Luis Landriscina: el dolor que compartía con Favaloro, el recuerdo más triste de su vida y por qué no termina de despedirse de los escenarios
Leyenda del humor argentino, amante del mate y del automovilismo, a sus 87 años, el emblema del buen narrador argentino abre las puertas de su casa para conversar sobre su vida, la familia, su infancia en el Chaco y su amistad con Froilán González, Juan Manuel Fangio y René Favaloro
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Se abre una puerta de hierro negra y al otro lado asoma la figura de don Luis Landriscina, que enseguida extiende su mano campechana e invita a pasar al interior de su casa en la Zona Norte del Gran Buenos Aires, donde vive junto a Guadalupe Mancebo, su compañera de toda la vida, con quien ya cumplió 61 años de casado.
Leyenda del humor nacional, amante del mate y del automovilismo, desde que se consagró como “Revelación Cosquín 1964″ como cuentista y recitador, Landriscina ha recorrido un largo camino como narrador de usos y costumbres rioplatenses, siempre con el sello de ese humor incomparable que lo catapultó como el emblema del buen narrador argentino y de pueblo. “En total hice 6 millones de kilómetros en 40 años de oficio. Siempre he estado solo en el escenario, con una jarra de agua, y he cambiado de repertorio todos los años, porque era la única manera de volver a un mismo lugar. Pero nunca escribía un cuento, armaba mentalmente la cosa”, señala, sentado en el living de su casa, mientras ceba unos amargos y convida unas medialunas calentitas que alcanzó su esposa.
Hace unos años atrás, una intervención en la laringe le dejó una afonía que lo alejó de los escenarios, aunque para despedirse, entre 2004 y 2005 emprendió una extensa gira que llamó Como dentrando a salir, y se tomo un año completo para decir adiós a aquellos tantos públicos que lo acompañaron a lo largo de su carrera, desde Estados Unidos, Canadá, Israel o Australia hasta Chile, Paraguay, Uruguay y por supuesto, Argentina.
“Como dentrando a salir, tenía que ver con la costumbre de las visitas cuando iban a una chacra, desataban el sulki y se pasaban el día ahí. Entonces, cuando se estaban por ir, los mayores les decían a los más jovencitos, ‘che, vamos dentrar a salir’, y eso quería decir que había que buscar el caballo, atar el sulki, la jardinera o lo que fuera, traerlo frente a la casa. Y tardaban un rato”, recuerda el multipremiado artista hoy, a sus casi 88 años, que cumplirá el próximo 19 de diciembre, aunque admite que no lo dejan despedirse del todo, porque siempre que lo llaman para hacerle un homenaje le piden que se cuente alguna historia.
Hijo de Luigi Landriscina, un agricultor italiano, y Filomena Curci, su padres emigraron desde Italia hacia la Argentina para radicarse en el Chaco. Séptimo de ocho hermanos, tenía apenas un año y medio cuando su madre falleció, tras lo cual pasó a ser criado por sus padrinos, Margarita Martínez y Santiago Rodríguez. “Mi padrino siempre decía: ‘Ese es mi hijo, no se llama Rodríguez, se llama Landriscina, pero es mi hijo’. No tuve otra ternura que la de mi padrino y mi madrina. Nunca me faltó un beso en la frente antes de irme a dormir”, recuerda.
El padrino tenía un obraje de madera blanca para cajones de embalaje, y el día que se “galponeaba” se hacía un fuego grande y a su alrededor se juntaban los peones, los gauchos, los jornaleros, a contar historias. Y fue justamente en esos fogones donde Luis descubrió su encanto por aquellas historias pausadas, donde cabían todas las palabras que inspiraba la llanura y el monte, la explotación forestal y el sonido de las hachas , el galope de los caballos y el río Paraná , el trigo y las cosas del amor ausente.
Ellos fueron sus primeros maestros, al igual que la multitud de paisanos que la vida le fue arrimando con el tiempo. Y sin saberlo, de aquella manera se estaba delineando en su corazón el rumbo de su destino como cuentista y recitador.
Así las cosas, cursó la escuela primaria en Villa Angela y Campo Largo (Chaco), y enseguida comenzó a destacarse por su habilidad como narrador de historias populares y costumbristas, siempre con una pincelada de picardía y buen humor.
