Hollywood intentó venderla como alternativa a la rubia legendaria de los cincuenta, pero su estrellato en el cine fue efímero; sin embargo, ella se esforzó por convertirse en leyenda por otras vías
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Mamie Van Doren fue la alternativa a Marilyn Monroe y la gran rival de Jayne Mansfield en la liga del descaro y la exuberancia. También una Ava Gardner de entrecasa y una de las herederas más vivaces de Mae West y Marlene Dietrich. Hoy presume, con fundamento, de ser la nonagenaria más moderna y vital que pisó jamás el planeta y, para demostrarlo, acaba de mostrar en redes sociales (de forma fugaz y probablemente sin querer) su vagina, tal vez la única parte de su anatomía que esta pionera del desnudo como arma de seducción masiva no había exhibido en público hasta la fecha.
Esto último puede parecer una efeméride muy menor (la imagen, por cierto, ha sido retirada ya de la circulación), pero viniendo de ella y considerando que cumplió 92 años el 6 de febrero pasado, supone un acto de orgullo, coherencia y supervivencia. Mamie Van Doren escribe un muy sustancioso blog, con el que fustiga a Donald Trump y ejerce de hada madrina de la diversidad sexual. Además, se mantiene muy activa en redes. En ellas acaba de celebrar, por ejemplo, que lleva 50 años con Thomas Dixon, el entonces actor y hoy odontólogo jubilado que se acabó convirtiendo en su quinto marido, en 1979, y que este último medio siglo ha sido, sin dudas, el mejor de su vida.
También asegura que su modesta comunidad de apenas 10.000 seguidores en X (antes Twitter) se convirtió en su “nueva familia” y las personas más importantes para ella. Dispuesta a alimentar la hoguera de esa tribu de incondicionales, está trabajando en Secrets of the Godess (Los secretos de la diosa), tercer volumen de su gran crónica autobiográfica, un libro en que completa lo ya explicado en Playing the Field: My Story y Playing the Field: Sex, Love and Life in Hollywood. Esta vez, según asegura, quiere contar “sin guantes y sin filtros” cómo se convirtió en Mamie, “qué fue de Joanie Olander”, su nombre real y dónde tiene “enterrados los cadáveres”.
La primera en llegar
El primer punto de inflexión decisivo en la larga vida de Mamie Van Doren llegó muy temprano, cuando la actriz de Rowena, Dakota del Sur, tenía apenas 18 años. De origen sueco y bautizada Joan Olander en honor a Joan Crawford, ídola de su madre, se crió en una modesta granja de las afueras de la ciudad. Fue una pésima estudiante, menos interesada en el álgebra que “en la ropa y en los chicos” y llegó al final de la adolescencia sin más proyecto vital que hacerse corista, viajar a Nueva York y casarse con un pez gordo del mundo del teatro. Como Nueva York le quedaba muy lejos de las Dakotas, se conformó con trasladarse a Los Ángeles, donde encontró trabajo como acomodadora en el Pantages Theatre de Hollywood y empezó a relacionarse con hombres ilustres mucho mayores que ella. A los 16 años debutó en televisión como extra y fue invitada a participar en el coro de la banda de jazz orquestal de Ted Fio Rito, su primera vía de acceso a la efervescente vida nocturna angelina. Con 17, se estableció en Santa Barbara, en la mansión de un admirador, Jack Newman, que insistió en casarse con ella, pero la acabó maltratando, lo que dio pie a un divorcio precoz y a un segundo intento de abrirse paso por su cuenta en el mundo del espectáculo.
Por fin, a los 18, en el verano de 1949, la adolescente rubia y pueblerina que aún se hacía llamar Joanie, de anatomía rotunda y carácter expansivo y entusiasta, ganó un par de concursos de belleza, Miss Eight Ball y Miss Palm Springs y se convirtió en una sólida aspirante a estrellita. La noche en que obtuvo su segunda corona captó también la atención de Howard Hughes, uno de los grandes magnates de Hollywood, soltero de oro a sus por entonces 44 años. Hughes pasó a ser su amante y su mecenas, además del hombre que le sugirió que adaptase un nombre artístico “más glamoroso”. Hoy sabemos que, en aquel primer encuentro, Joanie le mintió a Hughes sobre su edad. Le dijo que tenía solo 16 años, lo que convierte su relación en algo aún más problemático. “Concertamos un par de citas profesionales. Me dejó plantada en la primera y mi madre me pidió que tuviese un poco de dignidad y no acudiese a la segunda. Pero fui y él se esforzó desde el principio en seducirme y asegurarme que iba a tener una gran carrera en el negocio si me dejaba guiar y aconsejar. Al final, en el tiempo en que se convirtió en mi padrino, me encontró un hueco en cuatro o cinco películas de RKO”. Ningún papel destacado, pero sí un trampolín suficiente para que Van Doren activase su instinto y su ambición y “aprendiese todo lo que necesitaba saber sobre Hollywood”.
