"Cuando soy buena, soy muy buena, pero cuando soy mala soy mucho mejor". "Las chicas buenas van al cielo, las malas a todas partes". "Cuando tengo que elegir entre dos pecados siempre elijo el que no he probado". "¿Llevás una pistola o es que te alegrás de verme?". Puede que nunca haya visto una película de Mae West (Brooklyn, 1893 - California, 1980), que no pueda distinguirla de otras rubias platino que colonizaron el Hollywood dorado durante tres décadas o que ni siquiera te suene su nombre, pero seguro que escuchaste alguna vez una de sus frases. Si West hubiese percibido derechos de autor cada vez que se estamparon en una camiseta o se usaron para coquetear, se habría cubierto de oro. En todo caso, no lo hubiese necesitado: murió rica, riquísima, porque además de actriz exitosa y humorista brillante era una mujer de negocios que produjo sus propios espectáculos y supo invertir su dinero en ladrillo, terrenos y diamantes.
No fue lo único que la diferenció de otras estrellas. West es una excepción en Hollywood porque es probablemente la única gran estrella verdaderamente hecha a sí misma. Ajena a cualquier tipo de imposiciones, definió su propia imagen, eligió su repertorio y escribió sus líneas. "Fui la primera mujer liberada. Ningún hombre iba a sacar lo mejor de mí. Por eso escribí todos mis guiones", contó en su autobiografía Goodness had nothing to do with it. Su fortaleza era un ingenio rápido y su debilidad era un físico que no la acompañaba en la carrera porque se alejaba de los cánones de belleza prestablecidos. Pero lo compensó con el maquillaje adecuado, pelucas imposibles, tacos de 15 centímetros y vestidos largos que se enredaban en sus pies y provocaban que apenas pudiese caminar.
Daba igual. Lo que la hacía sexy era su ingenio, que -acompañado de un acento cerrado de Brooklyn y un vaivén que se convirtió en su seña personal-, hizo de ella un mito erótico. "Mae no podría cantar una canción de cuna sin convertirla en sexo puro", dijo de ella Kenneth Anger en el clásico libro de chismes Hollywood-Babylonia. "No es lo que hago, sino cómo lo hago. No es lo que digo, sino cómo lo digo y cómo me veo cuando lo hago y digo", dijo Mae de sí misma.
Del escenario a la cárcel
West era hija de un boxeador y una modelo de corsetería que no la educaron para casarse con un buen hombre ni tampoco se obsesionaron con convertirla en una niña prodigio, a pesar de que no tardó en subirse a un escenario y mostrar sus dotes para el entretenimiento. Simplemente la dejaron seguir su camino hacia un destino obvio. A los 7 años cantaba, bailaba y actuaba y a los 14 empezó a hacerse un nombre en el vodevil con números con un toque pícaro que le abrieron la puerta de Broadway.
Su primer gran éxito fue Sex, escrita, producida y protagonizada por ella. Casi 70 años antes que Madonna, supo que bautizar así un show le garantizaba publicidad. Ningún periódico quiso anunciarla, en realidad, pero ella sabía que ese sería el mejor reclamo. Y así fue. La historia de una prostituta que se enamora de un chico de la alta sociedad que ignora su pasado se estrenó en abril de 1926 con malas críticas: "Una obra tosca e inepta, de producción barata y mal interpretada", dijo de ella The New York Times, pero con el éxito garantizado por las expectativas que su título prometía: acabó convirtiéndose en "la mayor sensación desde el armisticio".
Unos meses después, la misma policía que había disfrutado del espectáculo desde la primera fila junto a sus familias irrumpió en el escenario y se llevó a todo el elenco en sus furgones. No fueron los únicos que acabaron en la comisaría. Allí estaba también Helen Menken, por entonces mujer de Humphrey Bogart, que interpretaba a una lesbiana en otro teatro de la misma calle. Aquella noche la policía centró su trabajo en los enemigos número uno del pueblo estadounidense: los actores de Broadway.
El juicio se convirtió en el espectáculo que West, como maestra del marketing, ansiaba. La condenaron a diez días de cárcel y una multa de 500 dólares. Podría haberse librado de entrar en prisión, pero eso no habría sido divertido. Llegó a la cárcel en una limusina llena de rosas blancas y al salir vendió la exclusiva por mil dólares. En ella reveló que bajo el traje de presidiaria llevaba ropa interior de seda, que el alcalde y su mujer cenaron con ella y, adelantándose unas cuantas décadas a cualquier ola del feminismo, que aquello solo había sido un caso de 12 hombres contra una mujer.
