Marcó a fuego la comedia cinematográfica francesa, fue telonero de George Brassens, saltó a la fama internacional con Alto, rubio y… con un zapato negro, formó un dúo inolvidable con Gérard Depardieu, estuvo dos veces en la Argentina, abrazó el fracaso y se animó a resurgir con más fuerza
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Teatro, cine y televisión. Le puso el cuerpo al Peer Gynt de Ibsen y al druida Panoramix de la aldea gala de Asterix; y de ambos trances salió invicto y ovacionado. Para los franceses, Pierre Richard es una de las últimas leyendas del entretenimiento popular y abrumadoramente masivo. Para los argentinos con bastante memoria, el actor que acaba de cumplir 90 años en plena actividad, seguirá siendo ese bonachón distraído, alto, rubio y con un zapato negro, capaz de reventar las taquillas internacionales a fuerza de carisma y humor inteligente, basado en la parodia y la exageración.
Sin caer en la falsa modestia, Richard siempre se autopercibió como la síntesis superadora de sus tres comediantes más admirados: Charles Chaplin, Buster Keaton y Jacques Tati. “Como ellos, entiendo que el humor debe ser una fuerza destructora del orden establecido -aseguró-. Su misión es trastocar, golpear, romper, derribar, sacudir el paisaje del universo burgués. Tomar todas esas creencias y valores y darlos vuelta como una media. Si no lo hace, no sirve para nada. Yo elegí disfrazarlo de torpeza porque en la explotación de mi propia torpeza encontré el lenguaje para criticar al mundo moderno”.
Hiperlaxitud articular
Hijo de un poderoso industrial que despilfarró la fortuna familiar antes de abandonarlos a él y a su madre, Pierre Richard nació el 16 de agosto de 1934 en la comuna minera de Valenciennes, 200 kilómetros al noreste de París. Le tocó crecer en un ambiente de clase media trabajadora, donde solían faltar aquellas cosas que necesitaban para sobrevivir. A la sombra de un abuelo inmigrante que nunca olvidó sus raíces campesinas, encontró la llave que lo llevaría a lo más alto de la fama. “Era un territorio bastante hostil -confesó-; y mi abuelo me enseñó los trucos necesarios para salir de ahí. Al no tener fortaleza física o intelectual, lo único que tenía para hacerme valer era la risa. Y así fue como me convertí en el bufón del rey. Yo me burlaba de ellos y ellos creían reírse de mí”.
A los diez años se mudó con su familia a París, donde descubrió su afición por el cine. De manera casi obsesiva, se escapaba de la escuela para encerrarse en alguna sala cercana y cultivar su apego al humor físico de golpes, caídas y pastelazos varios. En una de estas peregrinaciones sagradas, quedó obnubilado por el hipocondríaco irredento que Danny Kaye compuso en Rumbo a Oriente, la comedia que encendió la llama de su vocación. “Esa tarde, en la butaca del cine, decidí que quería ser actor”, recordaría mucho tiempo después.
En su paso por el conservatorio, entendió la verdadera naturaleza de su torpeza corporal. Sufría del síndrome de hiperlaxitud articular, un trastorno indoloro que le confería a sus articulaciones un rango de movilidad mayor al habitual. En la ignorancia de esta condición, el director y productor Ange Casta encontró un reservorio de chistes por explotar; y le ofreció la posibilidad de debutar en un episodio de la serie televisiva La Belle Équipe en 1958. Richard tomó el desafío y le sacó rédito. Sin abandonar sus estudios de fisioterapia, empezó a prodigarse en pequeños teatros y sets cinematográficos. Eran papeles de relleno, pero poco a poco fue ganándose la confianza y el respeto profesional de sus pares. Avanzada la década del 60, su nombre ya era una marca registrada en los cabarets parisinos, donde la rutina de morisquetas y cachetazos que montaba con su socio y amigo Victor Lanoux hacía delirar al público. “Lo nuestro era más anglosajón que francés, un humor absurdo que privilegiaba la situación antes que el diálogo”, confió Richard.
