sucedió la guerra con los ingleses, una locura. Tenía que hacer algo de lo que pasaba a través de mi lenguaje. ¿Por qué hice Ana Frank? Porque durante siete años vivimos como ella, escondidos, a todos nos podían llevar en un colectivo y revisarnos”, recuerda en torno a los aciagos tiempos de la dictadura militar instaurada desde 1976.
“Una mañana iba a un ensayo general y, cuando me detuve en un negocio para mirar bolsos, me paró la policía. Me preguntaron por qué tenía ojeras. Me decían que me había drogado, justo a mí que jamás hice eso, ni me emborraché o fumé”.
-¿Qué sucedió?
-Me llevaron a la comisaría. Por suerte, me permitieron comunicarme con mi cuñado, que estaba al frente de los negocios familiares de Pompeya, y pudo hablar con el comisario al que había que “adornar” en el barrio a cambio de protección. También hablé con Kive Staiff, director del Teatro San Martín.
-¿Cuánto tiempo pasó detenido?
-Me metieron en una celda con veinte tipos, cuando pedí ir a orinar me dijeron que meara al costado, como los animales. Entré a la mañana y a la tarde pude salir.
Amor, duelos y dolor
“He tenido cuatro parejas maravillosas, nunca terminé mal con ninguno. Siempre seguí siendo amigo, pero hubo una época que fue terrible, en dos años se murieron Carlos (Gallardo), mi pareja, y luego, a las tres semanas, Misha, un ruso que fue mi primer compañero. A los seis meses falleció mi madre y cuatro meses después partió Ricardo, un italiano con quien conviví diez años”.
-¿Por qué terminaban las relaciones?
-Me llevaban muchos años. Conocí a mi primera pareja a los dieciocho años y él tenía cuarenta; con el segundo yo tenía veintidós y él treinta y nueve. Con la primera pareja que tuve una similitud de edad fue con Carlos (Gallardo), que apenas tenía dos años más que yo.
-¿Cómo recuerda ese vínculo?
-Con él todo era al máximo, discusión y peleas, pero, enseguida nos desinflábamos. No nos separamos un solo día. Estuvimos treinta y dos años juntos y ninguno agarró una valija para irse. Si nos peleábamos, uno de los dos se iba a dormir al otro dormitorio, pero, a las dos horas, ya estábamos juntos de nuevo. Sabíamos que lo más importante que teníamos era al otro.
Mauricio Wainrot y Carlos Gallardo vivieron quince años fuera de la Argentina. “Cuando estás lejos, tu pareja es todo, es tu amigo, confidente y hasta tu religión”. Bruselas y Montreal fueron dos de los destinos donde habitaron.
Se casaron en Bélgica en 2003, cuando Wainrot era el coreógrafo residente del Ballet Real de ese país. “Hice once obras allí”. En simultáneo, Gallardo se desarrollaba como pintor, escenógrafo y vestuarista. El artista fue el creador de la simbólica instalación A toda orquesta II, montada en Plaza Lavalle, frente al Teatro Colón, integrada por 36 atriles que contienen bloques de césped en reemplazo de las partituras.
El 21 de diciembre de 2008 amaneció encapotado. Wainrot y Gallardo remolonearon un poco más hasta que decidieron partir, en la camioneta poderosa que habían adquirido tiempo atrás, rumbo a la casa soñada que habían montado en La Cumbre, provincia de Córdoba. Un refugio inspirador. El coreógrafo estaba al volante.
“En la ruta se largó una lluvia terrible, pero lo que yo no sabía era que la camioneta, por su altura, tenía más probabilidades de volcar como consecuencia del viento. De todos modos, no iba a más de 70 u 80 kilómetros, en un auto que podía ir a 200 kilómetros por hora, pero jamás me gustó correr”.
-¿Cómo sucedió el accidente?
-Cerca de San Nicolás, al bajar una lomada, pisamos un pozo lleno de agua, lo cual hizo que el auto comenzara a girar y girar sin parar. Me aferré al volante, tratando que se enderezase. Finalmente, el auto se fue de la ruta y empezó a rodar hasta que chocamos contra un árbol, quedamos inclinados.
-Su pareja, ¿falleció inmediatamente?
-Creemos que sí.
-¿Usted siempre estuvo consciente?
-Sí, llovía a mares, y recuerdo que le decía “negrito, negrito”, hasta que comenzó a caer sangre sobre mi cara. No me imaginé que estaba muerto, pensé que estaba desmayado. Como mi vidrio se hizo trizas, pude salir. Vi una rueda de auxilio tirada y a un montón de gente que se acercaba. Mi teléfono se perdió, pero en el barro encontré el de él y mi billetera. Llamé a algunos amigos.