Los años de las tres M
Junto a Hughes, la triunfadora incipiente hizo un par de descubrimientos fundamentales: quería ser actriz, ya no corista ni reina de la belleza y no estaba dispuesta a “conformarse con un solo hombre”. Quería tenerlos a todos. En ese período crucial, entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, Mamie hizo un papel secundario, pero destacado, en Pasaporte a la muerte (1951), con Jane Russell y Robert Mitchum. Se compró su primer automóvil y presumió de parejas con mucha fama, como el boxeador retirado Jack Dempsey, un “niño grande” que, según contó la actriz, lo “trataba con dulzura”, pero la “aburría profundamente, con su edad mental inferior a 15 años”. Cuando Universal le ofreció un contrato con la única condición de que se buscase un novio “más joven y con mejor imagen” que Dempsey, Mamie rompió el noviazgo sin dudarlo.
Entramos así en lo que Silke Jasso, redactora de la revista Rare, describe como los años de esplendor y oropeles de Van Doren. En 1951 se convirtió en una de las pin-up del artista gráfico Alberto Vargas, su primera incursión en las grandes ligas del erotismo, que pronto se convertirían en su negocio. Muy poco después, la prensa empezó a referirse a ella como integrante de una de las troikas de moda en Hollywood, la de las tres M: Marilyn (Monroe), (Jayne) Mansfield y Mamie, heraldos de una nueva feminidad rotunda, ingenua y libérrima, que avispados productores querían vender como el antídoto contra el conservadurismo de la era Eisenhower.
Como alternativa a las “buenas chicas” y los “ángeles del hogar”, éxitos de taquilla como Los caballeros las prefieren rubias, Cómo pescar un millonario o Escándalos en París ayudaron a promover el estereotipo de la chica mala exuberante, ligera de cascos pero con buen corazón. Aunque Van Doren acabaría siendo la tercera en discordia de esa pugna de elite, lo cierto es que al principio parecía una candidata a la altura de las otras dos, capaz de contribuir a la revolución sexual de las rubias de mediados de los cincuenta con argumentos tan poderosos como As de campeones (1953), Prisionera del mal (1955) o Juventud indomable (1957). Con Marilyn Monroe estableció una relación de respeto mutuo y Jayne Mansfield fue su rival amistosa, aunque intercambiaron puyas de una cierta toxicidad, en coherencia con la imagen de festivo nido de víboras que, por entonces, se esforzaba en proyectar Hollywood.
Enamorada del amor
De sus años salvajes, Van Doren recuerda, sobre todo, la promiscuidad sexual. En palabras de Silke Jasso, Mamie, una mujer sobria, centrada y sensata en casi todos los órdenes de la vida, “tenía un gran vicio: hacer el amor”. Y lo practicó durante décadas con autoindulgencia y abandono. Al margen de sus cinco matrimonios (todos, menos el último, efímeros y más bien infelices), la actriz tuvo relaciones con una larga lista de miembros de la aristocracia de la industria del entretenimiento, de Frank Sinatra a Elvis Presley, pasando por Johnny Carson, Clark Gable, James Dean y Henry Kissinger. “Incluso se propuso, al parecer, sin éxito, seducir a Rock Hudson”, explica Jasso. Él fue el primero de los novios “aceptables” con el que intentó emparejarla Universal para dar algo de nutritivo material a la prensa del corazón. También se “acostó”, según confesó ella misma, con una “multitud” de hombres anónimos, que “suelen ser los mejores amantes”.
Sus relaciones con Sinatra ilustran a la perfección el carácter mercurial y contradictorio de Van Doren. Aunque la actriz aparecía en casi todas sus fotos promocionales con un cigarrillo entre los dedos, lo cierto es que dejó de fumar muy pronto y terminó detestando el tabaco. Eso la condujo, según asegura, a cortar sus potenciales romances con fumadores compulsivos como Sinatra, Carson o Dean, no tanto por motivos de salud como de “respeto e higiene”. Más aún, en la época de su breve romance con Sinatra, Van Doren acababa de divorciarse de su segundo marido y de concebir a su único hijo, Perry, y empezaba a hartarse del estilo de vida disoluto de estrellas como el legendario cantante de Hoboken. Según contó, el Hollywood de la época se estaba convirtiendo ya en el “infierno hippie” en que actrices y actores “tomaban LSD y salían a pasear desnudos por Sunset Boulevard”, un entorno “muy poco adecuado para criar a un niño como Perry”. Así que la actriz huyó de ese páramo de extravagancia y toxicidad creciente para instalarse en Newport Beach y llevar allí una vida “hogareña”.