El boca a boca llevó al espectáculo a oídos de uno de los mejores poetas de posguerra, George Brassens. Después de verlos en vivo, el principal exponente de la chanson française y la trova anarquista los contrató como teloneros. Pero el dúo no sobrevivió a esta serie de conciertos. Los choques se volvieron insoportables y el camino de los cómicos se bifurcó. La carrera de Richard pasó a combinar el teatro existencial con el cine pasatista. En ese deambular, se cruzó con el guionista, actor y productor Yves Robert, a cuyas órdenes rodó Buenas noches, Alejandro (1968). “No solo me dio mi primer papel en cine -recordó-, me abrió las puertas al futuro. Un día me llamó aparte y me dijo: ‘Pierre, así como están las cosas, tú no tienes lugar en el cine francés. No eres un actor, eres un personaje. Por eso tienes que hacer tu propio cine, crear tu propio mundo y no perder tiempo en mundos ajenos’. Eso me llevó a escribir y dirigir mis propias películas”.
Con ese mandato, estrenó El distraído (1970) y Las desgracias de Alfredo (1972), donde galvanizó el perfil de su personaje torpe y querible, pícaro e inadaptado, desafortunado crónico y triunfador por casualidad, que explotaría al máximo durante las próximas décadas. Debajo de la seguidilla de gags visuales, sin embargo, Richard compaginó profundas críticas al consumismo desaforado, el avance de la industria armamentista, el cinismo del mundo empresarial, la mercantilización creciente del ser humano. “Creo que sintonicé con el espíritu subversivo de las revueltas de Mayo del 68 -afirmó-. Básicamente, eran películas de izquierda que intentaban dinamitar al capitalismo, denunciar ese sistema que nos agobia. Lamentablemente, la crítica de la época no supo leer ese subtexto”.
El rey de la risa
El éxito de ambos films instaló al cómico como una fuerza creativa de avanzada dentro de la industria francesa. Pero sería su nueva creación con Robert la que terminaría de cimentar su fama local y dispararía su reconocimiento a escala internacional. Alto, rubio y… con un zapato negro (1972) arrasó con las más altas expectativas que pudiera haber soñado. Suceso en Francia, Europa, la Unión Soviética, EE.UU. y América Latina, la sátira al cine de espionaje borró cualquier frontera idiomática que separara a Richard del corazón del público.
Reconvertido en primera figura del star system internacional, la monumental gira de promoción lo trajo por vez primera a la Argentina. “No podía caminar por la calle. La gente me paraba y me decía ‘¿Quiere que lo llevemos con el auto a algún lugar?’ El chofer que tenía en ese momento hizo detener un desfile militar para poder pasar. Hasta tuve el privilegio de conocer a Maradona, a quien le vaticiné una carrera espectacular. Y no me equivoqué, ¿no?”, recordó durante su segunda visita al país, en 2018, para ser homenajeado en el 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
En la piel del eterno perdedor, Richard encontró el vehículo ideal para su lucimiento personal. Como el vagabundo de su adorado Chaplin, el arquetipo humorístico que saltaba de película en película era y no era el mismo personaje. Ese neurótico sincero, impulsivo, infantil y contestatario, fue maestro en Yo no sé nada pero diré todo (1973), boxeador en Juliette y Juliette (1973), violinista en El regreso del alto rubio (1974), profesor de matemáticas en Se me subió la mostaza (1974), banquero en La carrera de la cebolla (1975), periodista en El juguete (1976), empleado de hotel en Yo soy tímido pero me defiendo (1978) y actor cómico en La maldición de los paraguas (1980), entre otros sucesos de crítica y público.
Cuando parecía que había llegado a la cima, formó pareja actoral con Gérard Depardieu en una trilogía inolvidable: Mala pata (1981), Los compadres (1983) y Los locos fugitivos (1986), tres clásicos inoxidables que resisten el paso del tiempo. “Siempre había querido trabajar con Gérard -reconoció- y a mí se me ocurrió la idea de juntarnos como dúo. La gracia estaba en que él, que se veía como el más fuerte de los dos, en realidad fuera emocionalmente frágil; y yo, que me veía frágil, fuera el más resistente. Esa combinación permitió que todo funcionara tan bien”.
