Nació en Gualeguaychú, donde fue maestra rural, y en unas vacaciones de invierno viajó a Buenos Aires porque intuyó que el conductor le hablaba; su encuentro, aunque agridulce, terminó de decidir un destino en los medios pleno de “cambios de fila”
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Conduce el programa de radio que más tiempo hace que está en el aire: 31 años. Te escucho -que hoy está en Radio Rivadavia (AM 630), los sábados y domingos, de 23 a 1- nació en 1991, luego de que ella sufriera ataques de ansiedad y pánico, y sintiera la necesidad de hablar con alguien. Dice Luisa Delfino que en su vida nunca nada estuvo planeado y que su historia es un constante ir y venir.
Quizá su curiosidad hace que se anime a probar lo que la atrae y sigue ese camino sin hacerse demasiadas preguntas. Nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, y es la única hija de un matrimonio dispar. Fue maestra rural hasta que un día escuchó en la radio a Hugo Guerrero Marthineitz y sintió que le hablaba a ella. Viajó a Buenos Aires para conocerlo y, si bien la primera impresión no fue buena, durante más de una semana siguió visitándolo en su ciclo. Cuando se despidieron, él le sugirió que alguna vez volviera a Buenos Aires para buscar algo. Luisa Delfino le hizo caso y, sin entender qué buscaba, volvió y encontró su destino. Trabajó en revistas y diarios, la casualidad la llevó a la radio y, en cambio, llegó a la TV con plena conciencia. “Fue lo único planeado en mi vida”, se sincera durante una charla íntima con LA NACIÓN, en Radio Rivadavia y luego de una de las reuniones de producción.
-¿Cómo fue tu infancia en tu Gualeguaychú natal?
-Gualeguaychú es un lugar inspirador y tengo la locura de pensar que quien nace ahí y viene a la ciudad con un pequeño don, puede lograr su sueño. Mi mamá era muy jovencita, tenía 18 años, y mi papá, 47, y trabajaba como subcontador de una repartición del Estado. Él había enviudado y se enamoró de ella. Así que soy hija de un papá abuelo y de una mamá casi hermana, lo cual no es fácil, porque es como si hubiera criado dos hijas al mismo tiempo. Tenía la idea de que mi casa era un palacio y en realidad era muy humilde, y la cena era un café con leche. Pero en ese momento no sabía que éramos humildes. Desde chica jugaba a imitar las películas que veía. Recuerdo una sobre un circo y entonces agarré una escalera altísima de mi padre, subí y repetí el diálogo de la película. Tengo una imagen de mis 10 años en el patio de mi casa, que era chorizo, muy húmeda porque se inundaba y por eso toda mi vida tuve faringitis y bronquitis. Estaba barriendo el patio y había una especie de dibujo en el piso, que era un círculo con otro dibujo de piedras, y me acuerdo que pensé “¿Dónde estaré yo cuando tenga la edad de mi mamá o de mi papá? Seguro que no barriendo este patio. Voy a estar en otra parte”. Porque cuando mi papá se iba a trabajar, yo lo esperaba en la ventana, ansiosa, porque para mí la vida estaba afuera. Yo sentía que él era quien traía esa vida y contaba noticias, mientras nosotras esperábamos. Después leí un libro maravilloso de Albert Espinosa que se llama Mejor que ir es volver, y uso ese título todo el tiempo.
-¿Cuándo fue la primera vez que te “fuiste para volver”?
-Cuando terminé la escuela secundaria fui a La Plata a estudiar Derecho, porque según mi papá yo ganaba todas las discusiones (risas). No fue mi decisión, y me sentía sola, falta de afectos, no conocía a nadie y no pude integrarme. Duré tres meses y le escribí a papá para que me fuera a buscar, porque esa no era vida para mí y no quería estar ahí. Me dijo que sí, y cuando me sentí liberada, curiosamente salí a pasear por La Plata y conocí a un chico en una disquería que estaba comprando un simple de Los Beatles, empezamos a hablar y me invitó a dar una vuelta con su motito. Quiso el destino que en una curva me encontrara con mi papá que venía a buscarme, así que me bajé y me fui con él. Lo que podría haber sido un romance, se truncó (risas).
-Entonces estabas otra vez en Gualeguaychú. ¿Cómo siguió tu historia?
-Fui a trabajar como maestra rural, a una zona donde no había gas ni luz ni nada. Ahí tampoco conocía a nadie, pero estuve un año y lo recuerdo como uno de los más felices de mi vida porque no estaba esperando a nadie, no tenía nada de lo que supuestamente la gente quiere, todo era precario. Mi idea, hasta ese momento, era que uno dependía del afuera para estar contento, y ahí no tenía nadie, eran mi cabeza y el campo. Un día de junio estaba escuchando al Negro Guerrero Marthineitz en la radio y decía siempre “¿Cómo va ese tejido?”. Yo estaba tejiendo un suéter celeste, y sentí que me hablaba a mí. En las vacaciones de julio vine a Buenos Aires para conocerlo.
-¿Sin intenciones de trabajar en radio todavía?
