A 19 años de su muerte, un recorrido por su vida, sus amores, sus pasiones, sus reflexiones más profundas y por sus actuaciones más emblemáticas y recordadas
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“Nací en el barrio porteño de Once. Pasé mi infancia allí, junto a mis padres y mi hermano José Antonio, pero también estaban muy presentes mis tías Julia y Elena, y mi tío Jacinto”. Cuando María Rosa Gallo hablaba sobre su infancia, los ojos se le llenaban de dulzura. Perdía, a su pesar, esa fiereza de las actrices de pura sangre. Nada quedaba, ya, cuando dejaba correr los recuerdos, de aquellas heroínas trágicas a las que interpretó como nadie en el teatro ni de las malvadas antológicas que regaló a los televidentes.
Es que la Gallo no se mareaba con los aplausos, a pesar de que los disfrutraba. Nunca ocultaba sus orígenes y sabía que el ejemplo y el amor de sus padres había sido fundamental para que aquella adolescente que ganaba unos pocos pesos lavando cabezas en una peluquería se animara a seguir su destino.
“Mi hermano y yo tuvimos el primer acercamiento con la música y el teatro a través de la experiencia de mi padre, que era músico, en el reparto de la compañía que formaban Enrique Muiño y Elías Alippi. Después, tuvo que trabajar y se vio obligado a abandonar, pero conservó siempre su amor por el arte. Él nos contaba cosas y lo escuchábamos estudiar la guitarra todos los días cuando volvía de su trabajo, como obrero gráfico en diario El Mundo”, contaba.
El primer teatro que pisó fue el Colón. “Fui a escuchar a Berta Singerman y sentí que era el paraíso. Tengo recuerdos muy gratos de mi infancia, de esperar que mi papá volviera del diario, a las 6 de la mañana. Él pasaba por La Martona y nos traía latitas o latas, según la plata que tenía en el bolsillo, de dulce de leche y caramelos. Y cuando lo veíamos bajar del tranvía salíamos corriendo a recibirlo”, rememoraba.
Ese padre siempre presente se enfermó cuando ella era apenas una adolescente y se vio obligada a abandonar el colegio secundario en segundo año, para ayudar a la familia. “Me puse a trabajar. Lavaba cabezas en una peluquería en Primera Junta y me llevaba un sueldito de 45 pesos”. Sin embargo, su sino ya estaba marcado. “Yo decía versos en la casa de mis tías todos los domingos, cuando se reunía toda la familia. Todos me escuchaban religiosamente. Y eso lo fui llevando, también, a los encuentros con mis compañeras de la escuela primaria y de la secundaria. La maestra de primero inferior un día la llamó a mi mamá y le dijo: ‘Tiene que cuidarla porque tiene algo muy especial. Lee de una manera diferente; tiene un contacto con la lectura muy especial’. Al año siguiente, la maestra de primer grado superior me escribió a fin de año en el cuaderno: “Una vez te escuché leer y me emocionaste. Es que tú sabes sentir, sabes transmitir las delicadezas de tu almita bella”.
Su almita bella, sin embargo, necesitaba un empujón para encausar su sueño. Y ese empujón llegó en 1938, por parte de la madre de una de sus mejores amigas. “Esta señora insistía en que yo no tenía que aprender declamación sino teatro, pero por lo menos en nuestro nivel todavía no se sabía muy bien qué era el arte escénico. Y un día leyó en LA NACION que se cerraba en tantos días la inscripción a la Escuela Nacional de Arte Dramático, que entonces se llamaba Conservatorio de Música y Arte Escénico y que dirigía Antonio Cunill Cabanellas. Me dijo: ‘Acá tenés que ir a averiguar. ¡Ya!’.
