El excéntrico empresario lo sedujo en un bar y nunca más se separó de él; cuando la pareja terminó, siguieron juntos y construyeron una familia
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Cuando esta madrugada se conoció la noticia de la muerte de Gustavo Martínez, se comenzaba a escribir el capítulo final de la historia que lo unió a Ricardo Fort.
Martínez cayó desde su departamento del barrio de Belgrano agobiado por la soledad y los fantasmas de perder a Felipe y Martita, los hijos de Ricardo Fort que él crió en su carácter de tutor o “padrino”, como le gustaba definirse. El próximo 25 de febrero, los jóvenes llegarán a la mayoría de edad y esa emancipación era un tormento imposible de soportar para el hombre robusto que mantuvo un estricto perfil bajo y una sensibilidad extrema que se contraponían con el ADN de su expareja.
Eran opuestos y complementarios. Como suele suceder en esas historias de amor donde desde las diferencias se cimenta el todo. El profesor de gimnasia Gustavo Martínez y el excéntrico empresario Ricardo Fort construyeron una pareja que se vislumbraba incompatible. Sin embargo, esa mirada del afuera no se condecía con la realidad. Martínez era una de las pocas, acaso la única persona a la que Fort escuchaba y en quien depositó la crianza de sus hijos Felipe y Martita, herederos de ese imperio chocolatero llamado Felfort, una de las más tradicionales empresas de capitales argentinos.
Destino
Como si se tratase de un relato de Emily Brontë, el destino hizo lo suyo para unir a Martínez con Fort. Un bar fue la escenografía perfecta para ese azaroso encuentro que modificaría la vida de ambos. Gustavo Martínez tenía treinta años y Ricardo Fort, algunos menos.
Aquella madrugada, Martínez había quedado con unos amigos en un café al que solían concurrir, de allí partirían en busca de diversión. Los amigos nunca llegaron, pero sí hizo su aparición Ricardo Fort, a quien Martínez conocía de vista por habérselo cruzado reiteradamente en diversos sitios de diversión de la noche porteña. Fue Fort quien se acercó y lo saludó. Conversaron animadamente y hasta se rieron del plantón de los amigos de Martínez. El flechazo fue instantáneo, aunque el profesor de gimnasia mantuvo las formas, a diferencia de Fort que, inmediatamente, arremetió en plan seductor.
El empresario, todavía anónimo y sin vida pública, le consultó a Martínez cuáles eran sus planes. La respuesta fue terminante: “Mis amigos se fueron a otro lugar para desayunar, me tengo que ir”. Fort conocía ese sitio y, sorpresivamente, hasta allí se dirigió con sigilo y predestinación. El empresario no era hombre de pudores y, cuando algo o alguien le interesaba, hacía todo por conseguir la atención. Así fue.
Gestos
El sol comenzaba a despuntar cuando Gustavo Martínez disfrutaba del desayuno con sus amigos, sin imaginar que aparecería en escena ese hombre con el que había compartido unas palabras un rato antes y que ya había puesto en marcha el plan para seducirlo.
Fort se unió a la barra con desinhibición. Rápidamente se ganó las miradas de todos y pasó a ser el centro de la reunión con su llamativa personalidad y su catarata de anécdotas, algunas reales y otras no tanto.
Después de la larga noche y con el desayuno terminado, Fort amagó con pagar la cuenta. Martínez se negó, sacó su billetera y abonó lo suyo. Acaso fue el gesto que terminó de seducir a Fort, acostumbrado a ser el generoso proveedor de amigos y parejas.
Al día siguiente, Ricardo lo invitó a un concierto al que asistieron junto a Marta, la madre del empresario, aficionada al canto. Poca atención le prestaron a la música. Intuían que estaban sellando el comienzo de algo trascendente.
Más allá de la pareja
La impertinente noche de los noventa fue el caldo de cultivo para una relación que fue distinta. Fort era un hombre de vida alocada y sus amores estaban atravesados por la frivolidad, el aprovechamiento económico y el sexo intenso y desprejuiciado. Con Martínez, la cosa pintaba diferente.