Título revalidado
Buscando escapar del encasillamiento, a fines de los 80 empezó a diversificar sus tareas. Como productor y director, encaró una serie de documentales sobre personalidades revolucionarias a las que admiraba profundamente: e bandolero independentista siciliano Salvatore Giuliano, los anarquistas franceses Eugène Dieudonné y Marius Jacob, y el Che Guevara. Con música de Astor Piazzolla y Pablo Milanés, Háblame del Che (1987) trajo a Richard a América del Sur y Cuba para entrevistarse con familiares, amigos y artistas marcados e influidos por la vida del Che. “Como muchos jóvenes de la época, yo admiraba al Che Guevara -aseguró-. Hubiera querido ser él, pero como no lo fui, quise rendirle un homenaje”.
En su faceta de actor, siempre dentro del registro cómico, empezó a abordar personajes psicológicamente complejos y menos superficiales. “Me interesaban aquellos costados dramáticos que antes no había visitado -se sinceró-. Intenté dejar de lado la ingenuidad para empezar a trabajar la mentira, el orgullo, la avaricia, la manipulación. Un humor más inquietante y misterioso, que no pasara tanto por lo gestual sino por el diálogo”. Pero más allá de los méritos artísticos que pudieran exhibir estas películas, lo cierto es que la mayoría terminaron fracasando en la boletería.
En medio de esta crisis profesional, Richard se comprometió fuertemente con distintas causas sociales y ecológicas. Su activismo continúa en la actualidad, traducido en campañas solidarias contra la discriminación racial en Francia, la deforestación salvaje del Amazonas, la vulneración de los derechos de los pueblos originarios de América del Sur, la invasión rusa a Ucrania. Al mismo tiempo, inició una actividad vitivinícola en la región de Corbières, con cincuenta hectáreas que producen alrededor de 80.000 botellas anuales de vinos tintos y rosados. “En la Argentina pude probar dos cepas muy buenas y que me encantan: el malbec y el pinot noir -reconoció-. Son vinos muy apreciados en Francia, están en todas las cartas de los restaurantes más importantes”.
Refugiado en el teatro, Richard comenzó a resurgir gracias al unipersonal autobiográfico Détournement de mémorie (2003), que le devolvió el prestigio actoral. Ya revalidado en su condición de intérprete, regresó a las primeras ligas del cine y la TV con roles y tramas de naturaleza diversa. Dramas, thrillers, romances, comedias musicales, adaptaciones de historietas como El pequeño Spirou (2017), las dos entregas de Los viejos hornos (2018 y 2022) y Asterix y Obelix: El reino del medio (2023, disponible en Netflix). “Hoy me ofrecen papeles que hace diez años no me ofrecían -dijo satisfecho-. Empiezo a tener arrugas, físicas o morales, que interesan a ciertos directores. Me tomó mucho tiempo darme cuenta que podía ser algo más que un chistoso entre el cielo y la tierra. No siempre son éxitos comerciales, pero eso ya no es un problema para mí”.
Con 90 años recién cumplidos, Pierre Richard se muestra feliz e hiperactivo. Después de soplar las velitas en el festival de Cine Francófono de Angoulême, anunció el próximo estreno europeo de dos películas que lo tienen en su reparto principal. La comedia Fêlés, donde personifica al director de un centro de atención psicológica para pacientes inestables; y la comedia La Vallée des fous, donde encarna a un padre sobreprotector y melancólico. También tiene en carpeta una nueva obra integral como guionista, director y protagonista, L’homme qui a vu l’ours qui a vu l’homme, sin fecha de inicio de rodaje. ¿El secreto de tanta vitalidad y energía? Según sus propias palabras, “cuidarse con las comidas y tener proyectos. A mí todavía me falta hacer un Molière y un Shakespeare”.
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