Le hizo caso. “Fui sola, me presenté, me dieron todas las cosas que tenía que preparar y las que tenía que estudiar. Llegó el día del examen de admisión. Cunill Cabanellas estaba en la mesa examinadora y a mí los nervios y el miedo me dan una gran seguridad, una gran energía. Se ve que taconeé y los pisos eran de madera hueca y retumbaba mucho. Era un salón largo y cuando estoy por llegar escucho que Cunill le dice a la profesora de música, Libia Quintana: ‘Atiza, atiza. A esta hay que tomarla’”.
Por supuesto que quedó elegida, pero antes de formalizar el ingreso, debía hablar con su padre, aunque íntimamente ya conocía la respuesta que él iba a darle: “Y entonces, le dije: ‘¿Qué querés? ¿Que te traiga 45 pesos por mes o que me reciba? ¿Podés esperar y después te traigo 300?’. ¡No sé de dónde lo saqué! ¡Nunca le llevé 300, pobrecito! No tuvo tiempo de verme crecer en ese aspecto. Por supuesto que él era el que me esperaba todas las noches y me pedía que le contara cómo me había ido. Quería saberlo todo”.
Entre sus compañeros se encontraban Angélica López Gamio, Osvaldo Bonet y quien luego se convertiría en su marido, Camilo Da Passano. Terminó recibiéndose con medalla de honor y no tardó en debutar a lo grande en el teatro porteño. “Mi debut fue en El Carnaval del Diablo, de Juan Oscar Ponferrada, en el Polyteama, el 25 de marzo de 1943, con Eva Franco, Miguel Faust Rocha, Milagros de la Vega y un elenco formidable. Entré por la puerta grande. Actuar con ellos fue un mareo total, pero me di cuenta un tiempo después, porque una recibe las cosas que le van viniendo; le llueven los aplausos, que eran especiales para mí, y yo no podía creerlo”.
Entre los múltiples elogios que recibió por su actuación hubo uno que la marcó: “Una noche, cuando salía de mi camarín con mi hermano, mi mamá y mi papá, había una señora en el escenario esperando a alguien. ¡Me estaba esperando a mí! Esa señora era Margarita Xirgu. Me dijo que tenía que seguir en el escenario y que iba a convertirme en una gran actriz, que por favor amara mucho mi profesión. Yo estaba en otro mundo, en una nube”.
En aquel debut dejó en claro que no había espacio para ningún mal augurio: “Era cabalera, pero a fuerza de serlo, me convertí en una víctima de la cábala y antes de volverme dependiente de eso, dejé de serlo. La verdad es que no me dejaban tejer en el escenario ni coser, pero en esa obra, la primera para mí, usé un traje amarillo que me hizo Mecha Carman. ¡Y mala suerte parece que no me dio!”, le contó alguna vez a Nacha Guevara, en el programa Me gusta ser mujer.
En 1950, mientras trabajaba junto a su esposo, Camilo Da Passano, en la puesta de Prontuario, con producción de Luis Sandrini en el Teatro Astral, se vio involucrada en un hecho que llevó su nombre a las listas negras y la empujó al exilio. “Nos negamos a firmar la carta de adhesión incondicional a las tareas de la señora Eva Duarte, a quien considero mucho hoy, pero en ese momento no. Y ante la negativa, nos dejaron sin trabajo”, resumió mucho tiempo después. “Al día siguiente era domingo, día de descanso, se nos comunicó a Orestes Caviglia, Da Passano, Agustín Barrios, Claudio Martino y a mí, los que nos habíamos negado a firmar, que no podíamos volver a subir al escenario. Nos fuimos en 1950 y estuvimos en Italia 7 años. Es mucho tiempo y no fueron exactamente años de placer y de turismo. Nos tuvimos que exiliar por condicionamiento político”, explicaba, sin tapujos. “¿Qué hicimos? ¡Nos anotamos en la Academia! La mamá de mi marido tenía un departamento en Lavagna, en la Riviera Ligure. Nos instalamos ahí, dejamos a la nena, Alejandra, con ella y nos fuimos a Roma”, repasaba.