Al dolor de la pérdida irremediable se sumó otro hecho traumático: “No me dieron el cuerpo de Carlos (Gallardo) a mí, que viví 32 años con él, se lo dieron a un sobrino. Teníamos una unión civil y un casamiento en Bélgica, pero eso acá no servía, viví una gran humillación”.
-¿Cómo salió adelante?
-No sé, todos me dicen que soy resiliente.
-Indudablemente, tiene una gran fortaleza de espíritu.
-Al mes y medio tenía que estar en Riga, Letonia, donde debía montar una obra, pero no quería ir. Usaba bastón, no podía dar un paso. Me fui rengueando con un asistente, cuando entré al estudio, toda la compañía me aplaudió.
Actualmente, lleva once años de una nueva relación que le permitió volver a esperanzarse. “No me gusta vivir solo, será por mi historia de soledad de la niñez, necesito compartir; con mis parejas crecimos a la par, fue como una alquimia, un aprendizaje”.
-Un modo de vida.
-Siempre aposté por el amor, es lo único que a uno lo puede salvar. Muchas parejas fracasan, porque la gente no es generosa, tiene miedo al compromiso, al dar.
Emocionado por el recuerdo, pero sin quebrarse, también reconoce que “tuve muchas novias, pero jamás conviví con ninguna; me encantan las mujeres, son maravillosas”.
-¿Eran novias de la adolescencia?
-Tuve novia hasta los veinte años. Cuando formé mi primera pareja, al mismo tiempo estaba de novio con una chica. Y, cuando estuve con Ricardo, tuve una historia con una bailarina que trabajaba conmigo. Nos gustábamos mucho y terminábamos cog… en los hoteles.
-¿Se lo contó a su pareja de entonces?
-Sí, me decía que quería ver un hijo mío.
-¿Le hubiera gustado ser padre?
-Mientras vivíamos con Carlos (Gallardo), él quería que adoptáramos, pero yo tenía miedo. Hoy siento que hubiese sido bueno.
Persecución y destino
“Mis viejos salieron de Varsovia, Polonia, se escaparon, porque en 1938 los nazis habían tomado Austria y les interesaba Checoslovaquia, ya que este país tenía territorios que habían perdido los alemanes durante la Primera Guerra Mundial”.
Los padres de Mauricio Wainrot, quienes se habían casado en 1936, buscaron hacia dónde huir, conscientes de la tragedia que ya se instalaba en el territorio europeo con resonancias en todo el mundo. “Salieron el 19 de junio de 1939, poco antes del inicio de la guerra que fue el 1° de septiembre, cuando los alemanes atacaron Polonia”. En ese momento, los padres del artista ya se encontraban en territorio boliviano, bien lejos del conflicto bélico que diezmaría la paz internacional.
-¿Por qué recalaron en Bolivia?
-La razón era que la Argentina, Estados Unidos, Australia y Canadá no daban visas a los judíos. Bolivia, en cambio, los ayudó mucho, pero, como mi papá era asmático, la altura le hacía muy mal y no se pudo quedar allí.
-¿Cómo llegaron a nuestro país?
-Lo hicieron de manera ilegal. Mi papá cruzó en el baúl de un auto y mi mamá escondida en el baño de un tren. Un hombre conocido les aconsejó no llevar equipaje, porque, en ese momento, regía una ley que prohibía a los inmigrantes.
El matrimonio Wainrot-Brant hablaba idish, ni una palabra de español. Sin nada en los bolsillos y sin la herramienta de la palabra para comunicarse se instalaron a los ponchazos en Buenos Aires. “No podían hablar sobre esa época, porque se largaban a llorar fácilmente”. En poco tiempo llegaron los hijos.
-¿Cómo fue aquella infancia?
-No teníamos familia, solo éramos mis padres y mi hermana, seis años mayor que yo. En la escuela nos daba vergüenza decir que no teníamos abuelos, tíos ni primos. Llegaba el lunes y nuestros compañeritos comentaban todo lo que habían hecho durante el fin de semana, cómo habían sido las reuniones familiares, pero nosotros no teníamos nada para contar. Casi que sentíamos una especie de culpa por no tener familia.
Aquella infancia transcurrió en Villa Crespo, “el barrio judío socialista”. Rápidamente, su madre consiguió trabajo como empleada doméstica y luego se especializó como “empapeladora de cajas”. Su padre aprendió el oficio de zapatero. También el matrimonio estuvo al frente de un almacén en Muñecas y Thames, a metros del conventillo de cuatro piezas donde vivían.
