Los tres maridos de Marilyn Monroe: los hombres conocieron a la mujer escondida detrás del mito
Las parejas que la actriz más famosa del mundo eligió para compartir su vida
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Hace 60 años, el cuerpo de Marilyn Monroe, la estrella más famosa de Hollywood, era encontrado sin vida en su casa de Los Ángeles, acrecentando aún más la calidad de mito y leyenda de la actriz. Para homenajearla, la industria que la vio florecer y terminó convirtiéndose en uno de sus grandes verdugos prepara su homenaje, llevando a la pantalla grande una adaptación de Blonde, la novela de Joyce Carol Oates, que hace foco en los aspectos más íntimos y humanos de su historia. Para conocer un poco más sobre esta rubia que se convirtió en la gran favorita de la pantalla y supo trascender su propia muerte, no se puede evitar hablar de sus amores y de las tres relaciones más emblemáticas de su vida.
Una niña escapando de su más turbia pesadilla. Una joven apasionada. Una mujer en busca de contención y sosiego. Marilyn pasó tres veces por el altar, pero cada una de ellas, más allá de la obvia intención de formalizar un vínculo de pareja, obedeció a su profundo deseo de hacer pie, por un rato, en su propia vida.
Mucho antes de convertirse en la mujer más deseada, en el mayor símbolo erótico de Hollywood y en la actriz más famosa de la historia, Marilyn fue una niña abandonada. “Dejé de ser ‘huérfana’ a los 16 años porque me casé”. Con esas palabras, ella misma resumía el fin de su infancia.
Norma Jean Baker -ese era su verdadero nombre- nunca conoció a su padre. Su madre, Gladys, le había mostrado la única fotografía que guardaba de aquel hombre, a quien la pequeña le encontró un gran parecido con Clark Gable, el galán que por entonces la hacía suspirar desde la pantalla grande. Desde ese momento, comenzó a coleccionar postales y a recortar las fotografías del astro del cine como si realmente se tratara de su padre.
Gladys había estado casada, pero la conducta abusiva de su marido terminó dinamitando su matrimonio y la había empujado a pedir el divorcio. Su esposo, entonces, huyó con sus dos hijos mayores, desoyendo la sentencia de la justicia, que le había otorgado la custodia a su exmujer. Años después, llegaría a su vida Norma, una pequeña tan bella como curiosa a la que su madre tampoco pudo criar.
Sin rastro de su progenitor, Norma vivió su primera infancia al cuidado de un matrimonio amigo de su madre en el pueblo rural de Hawthorne, en Los Ángeles. Gladys, que trabajaba en la ciudad cortando negativos para Consolidated Film Industries, iba a visitarla todos los fines de semana. En 1933, la mujer logró comprar una pequeña casa en Hollywood para vivir junto a su hija, que por ese entonces tenía 7 años, pero la paz duró poco.
En enero de 1934, a Gladys le diagnosticaron esquizofrenia paranoide. Meses después sería internada y su hija comenzaría un derrotero que la marcaría de por vida. “Viví entrando y saliendo del orfanato. La mayor parte del tiempo me colocaban con una familia que recibía cinco dólares semanales por cuidarme. Me mandaron a nueve familias antes de que concluyera mi orfandad legal”, contó la actriz en sus memorias.
Una amiga de Gladys, Grace, se convirtió entonces en tutora legal de Norma. Fue ella quien, a sus 16 años, le sugirió que se casara con el hijo de sus vecinos para no terminar nuevamente en un orfanato.
El muchacho que la rescató de la peor pesadilla
La situación de Norma en aquel momento era acuciante: la familia con la que vivía tenía planeado mudarse de estado y no podía seguir haciéndose cargo de ella. Las alternativas eran tan oscuras como conocidas: volver al hogar para huérfanos o ser alojada en la casa de una nueva familia.
La segunda opción era la que más pánico despertaba en la adolescente y tenía sus motivos. Muchas veces había terminado siendo la criada de las familias que la albergaban pero, además, había un recuerdo que la atormentaba y acrecentaba su miedo de relacionarse con extraños: a los 9 años, uno de los inquilinos de la casa en la que vivía había abusado de ella.
“El hijo de los vecinos” del que hablaba su tía Grace era James Dougherty, un joven alto y apuesto de 20 años que además de trabajar en el negocio familiar -su padre era el embalsamador del pueblo- había entrado al departamento de policía de Los Ángeles. Norma decidió seguir su consejo y después de un corto noviazgo, decidió jurar amor eterno, por primera vez, frente al altar.
