Actor talentoso, de espíritu discreto y tranquilo, que no teme envejecer: este 2024 es un año intenso para él, lleno de desafíos: el último, protagonizar el nuevo film del director español Fernando Trueba
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“No vayas por ahí”, avisa Matt Dillon cuando le preguntamos por la edad. No bromea, o solo bromea a medias, porque a lo largo de más de una hora de conversación, un día de mayo en el bar de un hotel de París, quedarán claras al menos dos cosas. La primera es que Matt Dillon (New Rochelle, EE. UU.), ídolo adolescente en los 80 y atractivo treintañero grunge la década siguiente, asume sus 60 años sin problema: “Algunas puertas se cierran porque envejecés, pero otras se abren. Hay algo que he descubierto haciéndome mayor, y es que aprendemos a gestionar y a leer situaciones complejas. ¡Has vivido!”, exclama. Lo segundo que queda claro es que su cuota de vanidad —y para el gremio de los actores la vanidad no es un bien escaso— la colmó con creces en 1983, siendo casi un adolescente, al rodar con Francis Ford Coppola dos películas hoy clásicas: Los marginados y La ley de la calle. Ahí se lo encasilló como un tipo determinado de actor, una especie de James Dean de los 80, guapo, duro y turbulento, pero con un punto vulnerable. Y no le ha resultado fácil escapar de esa imagen.
Pero hoy, con muchos éxitos y fracasos acumulados, ya tiene suficiente experiencia como para no necesitar engañarse. Es un veterano que nunca ha ganado un Oscar, aunque fue nominado en 2004 a mejor actor secundario por Vidas cruzadas, de Paul Haggis, que sí le dió un Globo de Oro. Y puede decir, con una media sonrisa: “Realmente nadie sabe quién soy”. O confesar: “El miedo de todos los actores es que nos encasillen, y nadie quiere le encasillen, pero inevitablemente todos somos encasillados”.
-Es lo que le ha ocurrido a usted a veces: El tipo duro...
-Lo han intentado, pero yo pruebo cosas distintas. Aunque incluso a un gran actor como Robert de Niro se lo encasilla. O a Al Pacino. O a Gene Hackman.
-O a Humphrey Bogart.
-¡Humphrey Bogart! Todos queremos que nos digan que somos versátiles, pero ni siquiera Marlon Brando pudo escapar de ser Marlon Brando.
Lo que resulta desconcertante de Matt Dillon es que en persona tiene los mismos gestos por los que se le conoce y la misma voz grave y monótona, rasposa. Parafraseándolo: ni Matt Dillon puede escapar de ser Matt Dillon.
Precisamente, el actor acaba de estrenar en Cannes Maria, dirigida por Jessica Palud, donde interpreta nada menos que a Marlon Brando durante el rodaje de El último tango en París bajo la dirección de Bernardo Bertolucci y junto a la actriz María Schneider. Y ha rodado con Fernando Trueba Haunted heart (Isla perdida), que no tiene aun fecha de estreno en la Argentina y en la que él encarna, sí, a un hombre turbulento con un pasado secreto. ¿Es Matt Dillon un actor encasillado?, le preguntamos por teléfono a Fernando Trueba. “Los grandes actores creo que siempre son ellos mismos”, responde el realizador español. “Uno los quiere por su personalidad, por lo que irradian. Eso de que un actor se tenga que estar disfrazando de 17 cosas me parece una chorrada. Lo que pasa es que hay que gente que dice eso y actores que se creen que cambian completamente. Allá cada uno con sus creencias... Pero Matt Dillon ha hecho cosas bastante distintas. No tiene nada que ver su papel en Drogas, amor y muerte (Gus Van Sant, 1989) con lo que hace con Lars von Trier (La casa de Jack, 2018) y en la mía, o en La ley de la calle”.