Allí, efectivamente, se anotaron en la Academia. ”Tuvieron una consideración enorme con nosotros. Inmediatamente pasé, como oyente, al elenco del Teatro Piccolo de Roma y al poco tiempo ya estábamos haciendo una gira con otra obra. Después, empecé a formar parte del elenco del Piccolo de Milán, a las órdenes de Giorgio Strehler, para hacer el estreno mundial de Proceso a Jesús, de Diego Fabbri, con dirección de Orazio Costa”, resumía. Durante su exilio, su padre falleció sin que pudiera despedirlo.
El regreso se produjo en 1957, y ella reconocía que fue a su pesar, porque tenía varios compromisos en Italia. Quienes estaban apurados por volver eran su hermano y su marido. De hecho, ellos regresaron antes que María Rosa. El retorno no fue fácil: estuvo más de un año sin poder trabajar porque no era convocada. Para esa altura, a Alejandra se le había sumado un segundo hijo, Claudio.
Pero como en tiempos de crisis suelen darse las grandes oportunidades, en 1958 su carrera comenzó a despegar nuevamente, gracias a la unión creativa con uno de los grandes actores de aquel tiempo: Alfredo Alcón. A las órdenes de Bonet, ambos brillaron en Recordando con ira, El perro del ortelano, El farsante más grande del mundo, El hombre de la piel de víbora y Orfeo desciende.
Los rumores de un supuesto romance entre la gran actriz y el galán más talentoso no tardaron en llegar. Y ellos no los negaron. Muchos años después, Gallo revelaría: “Nunca me enamoré de él. Teníamos una gran y apasionante amistad que compartíamos, también, con Osvaldo Bonet. Trabajábamos juntos, hicimos cosas muy lindas y la fantasía del periodismo creció. Y junto con esa fantasía creció la nuestra, también. Dijimos: ‘¿Por qué no? ‘. Sabíamos que no había nada, por supuesto, pero nos gustó el juego”.
Paralelamente, retomó su recorrido cinematográfico con el film Después del silencio, el sexto de su carrera. En total, filmó 27 películas, entre las que se destacan La mano en la trampa (1961), La cifra impar (1962), El perseguidor (1962), La Mary (1974), La casa de las siete tumbas (1982) y El acompañamiento (1988).
De quien sí se enamoraría, en 1963, es de su segundo marido, Tito Alonso, con quien conformaría otra de las duplas más recordadas. Pero fue Las Troyanas, en 1972, la obra que la consagró como la actriz trágica argentina. Otra vez con la dirección de Bonet, compartió elenco con José María Gutiérrez, Luisina Brando, Selva Alemán, Graciela Araujo, Walter Santana, Graciela Dufau, Catalina Spernoni, Cecilia Rosetto, Cristina Murta, Nora Blay, Alicia Bellán y María Estela Lorca. “Es como si, a pesar mío, yo tuviera una dirección trágica. Específicamente, Las Troyanas significa para mí la culminación de un parte de mi trayectoria como actriz y de una parte de mí como ser humano. Creo que con esta obra se cerró un ciclo y a la vez se abrió otro”, explicaba.
Es que, al poco tiempo, su hermano, que se había convertido en un músico reconocido y en el creador de varios de los coros más importantes del país, moría prematuramente. Ese duro golpe le resultó imposible de digerir. Tanto que, un año después, mientras realizaba una función de La casa de Bernarda Alba, su colega Juana Hidalgo la vio tan mal en escena que que le preguntó si quería suspender la función. María Rosa se negó, pero esa misma noche tuvieron que internarla para realizarle su primer bypass.
Tanto Alejanda como Ricardo siguieron sus pasos y eso la llenaba de orgullo. “No es fácil ser madre y actuar. Se desatienden muchas cosas en algunos momentos, pero eso ocurre con cualquier trabajo, y sobre todo en el arte, pero se puede, con sacrificios de una parte y de la otra. Por ejemplo, cuando mi hija era chiquita, yo vivía en el centro, en la Avenida Corrientes y entonces, entre la función de vermut y la de la noche, iba a casa, la bañaba, le daba de comer, la ponía en la cuna y me iba de nuevo al teatro”, explicaba.