La heroína del calabozo
El paso por prisión reforzó su aura de rebelde y la puso en boca de todos. Era la chica mala de Broadway. De los diez días de condena, solo cumplió ocho. Dos se le conmutaron por buena conducta, aunque nada más salir empezó a buscarse problemas con su nueva obra, The drag, una historia centrada en la homosexualidad masculina. Ningún actor quiso verse relacionado con ella, lo que llevó a la actriz a recorrer Greenwich Village buscando a hombres homosexuales que quisieran subirse al escenario para interpretarse a sí mismos. Pero la obra nunca llegó a los teatros de Broadway: la Sociedad de Nueva York para la Supresión del Vicio, que había instigado la operación policial contra Sex, se encargó de ello.
La mujer que se acabaría convirtiendo en uno de los personajes más homenajeados por las drag queens y en uno de los grandes iconos gay escribió en su libro Mae West on sex, health, and ESP: "Creo que el mundo les debe a los homosexuales masculinos y femeninos más comprensión de la que les hemos dado. Vivir y dejar vivir es mi filosofía sobre el tema. Creo que todos tienen derecho a hacer sus cosas, ¡siempre que lo hagan en privado!".
West era la mayor celebridad de Broadway y la productora Paramount, por entonces en riesgo de bancarrota, la fichó para reflotarse. En contra de lo habitual en los años veinte del siglo XX (y también en los del XXI), llegó al cine cuando tenía más de 40 años. "No soy ninguna tonta de pueblo que busca prosperar en la gran ciudad", sentenció entonces. "Soy una mujer de una gran ciudad que va a despuntar en un pueblecito". West llevó a la pantalla a un tipo de mujer que se sentía a gusto con su sexualidad y no buscaba el amor eterno, sino la diversión momentánea, algo que el público no estaba acostumbrado a ver y no volvería a ver en muchísimo tiempo.
Pero en el cine volvió a tener el mismo problema que en el vodevil: si quería buenas frases, tendría que escribirlas ella misma. En su primera película, Noche tras noche, apenas tenía cuatro secuencias, pero solo necesitó la primera para que nadie la olvidase. Cuando entra por primera vez en plano, la encargada del guardarropa exclama "¡Dios mío, qué hermosos diamantes!". "Dios no ha tenido nada que ver con eso, querida", le responde. El toque Mae West.
Hollywood, Mae West; Mae West, Hollywood
Tenía un papel secundario, pero como dijo el protagonista de la película, George Raft, "robó todo menos las cámaras". En su siguiente película, Lady Lou, ya era la estrella absoluta y junto a ella aparecía un jovencísimo Cary Grant, del que le gustaba decir que había sido su descubridora. "¡Si ese hombre sabe hablar lo quiero en mi película!", había gritado al verlo por el estudio, según afirma en su autobiografía. Grant, sin embargo, contaba que se habían conocido en un combate de boxeo, deporte al que ambos eran aficionados. Marc Eliot, biógrafo de Grant, asegura que lo más probable es que él fuese uno de los prostitutos de los que se rodeó la actriz cuando llegó a Hollywood.
Su éxito y su tremenda popularidad la abocaron a sufrir infinidad de rumores. Desde que era un hombre y se afeitaba a diario a que realmente era virgen... También se rumoreaba que estaba casada y eso resultó ser verdad, a pesar de ser reacia al compromiso. "El matrimonio es una gran institución, pero yo todavía no estoy preparada para que me ingresen en una institución", dijo una vez. West se había casado a los 17 años con un compañero del vodevil con el que apenas había convivido, pero cuando estaba en la cima, aquel hombre apareció y reclamó parte de su fortuna.
El juicio duró o años y consiguió librarse de él, pero no pudo evitar que aquel incidente revelase su verdadera edad: era siete años mayor de lo que afirmaba. No volvió a casarse, pero tuvo unas cuantas parejas estables, entre ellos el campeón de boxeo Gorilla Jones. Cuando empezaron su relación, el edificio en el que West vivía tenía prohibida la entrada de afroamericanos. Ella solucionó el problema comprando el edificio.