La boda se celebró el 19 de junio de 1942 y las pocas fotos que circulan de aquel momento muestran a Norma sonriente y feliz, aferrada del brazo de su flamante marido, luciendo un clásico traje de raso blanco que años atrás había usado Bucky, la hermana de James, en su propio enlace.
“Nuestro matrimonio fue una especie de amistad con privilegios sexuales. Más tarde descubrí que los matrimonios suelen ser eso y que los maridos tienden a ser buenos amantes solo cuando engañan a sus esposas”, resumió varios años más tarde la protagonista de esta historia. Su vida como paciente esposa y ama de casa duró apenas unos años. En 1943 James se alistó en la marina y un año más tarde fue trasladado al Pacífico.
Norma se mudó a la casa de sus suegros y, desoyendo a su marido, comenzó a buscar trabajo. Lo encontró en una fábrica de paracaídas. Allí la conoció el fotógrafo David Conover cuando fue enviado para retratar a jóvenes trabajadoras con la idea de que esas imágenes levantaran la moral de los soldados. En 1945, Norma decidió aclarar su cabello y comenzó a modelar para él y para otros fotógrafos que Canover le iba presentando. Su cuerpo voluptuoso la llevó a protagonizar algunas de las publicidades más osadas de las revistas para hombres. Gracias a eso, llegaron los primeros contratos con Columbia Pictures y 20th Century Fox.
Dougherty no estaba para nada de acuerdo con la nueva vida de su esposa, pero cuando finalmente volvió a Los Ángeles, entendió que ya no había mucho por hacer. “Mi matrimonio no me procuró ni felicidad ni sufrimiento. Con mi marido apenas hablaba. No es que estuviéramos enojados, es que no teníamos nada que decirnos. Lo más importante de esa experiencia es que logré acabar para siempre con mi condición de huérfana. Estoy agradecida a Jim por ello”, resumió Marilyn.
Y agrego: “Aquí acaba la historia de Norma Jean. Jim y yo nos divorciamos. Me fui a vivir por mis propios medios a una habitación de Hollywood. Tenía 19 años y quería descubrir quién era. Al decir ‘aquí acaba Norma Jean’ me he sonrojado, como si me hubieran descubierto diciendo una mentira. Porque aquella niña triste y amargada que creció con excesiva rapidez casi nunca está fuera de mi corazón. Con el éxito rodeándome, aún puedo sentir sus ojos asustados mirando a través de los míos. Sigue diciendo ‘nunca viví, nunca me amaron’, y a menudo me siento confundida y creo que soy yo quien lo está diciendo”.
Las apariencias pueden engañar más de una vez
Ángel, carisma, empeño, suerte... Es difícil precisar cuál fue el principal ingrediente de la ascendente y brillante carrera de Marilyn Monroe. Lo cierto es que cuando decidió pasar por el altar por segunda vez, ya era toda una estrella. Y el elegido era aun más famoso que ella.
Joe DiMaggio era el jugador de baseball más importante de aquella época y todo un héroe para los estadounidenses. Se conocieron cuando amigos en común les armaron una cita. Ella aceptó a regañadientes porque no le gustaban “los hombres con trajes chillones, grandes músculos y corbatas de color rosa”.
A veces, las apariencias engañan y Marilyn lo comprobó en aquel primer encuentro. Lejos del estereotipo del deportista frívolo, DiMaggio se reveló ante sus ojos como un hombre serio y de bajo perfil. Sin embargo, lo qué más la desconcertó fue ver que el interés que despertaba en la gente era aun superior al que despertaba ella misma.
Las crónicas de la época hablan de una pasión irrefrenable. “No podíamos seguir para siempre como un par de amantes que iba de un lado a otro porque eso podía dañar nuestras carreras”, argumentaba la actriz. Por eso, aceptó sin pensarlo demasiado la precipitada propuesta de casamiento del DiMaggio.
La boda se celebró apenas un par de meses después de haberse conocido, el 14 de enero del 54, en San Francisco. “Todavía no sé lo que le parezco a Joe. Es un hombre al que le cuesta hablar. Lo que Joe es para mí: un hombre cuyo aspecto y carácter me gustan de todo corazón”, confesaba la diva tiempo después.
Bellos y exitosos, Marilyn y su marido se convirtieron en la pareja más amada por los estadounidenses, pero también en el símbolo de pujanza que el país necesitaba. Puertas adentro, la realidad de la pareja era muy distinta a la que mostraban los tabloides: si a Marilyn le atraía el éxito de su marido, a él no le hacía ninguna gracia que ella llamara la atención.