Por entonces, era ya una mujer rica y famosa. Pero su compulsa a la distancia con Mansfield y, sobre todo, con la estelar Monroe, se había saldado con una estrepitosa derrota. Mientras Marilyn accedía al Olimpo cinematográfico, Mamie purgaba la pátina demasiado erótica de sus papeles de juventud y se veía condenada a producciones de clase B. Aunque algunas de esas películas, como La escuela del vicio (1958), tuvieron un notable éxito y hoy son objeto de culto, resulta innegable, en opinión de Jasso, que Van Doren no completó del todo su conquista de los cielos cinematográficos “y terminó resignándose a un papel de estrella menor, a años luz de las competidoras con las que se la relacionaba en el inicio de su carrera”.
Se permitió el lujo, pese a todo, de ser uno de los rostros más visibles del desembarco del rock’n roll en la pantalla grande. Su papel de Gwen Dulaine, el ama de casa rockera, lasciva y descarriada de La escuela del vicio, fue inolvidable. Y resultó el preludio de una larga lista de intervenciones similares en clásicos de la generación del rock and roll como Escándalo en la universidad, (1960), Generación de rebeldes (1959), La vida privada de Adán y Eva (1960) o la casi inverosímil, por desvergonzada y carnal, Sex Kittens Go to College (1960).
Un ocaso fértil
En más de un sentido, la Van Doren treintañera y cuarentona que se puso a las órdenes de genios del cine barato como Jack Arnold era mucho mejor actriz que la ambiciosa amante veinteañera de Howard Hughes y Jack Dempsey. Pero su momento de esplendor había pasado. Los Oscar con los que había soñado en su primera juventud no llegaron nunca a su vitrina de Newport Beach y la estrella en el paseo de la fama que siempre creyó merecer se haría esperar muchos años y le acabaría llegando más bien como un reconocimiento a su larga trayectoria en el negocio.
A medida que se sucedían las décadas, Van Doren editaba algún que otro disco, participaba en cada vez menos películas (compartió pantalla con Jayne Mansfield en Las Vegas Hillbillies, de 1966 y fue diva de la ciencia ficción más barata en Viaje al planeta de las mujeres prehistóricas, de 1968), al tiempo que posaba un par de veces para Playboy, empezaba a escribir y seguía acumulando maridos y amantes con o sin lustre. En 1979 encontró al hombre de su vida, “una de esas increíbles sorpresas que te da la madurez”, y fue alejándose gradualmente del cine. Su último papel, en la comedia de secundario Slackers (2002), fue una mera concesión al director, Dewey Nicks, que supo convencerla declarándose fan de su trabajo y exhibiendo un conocimiento exhaustivo de su filmografía.
Desde entonces, Van Doren se dedica a las más laboriosa y fascinante de las ocupaciones: “ser feliz”. En la vejez exhibe una inteligencia afilada y un delicioso sentido del humor en textos como China & Me, crónica de sus cuatro décadas de relación con la estridente cacatúa de las islas Molucas que “adoptó” en 1980 y se ha convertido desde entonces en su mejor compañera de vida, con permiso de Thomas, su marido. Le faltaba, eso sí, dar una pincelada de última hora a una carrera felizmente consagrada a la provocación y el escándalo. De ahí que acabe de protagonizar el desnudo integral más tardío de la historia del espectáculo.
Mamie fue de las primeras en llegar y está siendo (por fortuna para ella y para el mundo, que celebra su simpatía, su lucidez y su falta de complejos) de las últimas en irse. Tuvo tiempo incluso de cruzar el espectro político en sentido contrario al habitual: en 1972, simpatizaba con el Partido Republicano, actuó en diversas ocasiones para las tropas que combatían en Vietnam (“sentí una conexión muy especial con cada uno de esos hombres y mujeres: sé que muchos de ellos no volvieron a casa y me duele en el alma”), tuvo un breve escarceo con el estratega conservador Henry Kissinger e incluso conoció a uno de sus maridos mientras ambos hacían campaña por la reelección de Richard Nixon. Hoy, abraza el progresismo más beligerante, opina que Nixon era un “sinvergüenza”, Ronald Reagan un “carcamán” que “conservó sobre la cabeza la mata de pelo teñido, pero nunca supo si su culo estaba en Dallas o en Bagdad” y tilda a Donald Trump, su archienemigo, de “delincuente, psicópata y enemigo de la libertad”.
Su consejo a Joe Biden es, desde hace ya unos años, que le deje paso a un demócrata de menor edad, una mujer progresista, de ser posible, porque, cumplidos los ochenta, llega una barrera “de verdad” y hay que empezar a asumir que el mundo pertenece a los jóvenes. “Yo ya lo hice”, remataba la actriz. Por eso renunció a su sueño de convertirse en la primera gobernadora rubia de California y prefiere dedicar sus días a contarnos por qué dejó a Frank Sinatra y lo mucho que quiere a su cacatúa.
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