-No. Vine porque me parecía como una epifanía que me preguntara por el tejido. No tenía claro que quien habla por radio a veces dice cosas y a alguien le pega. Bueno, a mí me pegó. Mi papá me consiguió lugar en la pensión de doña Toto por unos días y viajé con mi amiga. En esa época escribía poesías que mi papá llevaba al diario local y las publicaban, y mi amiga había traído algunos recortes sin que yo supiera. Apenas vinimos, fuimos a Radio Belgrano para conocerlo, pero no nos dejaron entrar. Éramos dos pajueranas que nunca habían pisado Buenos Aires: insistimos, nos colamos un poco y lo vimos a través del vidrio. El Negro nos vio, puso un tema y salió enojadísimo a preguntar qué estábamos haciendo ahí. Le respondí que creí que era un tipo bueno que se preocupaba si yo estaba tejiendo mi suéter, y había ido a conocerlo para darle las gracias y decirle que me había ayudado mucho su programa, El show del minuto, que lo escuchaba en la escuela en la que trabajaba. Me preguntó si me animaba a decirle todo eso al aire y nos hizo pasar. Fuimos toda la semana y me preguntaba cosas del campo, de la escuela, de los chicos. Le contaba que lo que me habían enseñado para ser maestra no tenía nada que ver con lo que sucedía en la vida cotidiana en el campo. A la vez, mi amiga le dio los poemas que yo había escrito y él se enamoró de uno que se llamaba “Dolor de mudanza” y lo leía siempre. Cuando ya me volvía a Entre Ríos me dijo que cuando creciera un poco más volviera a buscar algo a Buenos Aires, que no sabía qué, pero era lo que había hecho también él.
-Y era tu destino…
-Sí, era mi destino. Y curiosamente años después, lo reemplacé en Ciudad abierta con Edgardo Alfano y Aníbal Vinelli en Continental. Todo en mi vida fue sin organización. Alguien me dice, ‘¿subís?’ y yo subo. Cuando volví a Buenos Aires, mi papá me consiguió un trabajo en la Municipalidad de Avellaneda y viví en la pensión de doña Toto y compartía habitación con una peluquera, una enfermera y otra chica. Tenía el turno de la mañana porque quería estudiar literatura, pero me iba a anotar en inglés porque era lo que quería mamá. Y estando en la fila para anotarme vi a un grupito de chicas que estaba conversando, empecé a escucharlas, ellas me saludaron y me cambié de fila, a literatura. Mi vida siempre ha sido un cambio de fila (risas). Me anoté también en un taller literario y una de las investigaciones era sobre la influencia de le revista Gente en la clase media argentina. Entonces fui a buscar a Carlos Ulanovsky que había estado en los inicios de esa revista, aunque en ese momento estaba en Humor. Me dijo que era una pavada esa investigación y me comentó que tenía una compañera que estaba haciendo un libro que se llamaba La risa de la radio y necesitaba a alguien que hiciera entrevistas. Y entrevisté a Niní Marshall y a Los cinco grandes del buen humor. Y dejé de estudiar.
-¿Y así empezaste en los medios?
-Sí, hice una investigación impresionante para Alicia Galotti que me dio muchas satisfacciones. Después hice notas para Diario Popular, para la revista de Clarín, después estuve en Para Ti. Trabajé en muchas revistas y el periodismo gráfico fue el que más me gustó. Seguí en la pensión porque no tenía un mango y vivía de lo que ganaba en la Municipalidad y de las cajas con salamines y quesos que me mandaba mi papá. Un día conocí a Víctor Sueiro en una entrevista y me llevó a Gente y me presentó a Chiche Gelblung, que era el director, quien me dijo que tenía un look chacarero. Yo era morocha todavía. Armando Barbeito, que era productor de la revista, me cambió el look y me dijo que me iba a hacer chacacheta. Él me hizo rubia y me gustó. La gráfica fue una gran base y de no haberla tenido, no hubiera sido quien soy.
-¿Cómo entraste a la radio?
-Pidiendo que solucionen las inundaciones en Gualeguaychú. Mis papás estaban mal, no querían más inundaciones, y descubrí que si dragaban el rio que estaba lleno de porquerías, se solucionaba el problema. La única draga que había estaba en Concepción del Uruguay, que era puerto. Gualeguaychú no era puerto justamente porque se inundaba. En ese momento era prosecretaria de Para Ti, y empecé a ir a radios para difundir y tratar de ayudar. Fui a lo de Magdalena Ruiz Guiñazú, una gran mujer que me dio espacio para hablar de la draga: iba tres veces por semana y me veían tanto en la radio que el gerente me llamó un día y me preguntó si quería trabajar en radio, porque le gustaba cómo daba. Y acepté hacer el programa Ciudad abierta, con Vinelli y Alfano, reemplazando al Negro Marthinheitz, que se iba de Continental. Y renuncié a la revista.
-Otra vez te cambiaste de fila….
-Sí, es la historia de mi vida. Y trabajé con todos: Mario Mactas, Rolando Hanglin, Juan Alberto Badía, fui coequiper muchas veces y es algo que me encanta. Muchos creen que me gusta conducir y la realidad es que prefiero que participe todo el equipo. En diciembre de 1990 me llamó Edmundo Rébora para proponerme hacer un programa a la noche, algo que ya había hablado con Vinelli.