-Todos en una pieza y el baño común con el resto de los huéspedes.
-Así era. La letrina y la cocina a leña se compartían con los vecinos.
-¿Disfruta mirar para atrás o la foto es dolorosa?
-Me siento muy orgulloso de ese pasado. No teníamos plata, pero mi papá nos llevaba a la Facultad de Medicina a escuchar a la orquesta sinfónica, a ver danza al Parque Centenario, espectáculos que eran gratuitos. Mi vieja me hacía ver comedias musicales y teatro judío. Todo eso que veía, lo quería para mí.
Gran influencia la de sus padres. A pesar de las carencias, el arte estaba presente, incluso en los cantos que su madre interpretaba en idish o en polaco y con muy buena afinación. Mauricio, atraído por ese mundo, organizaba representaciones con sus amiguitos y bailaba. “¿Querés bailar?”, le preguntó su padre. Y, ante la afirmativa de su hijo, no dudó en acercarlo a la Escuela Nacional de Danza. Corría 1952 y el pequeño Mauricio tenía seis años.
-¿Cómo recuerda ese ingreso?
-No ingresé.
-¿No?
-Me dio mucha vergüenza, porque eran trescientas nenas con sus madres y mi padre y yo. Me agarré de mi viejo, me paralicé ante lo que me proponían hacer. Fue el único día de mi vida en el que fui tímido.
Con los años, sus padres fundaron un taller de confección de ropas y llegaron a contar con cuatro locales propios en el barrio de Pompeya. “Habíamos cambiado de estándar de vida, pero, mi viejo a los 50 se enferma y muere dos años después. En esa época, yo tenía diecisiete años y odiaba trabajar en el negocio, porque lo único que quería era hacer teatro”.
Durante la agonía, su padre le pidió que lo acompañase, razón por la cual, Mauricio dejó sus estudios secundarios. “Estuvo dos años muriéndose y yo estaba ahí, a su lado, afeitándolo, atendiéndolo, viendo cómo se me iba”.
A los 19, luego de la muerte de su padre y ya habiendo comenzado a estudiar teatro y danza, decidió inscribirse en el Teatro Colón. “Hubo una convocatoria a la que se presentaron cuarenta chicos y quedamos seis. Eso me impulsó a decirle a mi madre que no quería trabajar más en los negocios de Pompeya para dedicarme a mi vocación”.
-¿Qué le respondió?
-Me dijo ´Se vive una vez, tenés que hacer lo que querés´.
Indudablemente sus padres fueron un estímulo en la realización personal. “Esa fue la gran herencia, más allá del taller o de ganar plata. Es bueno ganar plata, está bien que te paguen, pero uno tiene que ser muy feliz y yo siempre lo fui”.
-¿Qué valor le asigna al dinero?
-Ocupa un lugar de disfrute, aunque jamás despilfarré dinero. No me interesan las marcas, pero sí vivir cómodamente.
Desde siempre, se mostró recatado ante la posesión de bienes materiales. “Cuando murió mi papá, me quedó su coche, pero me daba vergüenza tenerlo, no se lo contaba a nadie, lo escondía, porque todos mis amigos iban en colectivo. A los diecisiete no tenía padre, pero tenía un Peugeot”.
Mundo en guerra
En las últimas horas se implementó el cese del fuego entre Israel y Hezbollah, un paréntesis de paz que durará, al menos, 60 días. La escalada bélica le apareja a Wainrot los recuerdos de aquellas escuetas narraciones de sus padres.
-¿Cómo vive la guerra desatada en Oriente Medio?
-Me molesta la ignorancia, a la izquierda terrible y pelot… no la soporto. Israel perdió la guerra del marketing. En 1947, la división de las tierras en dos pueblos nació de la Unión Soviética, no llegó de Estados Unidos. Se buscaba que, una vez que el mandato británico se fuera, se fundaran dos Estados, Palestina e Israel. El día que los ingleses se fueron, declaran a Israel y ese mismo día, los palestinos, más todos los países de alrededor, le declaran la guerra al incipiente Estado que tenía un poco más de cabeza y, en pocos meses, los vence a todos. En cualquier guerra, ¿quién devuelve las tierras? ¿Por qué no les devolvemos Formosa a los pobres paraguayos? No sé si debería decir todo esto, es la entrevista a un bailarín, pero está bien, así saben quién soy.
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