En París, el actor pide un espresso doble y un jugo. Dice que necesita cuidar su resfriado. Acaba de llegar de Cannes —quizá se resfrío ahí, comenta, en un paseo en barco, o por estar en contacto con tantas personas en el festival— y en unos días se irá a Roma a ver a unos amigos. Tiene un pie en Nueva York y otro en Europa —vive entre los dos continentes; trabaja en ambos— y la voz más profunda de lo habitual. Al terminar la entrevista, un responsable del hotel lo acompañará a la farmacia. Y en ese momento, en pleno centro de París, se confirma que quizá sea verdad que, como él dice, nadie sabe quién es, pues parece pasar desapercibido en las calles cercanas a la Ópera y la plaza Vendôme, aunque también es verdad que los parisinos son poco dados a fijarse en las estrellas. O, cuando menos, a mostrarlo...
Haunted heart es un thriller à la Patricia Highsmith situado en un rincón remoto de Grecia. Cuenta Dillon que, con Trueba, conectó hace años gracias a su amor compartido por el jazz y la música cubana. Se conocieron por casualidad en un restaurante en Los Ángeles, hace unos 20 años. Trueba acababa de cenar con Santiago Segura, Penélope Cruz y Tom Cruise. Cuando Cruz y Cruise se iban, entró Dillon con un amigo. Al rato, entablaron una conversación. Un día, relata Dillon, surgió la idea de hacer una película: “Dijimos: ‘Deberíamos hacer algo juntos’. Y él me contestó: ‘Tengo algo’. Y me mandó este magnífico guion, que a la vez es romántico y oscuro”.
Dillon, que ha dirigido un documental dedicado al músico cubano Francisco Fellove, “es un erudito de la música cubana”, explica Trueba. “No te puedes imaginar hasta qué punto. Yo hablo con él y le digo: ‘No sé de quién me estás hablando’. Conoce al que tocaba el tres con el rumbero noséquién en el año 44. Vas a su casa en Nueva York, y tiene una habitación dedicada a su colección de música cubana que es un museo. Y toca las congas”. También es pintor: durante el rodaje lo demostró —se ve un cuadro suyo en un momento de la película— y el cineasta español explica que, mientras estamos hablando, tiene ante sí un dibujo del filósofo Jean-Paul Sartre firmado por Dillon.
En Isla perdida hay un hombre, una mujer y un huis-clos, por usar un término sartriano: un espacio cerrado sobre el que planea un misterio. Es una historia que podría parecer una comedia romántica con buena comida y buena música en la primera hora antes de dar un vuelco highsmithiano, o hitchcockiano. “Era como estar rodando una vieja película clásica, pero es que Fernando es eso: además de un gran cineasta, es un gran contador de historias y, encima, un historiador del cine con increíble conversación. Conoció a algunos de los grandes, especialmente algunos de los viejos americanos, como Sam Peckinpah”, cuenta el actor. La otra protagonista de la película es Aida Folch, la mujer que llega a la isla griega para trabajar en el restaurante del personaje de Dillon: “Hay personas que tienen una especie de poder, y Aida Folch es una de ellas... Había química con ella ante la cámara”, afirma el estadounidense.
“Yo quería un actor que fuese atractivo, que fuera uno de esos hombres que tuviera esa cosa de galán romántico, pero con un lado inquietante, que pudiera hasta dar miedo”, dice Trueba. “Y de repente, me dije: ‘Ninguno me da esto mejor que Matt Dillon’. Tenía los dos elementos de una manera muy clara. Y luego tenía humor, cosa que le había visto en Loco por Mary (1998). Era capaz de ser divertido. Lo llamé y, como ya nos conocíamos, fue más fácil”.
En París, le preguntamos a Dillon si, como el protagonista de Isla perdida, él también tiene un lugar en el fin de mundo al que le gustaría escapar y dejarlo todo: “Es humano construir castillos en nuestra mente, una utopía, un lugar...”, responde. Y explica que, después de dirigir La ciudad de las sombras (2002) en Camboya, fantaseaba con irse a vivir a Laos, a un pueblo de la época colonial en la montaña. No lo hizo: “Hay una vieja máxima que dice: “Allí donde vayas, estarás tú'. ¿Conocés la expresión? No podés escapar de quién sos”.