“Ya en segundo grado yo era el que se paraba frente al peor público que vas a tener en tu vida, que son tus compañeros, y me hacía un verso como si fuera el hijo de la maestra. Y entonces esa maestra le recomendaba a la otra, y decían entre ellas, ‘es muy simpático Luisito, y muy dispuesto para decirte un verso, y todas esas cosas’. No hay escuelas para graciosos. Creo que dios me dio el aporte ese, que después las maestras estimularon, y seguramente mi mamá empujó de arriba”, sigue, sentado en el living de su casa, con el pañuelo al cuello, antes de hacer un silencio y cebar otro amargo, cuando suena el timbre. Llegó el fotógrafo, que enseguida ingresa a la sala y se suma a la ronda del mate.
Recuerdos y rutinas
Landriscina se presta ahora a la sesión de fotos, mientras recorre distintos rincones de su casa: “A ver qué sale, dijo Margarita, mientras le estaba abriendo la bragueta al novio”, bromea mientas posa sentado en un sillón. Un poco más allá, toma en sus manos un retrato de su madre Filomena, y la de su madre adoptiva, Margarita, nos muestra una foto de sus hijos y señala un afiche de Ceferino Namuncurá.
“Fue el primer beato argentino. Nunca subí al escenario sin una estampita de él en el bolsillo, y tengo una medalla también. Siempre estaba en mi auto”, cuenta. Un poco más allá señala otras fotografías de dos grandes amigos. “Vení conmigo que te voy a mostrar”, dice frente a un recorte del diario “La Calle”, de Concepción del Uruguay, cuidadosamente enmarcado, donde se lo ve de muy jovencito junto a Froilán González y Juan Manuel Fangio.
El fotógrafo se despide, regresamos al living. Afuera llueve, y adentro seguimos tomando unos amargos de gran charla con el entrañable Luis Landriscina, el más grande narrador campesino y contador profesional de todos los tiempos.
“Yo a la mañana tengo un protocolo. Corto un kiwi en rodajas y lo como con una tostada o una galletita sin sal. Después sigo con los cuatro remedios que tengo que tomar con unas vitaminas, para aportar algo más, y mate. Me gusta cocinar, y cuando vienen mis nietos los domingos quieren que yo cocine”, dice.
También cuenta que últimamente está escribiendo y poniéndole canción a muchos versos suyos. “No escribo cuando quiero, sino cuando tengo necesidad de hacerlo, en general después de la siesta. A veces, cuando voy buscando el sueño para dormirme, me aparece una frase. Y si después de dormido perdura la frase, es porque tengo que escribir. Por ejemplo, cuando murió [Horacio] Guarany, yo estaba en Uruguay, y me quedé mal. Para colmo no se iba a hacer velorio ni nada. Entonces me voy a acostar a la siesta y me aparece una frase que cuando me despierto, la frase estaba. Así arranco el verso, que se llamó “Horacio”: ‘Si la vida fuera un metro, Horacio lo gastó entero’. Un amigazo. Lo conocí cuando andaba solo con la guitarra”.
Otra faceta que muchos desconocen de Landriscina es su compromiso con los excombatientes de Malvinas. Es padrino de los veteranos de Prefectura Naval Argentina, de la Federación Nacional y Miembro Honorario de los veteranos de Vicente López. “Estoy trabajando mucho con los veteranos de Malvinas. Mi propósito es lograr que en las currículas de las escuelas primarias, secundarias y terciarias se enseñe la gesta de Malvinas, tal como ocurrió, con el testimonio de los que están. Porque cuando se muera el último veterano, la historia la va a escribir gente que no estuvo y no sabe nada. Hay que escuchar a los que pusieron el cuero allá, viste. Es un tema que voy a presentar oficialmente”, adelanta Landriscina, que también acostumbra sumarse a distintas actividades en apoyo a la Fundación Favaloro, otro de sus grandes amigos.
“Ente las cosas que me pasaron en la vida, este oficio hizo que gente muy importante se me arrimara para ofrecerme su amistad, como la vez que conocí a Favaloro en un semáforo. Me tocó bocina, y yo me tuve que estirar así [se estira de costado sobre la derecha], porque todavía tenían manija las ventanillas. Me dice: ‘Quiero que sepa que soy un gran admirador suyo’. Y le digo: ‘Qué puedo decir de usted, doctor’. ‘Bueno’, dice, ‘juntemos las admiraciones y charlemos un día’. Después nos encontramos en el aeropuerto de Mar del Plata, me dice, ‘dígale a la chica que le dé el asiento al lado mío, y como queda tiempo, vamos a tomar un café hasta que llegue el avión’. Y en ese viaje nació una amistad para toda la vida. Un enamoramiento, porque a él le dolía la patria como a mí. Favaloro fue el último prócer que tuvo la Argentina”.