El calvario comenzó apenas se casaron. DiMaggio debía firmar unos contratos en Japón y decidieron transformar ese viaje de negocios en su luna de miel. Ni bien llegaron, algo se volvió evidente: fuera de su país, la fama de Marilyn no admitía competencia. La situación empeoró cuando la actriz fue invitada a Corea para actuar ante 60 mil soldados estadounidenses. Aquel momento, que se volvió icónico, llenó de celos al deportista, que sufrió un ataque de celos al ver cómo una multitud enfervorizada de hombres enloquecía con cada uno de los movimientos de su esposa.
Un año más tarde, DiMaggio protagonizaría uno de los momentos más vergonzosos y comentados de la historia del cine. La madrugada del 15 de septiembre de 1954 Marilyn debía filmar una de sus más icónicas escenas, aquella en la que su personaje de La comezón del séptimo año se pasa sobre la rejilla del subte y su falda blanca se levanta dejando al descubierto sus piernas.
Aquella noche, en la avenida Lexington de Nueva York se congregó una multitud de fanáticos que gritaban y vitoreaban a la diva. A un costado, a solo unos metros de los actores y del director, también estaba DiMaggio. Ofuscado, quiso interrumpir la filmación, y al no conseguir su cometido, terminó retirándose del lugar furioso y a los codazos. Al llegar al hotel St. Regis en el que se hospedaban, Marilyn fue recibida con una golpiza.
Apenas 9 meses después de haber contraído matrimonio, la pareja anunciaba su separación. Volverían a estar juntos de manera intermitente y, con el tiempo, se convertirían en amigos. En 1961, cuando Marilyn se encontraba internada en una clínica psiquiátrica, DiMaggio se hizo responsable de su custodia y se instaló junto a ella en Nueva York para velar por su salud. Fue, además, quien pagó y organizó su sepelio y se encargó de llevar flores a su tumba hasta el momento de su propia muerte.
Una jugada movida de prensa
A pesar de ser la actriz más taquillera del momento, los estudios se negaban a pagarle a Marilyn lo que correspondía. Harta de pelear para que equipararan su salario al de sus colegas hombres, al poco tiempo de separarse de DiMaggio, la actriz decidió dar un portazo y abandonar Hollywood.
Se instaló en Nueva York, en la casa del fotógrafo Milton Greene y su familia. Allí, junto a su amigo, su esposa Amy y el hijo de la pareja, Joshua, se sentía por primera vez cuidada, a salvo y lista para dar un paso determinante. Harta de personificar a la rubia cándida y sensual, su plan era fundar junto a Greene su propia productora para poder acceder a otro tipo de papeles. Además quería aprovechar su estadía en la ciudad para seguir el consejo de otro de sus mejores amigos, el escritor Truman Capote, y tomar clases con Lee y Paula Strasberg en el Actors Studio.
Soltera y sin ataduras, la actriz comenzó a vivir un fogoso romance con Marlon Brando, pero pronto descubrirían que se llevaban mejor como amigos. Fue allí cuando entró en su vida quien se convertiría en su tercer y último marido: Arthur Miller.
En sus memorias, el escritor asegura que se conocieron en 1951, en el set de El gran impostor. Por pudor o por respeto a Mary, la esposa de Miller en aquel momento, ninguno de los dos fue muy preciso en el momento de definir cuándo comenzó su relación, que se hizo pública una vez que el autor se divorció. “Marilyn era para mí un torbellino de luz, toda ella paradoja y misterio tentador, vulgar unas veces y otras elevada por una sensibilidad lírica y poética que pocos conservan después de la adolescencia”, definía Miller, por entonces.
En aquel tiempo, Miller era investigado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses y por Joseph McCarthy, el infame senador republicano que llevó adelante una serie de persecuciones, interrogatorios y procesos irregulares para determinar quiénes eran las estrellas y personalidades que apoyaban el comunismo. De hecho, el accionar de McCarthy inspiró una de las obras más conocidas del autor: Las brujas de Salem, editada en 1953.
Miller sabía que era inminente que lo llamaran a declarar para que diera nombres de presuntos comunistas y llegó a la conclusión de que la mejor manera de mantenerse a salvo, era conscitar toda la atención de los medios. Entonces, lo hizo: llamó a una conferencia de prensa y anunció su casamiento con Marilyn Monroe.