Para Dillon, alguien que lleva con los focos encima desde adolescente, aunque luego desarrollara una carrera con altibajos y no alcanzara las cumbres de la fama a las que sí llegaron compañeros de su legendaria generación como Tom Cruise, todavía resulta más difícil escapar de esta imagen. “No soy alguien que haya ido buscando los focos”, asegura. “Es cierto, estoy ahora aquí, haciendo una entrevista con vos. Hago promoción cuando es necesario, es parte de la profesión, pero personalmente he llevado una vida sencilla. No me escondo de nada. Salgo, veo a gente, no me aíslo. La verdad sea dicha: no me hice actor por narcisismo o por extroversión. Muchas personas se hacen actores porque quieren actuar, pero para mí lo importante de ser actor era transmitir algo, reflejar algo de la naturaleza humana al público. Sentía más curiosidad por la naturaleza humana y por el mundo que por el hecho de actuar. Me gusta interpretar, claro, pero lo mío proviene de la curiosidad. Para mí, no se trataba de ser famoso”.
Hoy, Dillon mira aquellas películas de los inicios y le provocan un sentimiento extraño: “Es como mirar fotos tuyas cuando eras más joven. Me encanta, hacerlas fue importante en mi carrera y trabajar con Francis, algo enorme. ¿Sabés? Me trató muy bien, creyó en mí, me dio confianza”.
Le pido a Fernando Trueba que, puesto que Dillon lo considera un “historiador del cine”, lo sitúe en la historia del celuloide, y responde: “Siendo un intérprete de la generación que empezó con Los marginados, creo que tiene algo de actor clásico en la línea de [Robert] Mitchum. Algo que encaja en un tipo de cine más clásico, y eso me gusta. No era el modernito en la época. Podría haber sido un actor de western perfectamente. Es profundamente americano en su manera de hablar, en su forma de moverse. Hoy en día el western ya prácticamente no existe, salvo casos aislados, pero él hubiera sido un perfecto actor de ese género. También, por supuesto, de cine negro, pero eso lo ha hecho bastante”.
“Yo siempre quiero trabajar con grandes cineastas, aunque no siempre se tiene la oportunidad”, retoma Dillon, y habla de La casa de Jack, película de Lars von Trier que parece hecha a medida para su lucimiento y en el que interpreta a un hombre, más que turbulento, demoníaco. “Yo quería trabajar con Von Trier, no porque me interesaran los asesinos en serie, sino porque de verdad quería trabajar con él. Sentía que iba a aprender algo y que podría hacer las cosas de una manera muy libre. Fue un acto de fe, pero me gustó cuando lo conocí. Tuve buenas sensaciones al meterme ahí, en esa auténtica meditación sobre el mal. Me intrigaba cómo Trier trabajaba. En la película, nunca ensayamos. Ni una vez. Había una libertad similar a la que tienes en el teatro: la escena pertenece al actor”.
Podría pensarse que después de tantos años en la profesión habría perdido el entusiasmo. Cuando se le pregunta, responde que, “como profesional, mi trabajo es ofrecer una actuación”. Y recuerda un consejo que le dio el veterano Bruce Dern, cuando trabajó con él en los años 80: “Algunos días podrás llegar al set sin estar preparado, y algo mágico ocurrirá. Pero no te fíes, porque muchas veces no va a funcionar. Yo siempre llego preparado”. A lo que Dillon añade: “Recuerdo esas palabras. Son parte de mi educación. Trabajar con actores mayores fue vital para mí. No siempre era la mejor película, pero actores de los que aprendí, como Gene Hackman o el mismo Bruce Dern, me dieron grandes consejos”.
“Empecé a actuar a una edad muy temprana, ¿sabés?, lo que me hace comprender lo que pasó con Maria Schneider. Conozco esa sensación de no ser respetado del todo”, dice, recordando que debutó con 15 años. “Pero yo no puedo hablar de su experiencia, que fue muy extrema, porque fue traicionada por las personas con las que trabajaba”, precisa. Lo que Maria Schneider vivió es lo que cuenta la película Maria: las trampas y abusos que le tendieron Bernardo Bertolucci y Marlon Brando a la joven actriz de 19 años durante el rodaje de El último tango en París —la famosa secuencia en la que el personaje de Brando sodomizaba al de Schneider y en la que director y actor le ocultaron los detalles de lo que iba a rodar— y las secuelas que eso dejó en ella.