El docente de gimnasia llevaba una vida sana, no era amigo de la noche y buscaba encontrar una pareja con quien compartir la vida. Martínez, de riguroso low profile, era distinto. Fort no podía creer su desinterés por lo económico, al punto tal que le costó mucho que aceptara la convivencia.
El mediático empresario, devenido en artista y conductor televisivo, conformó con Gustavo Martínez su pareja más extensa. El yin y el yang. Martínez lo bajaba a tierra cuando Fort deliraba con sus excentricidades. Y hasta le anulaba planes y lo reprendía cuando malgastaba su fortuna en frivolidades o en regalos costosos para ganarse el afecto de los demás.
Martínez fue la pareja más extensa que mantuvo Fort. Tan solo seis años de convivencia, viajes y planes en común, aunque la personalidad de Fort siempre atentaba con la estabilidad marital. Será por eso que, cuando el amor pasional fue dejando lugar al afecto de familia, decidieron que el vínculo inquebrantable tuviese otras formas.
Martita y Felipe
El heredero chocolatero confiaba ciegamente en el entrenador, quien lo aconsejaba buscando polarizar cierta falencia emocional del millonario. Tan profunda era la relación y tal el grado de confianza y afecto que Fort decidió tener dos hijos junto a él.
Martínez, otra vez fiel a su discreción, no se sintió cómodo con el rótulo de padre y prefirió acompañar a Fort como futuro padrino de sus hijos. Así fue. Crió a Martita y Felipe como si fuesen propios, ayudado por Marisa, la niñera de confianza. Siguió de cerca que mantuvieran una vida ordenada y sana, que cumplieran con sus compromisos escolares y que los vaivenes de la vida de su padre no los afectara demasiado.
Cuando los chicos ya estuvieron en edad de entender, su padre les contó que había sido pareja de Martínez. Lejos de la incomodidad, los niños no dudaron en llamarlo “papá” y cuando la salud de Ricardo Fort comenzó a darle batalla, en tiempos donde ya se había convertido en una figura pública, Martínez fue quien se quedó a cargo de las criaturas.
Mientras Martínez criaba a sus hijos, a Fort lo seducía la fama. Obras de teatro, participación en los programas de Tinelli y hasta un show propio en el canal América. En simultáneo, una vida amorosa desprolija con gente de ocasión que buscaba sacarle provecho a la fama y la fortuna del empresario. Hombres y mujeres pasaban por su cama. Algunos pocos, con buenas intenciones.
El final para los dos
El 25 de noviembre de 2013, Ricardo Fort murió en una clínica del barrio porteño de Palermo, luego de varios años de cirugías estéticas, implantes y complicaciones severas de salud. Para Martínez, significó un golpe demasiado duro del que, quizás, jamás se recuperó. Lo único que lo mantuvo de pie fue la crianza de Martita y Felipe. Como tutor y responsable de la custodia legal de los adolescentes, cuidó de ellos con esmero y vocación paternal. Pero los chicos crecen y lejos de ser esto un lugar común es la realidad que fue minando el estado anímico de Martínez, quien confesó haber escuchado a Ricardo, ya fallecido, deambular por su dormitorio.
En unos días, Martita y Felipe serán mayores de edad. Martínez venía preparándose para ese momento que él consideraba que sería un punto de quiebre en su vida. Si respiraba para velar por los jóvenes, pronto se esfumaría esa razón de ser excluyente.
La sola idea de un alejamiento de Martita y Felipe lo apabullaba. Lloraba en las madrugadas interminables pensando que no podría vivir sin llevar sobre sus espaldas la responsabilidad del cuidado de los millonarios herederos.
Su estado depresivo preocupaba a su escueto entorno. Cada vez salía menos y ese piso espléndido en la mejor zona de Belgrano se había convertido en una cárcel elegida. Esta madrugada, su cuerpo cayó desde el balcón del piso 21 que tenía la red protectora cortada. Se fue como vivió, casi en silencio, aunque había dado algunas señales que terminaron por concretarse fatalmente, escribiendo la intrincada trama descorazonada digna de un relato de ficción, pero trágicamente real.
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