La noticia sorprendió a todo el mundo, pero mucho más a Marilyn, que se enteró al ver las portadas de los diarios. Sin embargo, no lo dudó: admiraba profundamente a Miller y estaba convencida de que era el hombre indicado para acompañarla en la etapa de crecimiento que estaba transitando. Él, en tanto, estaba abocado a ayudarla a revertir su imagen y a convertirse en la actriz que quería ser. “En todos los artículos que hablaban de ella, incluso en los elogiosos, apenas se encontraba una frase que no fuera de condescendencia, y casi todos parecían haber sido escritos por cretinos babosos que solían hacer como si su estimulante erotismo la convirtiera en poco menos que una ramera, y subnormal por añadidura”, explicaba.
El tercer casamiento por civil de la gran diva de Hollywood y uno de los autores más respetados de los Estados Unidos tuvo lugar el 21 de junio de 1956. La ceremonia religiosa -Marilyn debió convertirse al judaismo- se realizó dos días después. Ese mismo día anunciaron que pensaban instalarse por unos meses en Londres.
Allí, la actriz filmó El Príncipe y la corista, pero la experiencia se volvió un infierno, en parte por la mala relación con su coprotagonista Laurence Olivier, y también por los continuos enfrentamientos entre su amigo, Greene, y su flamante esposo. Algunas fuentes aseguran que el escritor sospechaba que el fotógrafo y su esposa mantenían un romance. Otras, que descubrió a Green robándole dinero a Monroe de sus cuentas. La tensión entre los dos hombres se volvió cada vez más latente, hasta que Miller le exigió a Marilyn que eligiera entre los dos.
Ella eligió a su marido y no solo se separó de su socio sino que disolvió la productora que habían fundando juntos. Tiempo después, Amy Greene también salió en defensa de su propio esposo: “Miller era un extraño en un mundo extraño. Siempre estaba totalmente al margen porque no podía contribuir en nada. Después ella comenzó a comprender que, una vez más, había cometido un error en su vida privada. Y aparecieron las píldoras. Había vuelto a tomar somníferos porque no podía dormir, estimulantes porque no podía despertarse, y a beber champagne. Un desastre”.
Ya de regreso en los Estados Unidos, la pareja se instaló en Connecticut, con el anhelo de llevar una vida más tranquila y convertirse en padres. “Para ella, un hijo propio era una corona de un millar de diamantes”, explicó Miller. Marilyn, a su vez, indicaba: “Sé cómo voy a educarlo: ¡Nada de mentiras! Nada de mentiras sobre Santa Claus o sobre un mundo lleno de gente noble y honrada dispuesta a ayudar al prójimo y hacer el bien. Le contaré que hay honor y bondad en el mundo, de la misma manera que hay oro y diamantes”.
La actriz quedó embarazada, pero el embarazo era ectópico y debió someterse a un aborto. La situación la llenó de dolor y tristeza, y volvería a repetirse un año después mientras rodaba Una Eva y dos Adanes. Uno de sus coprotagonistas, Tony Curtis se adjudicaría mucho tiempo después ser el responsable de ese segundo embarazo.
Luego de vivir un apasionado affaire con Yves Montand, Marilyn encaró su último proyecto cinematográfico: Los inadaptados. La película tenía a Miller como guionista y a Clark Cable -aquel actor tan parecido a su padre- como coprotagonista. Debido al comportamiento errático de la actriz -que se había vuelto adicta a los barbitúricos- el rodaje estuvo a punto de suspenderse.
“¿Y si ya no podía ser una gran actriz? ¿Podríamos llevar una vida normal y sin tensiones, con los pies en el piso? Como persona normal y corriente, que apenas sabía leer y escribir bien, ¿qué sería de ella? Me di de bruces con el aplastante egoísmo de esta ocurrencia porque su estrellato era su victoria, la culminación de su existencia. ¿Cómo me sentiría yo si mi matrimonio estuviese condicionado a la domesticación y desembravecimiento de mi arte? La verdad desnuda, sencilla y mortal, era que no había ninguna diferencia entre ella y la actriz. Ella era Marilyn Monroe, y era esto lo que la destruía”, reflexionó Miller, sobre ese momento cúlmine de su relación.
Es que en el rodaje, el autor comenzó un romance con la jefa de fotografía del film, Inge Morath, quien se convertiría en su tercera esposa, mientras que Marilyn terminó internada. Se divorciaron en enero de 1961, tras 5 años de matrimonio. Un año después, el cuerpo de la actriz fue encontrado sin vida en su casa Los Ángeles. Décadas después, Miller le diría a LA NACIÓN: “Alguna vez escribí que Marilyn fue más allá de lo que la psique colectiva de los norteamericanos estaba dispuesta a tolerar en aquellos años. Marilyn fue la prueba de que la sexualidad y la seriedad no podían convivir en la misma persona.”
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