Lalo Rotaveria: de (casi) ser monaguillo a personificar el under porteño de los 90
Nacido en Tres Arroyos, actualmente forma parte del elenco de Pequeña Pamela, en el Teatro Sarmiento, en donde encara a Tío trolo, un sujeto que entabla varias similitudes con su propia historia
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Advertencia para el lector: puede suceder que el nombre de Lalo Rotaveria no le suene de todo. Pero si el que está del otro lado fue espectador, por ejemplo, de espectáculos como La terquedad, Hamlet o, actualmente, Pequeña Pamela, seguramente sabrá que quién se habla.
Este talentoso actor de larga trayectoria en el teatro y cine alternativo, a quien pronto veremos también en la miniserie de HBO sobre el caso María Marta García Belsunce, no está muy acostumbrado a hablar frente a un grabador. Antes de llegar al bar en donde se realizó la nota reconoce que venía pensando sobre su propio recorrido artístico o cómo explicar su modo de manifestarse en escena. Lo admite con total honestidad porque él, un tipo querido por sus pares, es un persona directa, sin vueltas, carente de poses falsas.
En eso de explicar sus propios pasos habla de Tío trolo, el personaje de Pequeña Pamela, la obra de Mariana Chaud que se presenta en el Teatro Sarmiento. Es que el tío en cuestión entabla ciertos paralelismos con su propia vida, con sus inquietudes, sus búsqueda, sus lugares de circulación.
En la primera aparición cuando sale de su tumba, el tío, todo montado y apelando a un estilo exacerbado en su forma de hablar y moverse, dices cosas como estas: “Hago lo que me pinta. No respondo a nadie. Soy mi propia dueña, como una vendedora de Avon. ¡Aguante el under!”. Tras cartón evoca la época dorada de El Dorado, de Nave Jungla, los afters o un sauna con paredes de mármol que solía transitar un juez famoso.
“¿Ustedes van a decirme a mí lo que tengo que decir? ¡Lesbianos veganos! Dejen el mijo, cómanse un bife”, suelta en modo catarsis. De paso, hace referencia a lugares que se convirtieron en espacios claves de la contracultura. “El tío habla de un montón de cosas que me pasaron. Yo me siento un hijo del menemismo, de todos esos lugares que este personaje transitó en ese época”, apunta evocando el momento en que llegó a Buenos Aires desde su Tres Arroyos natal.
En aquella ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires, las reuniones populares ejercían un especial magnetismo en su imaginario. Cuenta que de la Fiesta Provincial del Trigo sus padres lo tenían que ir a sacarlo para llevarlo a casa. Lalo, a secas, fue también, casi, monaguillo.
La ceremonia de la misa era otro punto clave en la construcción imaginaria de grandes puestas en escena. Tal era su fanatismos por esos eventos que hasta en un mismo día iba a misa a las 7, a las 10 y a las 11 en una especie de fiesta en continuado como en los viejos cines de barrio o de pueblo.
“Me levantaba solo, mis padres no lo podían creer, para no perderme ninguna. No me interesaba la palabra de Dios y todo eso, me importaba encontrarme con personas, ser parte de un ritual que indica que, en momento determinado, debías abrazarte con una personas querida o con alguien que te gustaba...”, recuerda, con cierta picardía, cada detalle como si los estuviera reviviendo mientras toma una gaseosa. El lema del colegio católico al cual iba era “compartir es tu compromiso”. Algo de eso le quedó.
A los 17 años hizo un importante cambio en su vida. Para ese momento, a su padre, Raúl, lo acababan de despedir de Entel [dato para los más jóvenes: Entel era la compañía estatal de teléfonos que fue privatizada durante el menemismo]. Su otro hermano estudiaba Ingeniería de Sistemas en Tandil. Cuando les dijo a sus padres que quería estudiar actuación le sugirieron irse a Tandil, pero no hubo forma de convencerlo. Lalo quería, deseaba venir a Buenos Aires. No hubo forma de convencerlo.
Los padres, tal vez asumiendo la derrota, decidieron bancarlo por un año dándole 250 pesos por mes (cierto, esa cifra hoy suena a ciencia ficción) para que Lalo haga su experiencia en la gran ciudad. A cambio tenía que estudiar también alguna carrera de las “serias”. Eligió Sociología. pero duró poco ahí porque lo que lo definía pasaba por la Escuela Municipal de Arte Dramático, en donde se terminó recibiendo.
Al año de la mudanza le explicó a Rosa, que ya había “pegado” un trabajo y que se podía bancar solo. En aquel momento, era telemarketer en Movicom (paradójicamente, una empresa telefónica se había metido en el entramado familiar). De paso, largó la carrera “seria”. Como sucede con buena parte de los actrices y actores de la escena independiente, Lalo también fue mozo.
Hizo su primera experiencia en Babilonia, lugar clave de la escena de los noventa, repartiendo comidas afrodisíacas en Martes eróticos, un trabajo escénico que hacían Rubén Szcuchmacher, Ingrid Pelicori y Horacio Peña. En 1997, empezó a trabajar en festivales que organiza el gobierno porteño.
En cierto modo, su pasado como especie de monaguillo en Tres Arroyos y sus primeros pasos en Buenos Aires metiéndose en los enclaves de la nocturnidad fueron revisitados en dos obras de Marina Chaud. En Elhecho, que tuvo dos versiones, Lalo hacía de Luigi, un sacerdote. Claro que todo ese mundo religioso eran cosas del pasado. Ya instalado en Buenos Aires solía juntarse a cenar con sus amigos de Tres Arroyos que se habían venido para acá. Claro, que luego de la cena, cuando el resto despejaba la mesa para jugar largos partidos de póker hasta altas horas de la noche él se mandaba a Ave Porco, a Nave jungla o a Búnker, antros de aquella época. “Esos lugares - cuenta en tren de plan de trazar paralelismo con el Tío trolo- eran sitios contraculturales de anonimato, de locura, de construcción de identidad. Y aunque yo era una nabo total, esos espacios me partieron la cabeza y me permitieron darme cuenta de que había otra manera de ser”.