Cuando sus hijos formaron sus propias familias, descubrió otra forma de amar, pero aseguraba que se consideraba una “abuela inglesa”. “Amo a mis nietos y a mis hijos, pero no los molesto. Voy una vez por semana a verlos, nada más. Estoy con ellos un rato, pero abierta al diálogo. Mis nietas saben que cuando me necesitan, tocan la puerta y me encuentran. Es una cuestión de respeto”, afirmaba.
Si bien su carrera se desarrolló en gran parte arriba de los escenarios, la televisión también la vio brillar a lo largo de las décadas. En 1966 junto a Rodolfo Bebán, Evangelina Salazar, Luis Brandoni, Cipe Lincovsky, Claudia Lapacó, Luis Medina Castro, Haydée Padilla, Rodolfo Ranni, Sergio Renán y Susana Rinaldi protagonizó una puesta de Romeo y Julieta, con dirección de María Herminia Avellaneda.
En 1975, el público la adoró en la telenovela Juan del sur, en la que compartía elenco con Luisina Brando, Jorge Martínez, Claudio García Satur, Perla Santalla, Dora Baret, Gianni Lunadei, Miguel Ligero, Mabel Manzotti, Selva Alemán, Enrique Fava, Jorge Sassi y su hija Alejandra. Cinco años más tarde, junto a China Zorrilla, Gabriela Gili, Érika Wallner, Gabriela Toscano, Alberto Arbibai, Eduardo Rudy, Héctor Bidonde, Gigí Ruá, Adolfo Linvel, Juan Carlos Puppo y Zelmar Gueñol presentó una reconocida adaptación de El solitario, de Guys des Cars.
También participó de los unitarios Noches de teatro (1960), Gran teatro universal (1970), Las grandes novelas (1971), Los especiales de ATC (1980), Las 24 horas (1981), Situación límite (1984), Sin condena (1994) y Alta Comedia. Sin embargo, serían las telenovelas las que le darían la gran oportunidad de mostrar en la pantalla chica todo su talento: su malvada Sor Paulina de La extraña dama (1990) y la cínica matriarca Rosalía Pacheco Huergo de Perla Negra (1994) quedarán para siempre en el recuerdo de los televidentes.
De todos modos, ella sabía que el teatro era su ambiente natural: “Yo no tengo un rol preferido, porque hice siempre lo que quise. Si lo hice es porque lo elegí, porque consideré que tenía que hacer eso y no otra cosa. Así supe, también, decir que no muchas veces. De todos modos, hay roles con los que me sentí y me siento más identificada. En mi caso, me pasa con la tragedia: La casa de Bernarda Alba, Las Troyanas, Fedra... Pero también hice sainete y me gustó, hice vodevil y me encantó. Son pruebas, desafíos. Eso es lo divertido de esta profesión”, definía.
María Rosa Gallo murió el 7 de diciembre de 2004, a los 83 años, victima de una neumonía. Luego de aquel primer inconveniente cardíaco surgieron otros: problemas pulmonares, la colocación de un marcapasos, una fractura en la cadera, un cuadro de cataratas que casi la deja ciega, entre otros. Nada pudo detenerla. Hasta aquel día en el que una neumonía le arrebató la vida.
Se fue, pero dejó el recuerdo de quienes pudieron verla sobre el escenario y disfrutaron de sus actuaciones en el cine y en la televisión. Y quedaron también, por suerte, un buen puñado de entrevistas en las que intentó legar parte de lo aprendido. “No hay una regla de oro, pero la pasión es el arma más importante para una artista. Hay que usar el corazón y el cerebro, además, porque si usamos solo el corazón nos lleva a dos extremos: o la locura o la terapia intensiva”, dijo alguna vez.
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