La historia de Dillon con Brando viene de lejos. Cuando rodó su primera película en 1979, Over the Edge, su director, Jonathan Kaplan, le llamaba en broma Marlon. “El motivo era que yo quería que todo pareciese real. Si había que romper una ventana, la quería romper de verdad. ‘¡Marlon!’, me decía el director, y yo no sabía quién era Brando. Sabía qué era El padrino, pero eso era todo. Claro, después, cuando decidí seguir siendo actor, Brando fue una parte importante de mi educación”.
Con Trueba, a menudo ha hablado y discrepado acerca de Brando. Según el cineasta, “Brando es un actor al que le ves el trabajo siempre, ves la elaboración, ves el proceso, y dices: ‘¡Qué cansado!’. Hay gente que me insulta por decir estas cosas... pero cuanto más pasan los años, menos me gusta” ¿Y qué decía Dillon cuanto le expuso estas opiniones? “Se reía de mis burradas”, responde el cineasta.
Cuando a Dillon le ofrecieron interpretar al Brando de El último tango en París, no pudo resistirse. “Me gustan los retos. Brando no era un sádico”, afirma. “Buscaba la verdad allí donde podía y, desgraciadamente, calcularon mal [Brando y Bertolucci], porque fue un error no informarla de lo que querían hacer. Hablo de error de cálculo no para desmerecer la importancia de lo que ocurrió, sino porque nosotros, los actores y cineastas, a veces, no queremos saber lo que la otra persona va a hacer para así obtener una reacción auténtica. Pero fue un error hacerlo con una escena de naturaleza tan sensible”. Recuerda Dillon cuando estudiaba en la escuela de Lee Strasberg y los modelos eran Montgomery Clift, James Dean y el propio Brando. Fue este último quien más le impactó: “Cambió la manera de mirar al hombre americano. Él, más que los otros, tenía una fuerza desgarradora... una mezcla de fuerza y vulnerabilidad”.
¿Y él, Matt Dillon? ¿Qué tipo de masculinidad representaría? “No lo sé, no pienso mucho en ello”, responde. “Vivimos en unos tiempos extraños, y algo que no me gusta de estos tiempos es que no dejamos de etiquetar. Se presta tanta atención a la política de la identidad... Es tan tedioso... Parece como si no hace tanto tiempo estuviésemos en contra de etiquetar a las personas. ¿Verdad? De lo que se trataba era de aceptar a todo el mundo y ahora se trata de etiquetar. ‘Este es esto, y tú eres tóxico, y estos hombres son tóxicos’. Todo enfocado en la identidad... No sé si has escuchado alguna vez lo que decía Kierkegaard: ‘Si me etiquetas, me estás negando”.
Volvemos a la cuestión de la edad, del actor juvenil que ya dejó de serlo hace tiempo. “¿Habría hecho yo Isla perdida hace 20 años?”, se pregunta, y la respuesta es inmediata: “No. Habría sido demasiado joven para interpretar el personaje. Hay un tiempo adecuado para cada cosa, pero no quiero limitarme a una edad. Quiero un poco de margen de maniobra. Puedo interpretar a alguien más joven. Más viejo. Y es por eso que los actores siempre estamos obsesionados con perder o ganar peso. Todos nos obsesionamos. Los mejores actores siempre están diciendo: ‘Vaya, tengo que adelgazar”.
De la película en la que interpreta a Marlon Brando, un Brando que engordaba —y Dillon engordó un poco para el rodaje, comiendo cuando le apetecía—, quedó descartada una escena que Dillon nos interpreta en la entrevista en exclusiva. Dice Brando/Dillon: “Vous trouvez qu’il me va comment, ce manteau? Parce que j’ai pris 7 kilos et j’ai demandé la couturière de le coudre, histoire de ne pas rassembler un roast-beef dans sa fi celle”. Lo dice en un francés trabajoso, con un acento profundamente americano, y con una voz que, si cerramos los ojos, parece que escuchemos a... Marlon Brando: “¿Cómo me va este abrigo? Porque he engordado siete kilos y le he pedido a la costurera que me lo arregle para no parecer un roast-beef en su cordel”. Después de declamarla, dice: “Me encanta esta réplica, ¡Me costó un montón aprendérmela!” No ha perdido su esencia. Matt Dillon, ante todo, es actor.
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