Se convirtió en la estrella más rentable de Hollywood y sacó a Paramount de la quiebra. Sus películas se contaban por éxitos y el público la adoraba. Era, en palabras de Scott Fitzgerald, "la única actriz de Hollywood con un toque irónico y una chispa cómica". Su carrera parecía no tener límite, pero un día el Código Hays se interpuso en su camino. Las estrictas normas que entraron en vigor a mediados de los años treinta para preservar la moral de los espectadores recortaron sus gracias subidas de tono y dictaron que el sexo solo podía tener lugar dentro del matrimonio y ella nunca era la esposa. Siempre tuvo claro el papel que quería interpretar y también el que no quería. Se negaba a interpretar "papeles de madre, papeles tristes, papeles tontos o de esposa virtuosa, traicionada o no. Compadezco a las mujeres débiles, buenas o malas, pero no me pueden agradar. Una mujer debe ser fuerte en su bondad o maldad".
La primera estocada
Lo que no pudo censurar el Código lo dinamitó William Randolph Hearst, el magnate de la prensa que inspiró Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941). Hearst lanzó una campaña demoledora contra ella, al parecer por un comentario despectivo de West acerca de su amante Marion Davies. "¿No es hora de que el Congreso haga algo sobre la amenaza de Mae West?", bramó desde todos sus periódicos. La llamó "monstruo de lascivia" y una "amenaza para la sagrada institución de la familia". Nadie se atrevió a contradecir al hombre más poderoso del país y West desapareció de la pantalla. Tal vez sea él quien se esconde tras una de las frases más famosas de West: "A aquel hombre su madre debería haberlo tirado a la basura y haberse quedado con la cigüeña".
Cuando el Código dejó de dictar la moral de Hollywood, el mundo ya estaba pendiente de otra rubia: Marilyn Monroe. Afortunadamente, el vodevil no le cerró las puertas y Las Vegas se las abrió de par en par. West protagonizó su propio espectáculo cantando rodeada de un ejército de culturistas y volvió a saborear el éxito. "Los hombres vienen a verme, pero también les doy a las mujeres algo para ver: ¡hombres de pared a pared!".
En 1950 tuvo una nueva oportunidad de volver a Hollywood por la puerta grande: Billy Wilder la llamó para protagonizar El ocaso de una vida, pero ella lo rechazó. Aquel personaje patético y decadente, que finalmente interpretó Gloria Swanson, no encajaba con la imagen que tenía de sí misma.
Sí aceptó una de las películas más extrañas de los setenta, esa oda al camp que es Myra Breckinridge (Michael Sarnem, 1970). Basada en la novela de Gore Vidal y protagonizada por Raquel Welch, pretendía ser una comedia sobre un cambio de sexo y acabó siendo, en palabras de Vidal, "una broma horrible". No se amedrentó: en 1978 y ya octogenaria, escribió y protagonizó su última película, Sextette, en la que interpretaba a una mujer que se casa por sexta vez. No aportó nada a su carrera, pero le permitió rodearse de hombres guapos como Timothy Dalton, Tony Curtis o George Hamilton. Pocas cosas le gustaban más.
El fin... o no del todo
West murió un par de años después, el 22 de noviembre de 1980, a los 87 años. A su lado estaba Paul Novak, un exculturista tres décadas más joven que ella con quien llevaba compartiendo los últimos 26 años.
Mae West se convirtió en sinónimo de sexo y lujuria sin enseñar ni un centímetro de piel ni llegar a besar jamás a un hombre en pantalla. Al margen de sus frases sugerentes, su filmografía es tan blanca como su vida. No fumaba, no bebía y no asistía a las fiestas de una industria que siempre la miró por encima del hombro. Prefería ir a las carreras de caballos o al boxeo y se pasaba las noches escribiendo chistes propios y adaptando los ajenos, según cuenta su biógrafa Emily Wortis Leider en Becoming Mae West. Sentía que sus rivales no eran las sex symbols Clara Bow o Jayne Mansfield, sino los humoristas W.C. Fields y Groucho Marx, y su legado lo demuestra. Apenas rodó una docena de películas que muy pocos recuerdan ya, pero Mae West permanecerá para siempre como un icono porque, como ella dijo, "solo se vive una vez, pero si lo hacés bien puede ser suficiente".
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