En ese proceso es que empezó a estudiar Pompeyo Audivert, lo que le permitió abrir otros horizontes. “A partir de ese momento me fui topando con gente que fue forjando mi mirada y que, como sucede con los padres, está en uno poder romper con ese dogma para ir armando la propia”, reconoce en tren de analizar su propia trayectoria, sus propias rupturas.
En esa construcción de actor indagó también en la gestión cultural. Desde hace un tiempo es comunity manager del Complejo Teatral de Buenos Aires. En otros tiempos, fue asistente de dirección de obras del grupo de actrices Piel de Lava, de Rafael Spregelburd y de Vivi Tellas. “De todos modos, todavía no siento que se me haya armando una continuidad de trabajo que me permita vivir continuamente de la actuación, que es mi deseo”, apunta.
Cuando surgió la idea de montar Pequeña Pamela, Mariana Chaud, directora y dramaturga de la obra que está haciendo funciones en el Sarmiento, le había dado a leer el texto. A Lalo el personaje del tío le encantó, pero ya estaba en manos de otro. Pero ese otro no pudo y y ahí entró él. Y, claro, fiel a su estilo expansivo, le metieron mano a ese personaje que sale de la tumba (o del closet) todo montado y radiante para decir algo que no tiene nada que ver con la trama. Cuando su amiga Pilar Gamboa fue a verlo, le soltó: “Personificás al under”.
Tiene razón. Un under noventoso, excesivo, barroco, “parakulturoso”... Antes de estrenar confesó en sus redes que le daba miedo el personaje. Era consciente que ni su mamá ni un pibe que estudia en la Universidad Nacional de las Artes tienen por qué haber conocido esos lugares, entender las citas, las referencias, los guiños. De todos modos, ya en funciones, se fue dando cuenta que, más allá de edades o vivencias, esos textos resuenan, tienen ecos en la actualidad, adquieren sentidos.
En el medio de un panorama tan endeble para cualquier trabajador de la actuación, Lalo Rotaveria, después de circular por infinidad de teatros alternativos porteños, de subirse a la sala María Guerrero, del Teatro Nacional Cervantes; y a la Martín Coronado, del Teatro San Martín. En el Cervantes, fue parte del maravilloso elenco de La terquedad, aquel montaje de Spregelburd que arrasó de público y en la cual estuvo rodeado de actores amigos.
Algo similar, en términos de repercusión de audiencias, sucedió con Hamlet, que dirigió Szuchmacher y que protagonizó Joaquín Furriel. “Fueron experiencias increíbles. La terquedad fue la primera que tuve un sueldo por hacer lo que me gusta. Yo hacía del Cabo Riera, que era un personaje chiquito. Claro que como me reconozco ser un tanto pesado o proponedor, fue cobrando una fuerza que no tenía. Para mí fue maravilloso y fui muy feliz haciendo esa obra. Con Hamlet me pasó mismo aunque Szuchmacher es muy distinto al estilo Spregelburd como distintas fueron las dos propuestas. En Hamlet me tocó hacer tres personajes diferentes en los que creo haber puesto algo de mi cosecha”, cuenta con cierto orgullo y agradecimiento por haber tenido la posibilidad de trabajar en esos grandes escenarios.
En un reportaje publicado en La voz del pueblo, de su ciudad natal, declaró: “Me llaman para darle un aire fresco me dicen los directores, los demás son los que se cargan la obra”. “Es así -reconoce- aunque La terquedad me dio una visibilidad importante. No sé si es para aportar aire fresco, pero sí reconozco que por mi forma de actuar o por mi estilo de encarar a mis personajes ayuda a descomprimir un poco la trama. Tío trolo está en medio de una tragedia por más que tenga su humor y cuando entra mi personaje afloja las tensiones. Yo creo que eso también tiene que ver con mi impronta”, reflexiona quien, en cine, trabajó en películas de Mariano Llinás, Ariel Winograd, Alejo Moguillansky, Lorena Muñoz y Juan Schnitman; y que integra el elenco de la inminente serie basada en el caso de María Marta García Belsunce que protagonizan Jorge Marrale, Laura Novoa y Mike Amigorena.
“Mucho bolo, bolo, bolo”, dice él en referencia a los personajes pequeños que le tocó interpretar. “Aunque en La flor, de Mariano Llinás, tenía algo mas de recorrido. Haciendo un bolo es muy difícil plasmar algún símbolo tuyo. Quizás tenga que ver con mi estilo de actuación un tanto barroco y excesivo que parece no encajar en el lenguaje audiovisual no le encaja”, comenta intentando encontrar respuestas. Pero ahora siente que puede dar un paso nuevo. Que el personaje de Tío Trolo puede tener alguna otra deriva y montar algo, todo montado, apelando a poemas de Néstor Perlonguer o textos de García Lorca que le gustaría llevar a escena.
“Compartir es tu compromiso” era el lema de su colegio religioso Jesús adolescente en Tres Arroyos fundado en 1931. “Nadie sabe nada del Jesús adolescente y yo sigo sin saber qué pasó con él”, se ríe quien, desde hace años ,comparte su expansivo talento en escenarios porteños como si fuera su propio compromiso con lo que lo define.
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