-¿Ese fue el nacimiento de Te escucho?
-Sí, querían un programa encarado hacia lo romántico y les conté que ya había registrado un programa que se llama Te escucho. Hacía un año había tenido ataques de ansiedad y pánico cuando nadie hablaba de eso, o no los llamaban así. Y pensé que sería bueno armar un programa de radio en el que una persona pueda escuchar al otro en lo bueno y en lo malo. El 11 de marzo de 1991 hicimos el primer programa en Continental y en estos años pasamos por casi todas las radios. Durante dos años no lo hicimos, en 2000 y 2001, que explotó el mundo.
-¿La gente sigue necesitando que la escuchen?
-Menos. Me acuerdo que el primer día le pedí a unos amigos que estuvieran atentos y llamaran, por si no se comunicaba nadie. Pero no hizo falta porque sonaba el teléfono en todas partes, en personal, en contaduría. El programa fue creciendo y yo me fui atando amorosamente a él. Durante siete años hice el programa gratis en Del Plata, pero no me fui, y no pienso largarlo.
-Siempre de noche…
-Porque la noche te abruma, hace los fantasmas mucho más grandes y los monstruos parecen invencibles. De día hay más escapatoria, y hay luz.
-¿Cuál fue el llamado que más te impactó?
-La historia de Horacio, que llamó a Te escucho para contar que tenía SIDA. Estaba muy shockeado, asustado y pidió hablar todas las semanas y darnos el parte médico. Lo hicimos, a veces más de una vez por semana. No había medicación en ese entonces y él se fue resquebrajando con el paso del tiempo. Un día llamó para despedirse y dos días después llamó la hermana y nos contó que se había ido al cielo. Fue la única vez que pedí que pusieran música y no paraba de llorar. La gente lo amaba, y para que lo conocieran hicimos un programa desde un salón del Banco Patricios. Cuando lo presenté, se acercó y la gente empezó a vivarlo, como en la cancha “Ho-ra-cio… Ho-ra-cio…”.
-¿Cómo hacés para que las historias no te golpeen?
-Dieciocho años de terapia (risas). Nunca la dejé. Tenía ejercicios que me ayudaban a recibir el dolor de la gente, aunque todavía a veces hablo y se me caen las lágrimas. Mi terapeuta me enseñó a visualizar que las palabras salen por mi cabeza y se van al universo, que solamente me atraviesan. Haciendo ese ejercicio durante mucho tiempo, entre 1992 y el 1995, aprendí a manejarlo. Y aprendí también a festejar cuando aparece la alegría de alguien que quiere compartirla en el programa. Nunca doy consejos: eso es tema de los psicólogos, y pasaron muchos por el programa; uno de ellos hoy sigue siendo mi terapeuta. El primer psicólogo tuvo la visión de estudiar trastornos de ansiedad y armar una fundación que se llama Ayuda y tiene más de 25 años. Cada psicólogo que vino detrás de él es de ahí.
-¿La tele también fue una casualidad?
-De todo lo que hice en la vida eso fue lo único bien planeado. La primera oportunidad me la dio Juan Alberto Badía, con quien hacía radio y un día me dijo que quería que lo acompañara en Badía y compañía, y después en Imagen de radio. Y yo llevé Te escucho a ATC cuando estaba Gerardo Sofovich, que me dijo que no estaba interesado proque nadie iba a ver ese programa. Le propuse hacerlo gratis por tres meses y, si funcionaba, seguía y me pagaban. Y así fue. Te escucho triplicó el rating de las noches de ATC y estuvimos como diez años. Gracias al programa escribí ocho libros, pero no soy escritora, todos tienen que ver con temáticas del programa. Poca gente sabe escuchar. Muy escasa. Cuando me preguntan quién me escucha a mí, respondo que tengo terapeuta.
-¿Y el programa sigue quién sabe por cuántos años más o pensás darle un cierre alguna vez?
-Espero que siga por muchos años más. El primer fin de semana de julio vuelve una sección que teníamos hace muchos años que se llamaba Me cansé de estar solo. La idea era conocer a un compañero o compañera de camino, no un marido, sino alguien con quien ir a tomar un café, hablar de cosas que te gustan, alguien que te llame. Fue un boom y de ahí salieron cuatro matrimonios. Muchos oyentes empezaron a pedirlo otra vez porque no saben dónde conocer gente y es verdad porque para los de nuestra edad sin pareja no es fácil conocer a alguien. Y me gusta porque será que en mí también está esa búsqueda. Hace bastante que estoy sola y me gustaría tener un compañero de camino. Vivo con mi gato, Juanito, y con mis muchos libros que amo; ya casi no hay espacio en mi casa. Y amo los bares también: a veces voy a leer o miro a la gente y trato de escuchar lo que dicen porque me puede servir para alguna temática. Pero donde hay un bar, me vas a encontrar. La vida es maravillosa y por eso, como dice Orson Welles en una de sus películas, “Es probable que yo viva para siempre”.
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