A lo largo de su extensa trayectoria, Landriscina compartió escena junto a los más grandes folckloristas del país, que solía encontrarse arriba y debajo de los escenarios, como la vez que se cruzó con Atahualpa Yupanqui. “Con Atahualpa nos conocimos, hemos actuado juntos también. Era un hombre muy especial, muy retobado, y muy mordaz. Lo he visto arriba de un escenario, y en medio de una actuación dar vuelta la guitarra y decir ‘me voy a callar un momentito, para que hablen tranquilos los que están hablando allá atrás’. Y empezaba toda la gente a hacer shhhh, shhhh. Y dice, ‘yo no sé si los van a hacer callar, porque hace rato que están hablando’. Entonces por ahí se levantaba alguien y los sacaba para afuera, porque por ahí habrían tomado”, rememora. Y el recuerdo trae a la memoria otra anécdota, en la que Landriscina fue protagonista de su propia atahualpeada.
“A mí me pasó actuar en la Patagonia en un lugar que tenía el barcito adentro del salón. A los que tomaban les importaba tres pepinos lo que estaba pasando en el escenario, y encima había unos chicos pisando unos vasitos de plástico, haciendo ruido. Entonces me salió una atahualpeada: ‘No sabía que había tantos huérfanos acá’, dije. Y se hizo un silencio, viste, empezaron a sacar a los chicos”, dice con una sonrisa.
Padre y abuelo
Padre de Dino y Fabio, y abuelo de tres nietos, en los medios, Landriscina debutó en Radio en Rivadavia Junto a Héctor Larrea, donde brilló interpretando a Don Verídico, personaje del uruguayo Julio César Castro, también conocido como Juceca, un gaucho locuaz, ocurrente, fantasioso y exagerado. “Un día Larrea me dice, ‘¿el sábado tenés libre?’. Porque te quiero hacer un reportaje a vos’. Y voy. Hablamos, todo, y me pregunta: ‘¿Vos te considerás un buen padre?’. ‘No’, le digo ‘¿Cómo que no?. ‘No, yo he sido un papá bueno, que no es lo mismo’. Porque cuando mis hijos terminaron el secundario, no querían estudiar, y yo les dije, ‘bueno, mientras lo que hagan, lo hagan con honradez y honestidad, no tengo problema’. Y yo ahí tendría que haberme puesto duro, y decirles: ‘Yo tengo oportunidad económica para que ustedes vayan a Oxford si quieren, así que elijan lo que quieran hacer, me traen el título y después hagan lo que quieran’. Aparte, frases que uno dice, como ‘que a mi hijo no le falte lo que a mí’... Y le tiene que faltar, porque si no, no valoran lo que consiguen”, reflexiona Landriscina. Y añade: “Como abuelo me conmueve cuando me abrazan y me besan mis nietos”.
“La pandemia la pasé encerrado y con miedo, y eso me llevó a perder el equilibrio para caminar, ando con bastón. También me descubrieron que tengo los octolitos separados [pequeñas estructuras del sistema auditivo que ayudan a mantener la sensación de equilibrio], por eso se daba algunos mareos. Esperé las vacunas, y cuando mi mujer volvía del supermercado la fumigaba ahí [en la puerta de entrada]”, rememora.
Entrada ya la tarde, una lluvia intermitente demora la conversación, que entre mate que va y viene, retorna a los recuerdos de la infancia, la explotación forestal en Santa Fe, el regreso a los obrajes de Villa Angela, en el Chaco, cuando acompañaba a su padrino de Barranquera a Corrientes, y de ahí cruzaban en canoa el río Paraná. Porque él quería estar cerca de su padrino, iba a los obrajes con él, y hasta le había enseñado a escuchar los distintos sonidos de las hachas.
Poco a poco, la sala se vuelve silenciosa como un templo, y mientras la lluvia amaina, de pronto, el mundo parece haberse detenido. “Te voy a decir una cosa que yo valoro mucho”, dice Landriscina, como quien revela un secreto celosamente guardado por mucho tiempo, y su mirada se nubla de emoción. “La cosa más triste de mi vida fue dejarla a mi madrina en el cementerio. Es una cosa que todavía me quiebra, porque me volví a quedar solo. Después llegó mi otra familia, con mi mujer y mis hijos, pero esa, la de mi infancia, la sigo recordando. Casi siempre, los días de la madre coinciden con el día de la muerte de mi madre adoptiva, el 14 de octubre, o el de la muerte de mi madre, el 16. Soy muy sensible, y con los años, uno se pone más sensible todavía. Tengo un montón de temas donde vuelvo a la infancia. Tozudamente vuelvo a la infancia. Porque fui un tipo feliz, a pesar de todo”, concluye Luis Landriscina.
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