La doble vida de Elisabeth Moss: éxito en pantalla y reserva a ultranza de su vida privada
La actriz y protagonista de The Handmaid’s Tale no le teme a la exposición de su carrera, pero guarda bajo cuatro llaves su intimidad y su relación con la cientología
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El temor de los actores, incluso de aquellos con una larga carrera, es el de no volver a trabajar, que su último papel sea eso, el último. A Elisabeth Moss lo que le da más miedo es hacer una serie igual de buena que la anterior. Sentirse atada de esa manera a un personaje que no podrá (o querrá) abandonar durante años. Y, sin embargo, no deja de caer en su propia trampa. Desde sus comienzos como la hija del presidente en West Wing a esa Peggy Olson de Mad Men o la inspectora Robin Griffin de Top of the Lake, una cosa está clara con esta californiana tan genial en la pantalla como invisible fuera de ella: la actriz sabe elegir sus trabajos. Como dice, le da igual que sean mujeres cotidianas o superheroínas, le gustan todas. “Lo que he aprendido en estos 32 años de carrera es que hay oportunidades que no podés dejar pasar”, afirma la actriz californiana de 38 años.
Un ejemplo es el papel de June Osborne en The Handmaid’s Tale que este domingo se estrena su cuarta temporada en la plataforma Paramount+ y ya tiene apalabrada la quinta. La adaptación de la novela de Margaret Atwood fue una de las oportunidades que no podía dejar pasar. “Siempre recordaré a Peggy y me encantó el papel de Becky en Her Smell y el de Cecilia en El hombre invisible. Pero June ocupa un lugar muy especial. “Me inspira su valentía y su humanidad además de su lucha por aquello que más valora, su libertad”, describió al diario español EL PAIS. Se trata de un personaje que ha desdoblado su personalidad y, además de actriz y mujer, ha transformado a Moss en productora y directora. “La serie cambió mi vida de una manera importante cuando me invitaron a ser productora”, recuerda quien ahora está al frente de su propia compañía de producción, Love & Squalor, y pasó lo peor de la pandemia volcada en reuniones de Zoom relacionados con esta labor. Su salto a la dirección también está de algún modo relacionado con la pandemia. Durante un rodaje complejo como el de la cuarta temporada, restringido por normas de seguridad para evitar el contagio y que hizo necesarios cambios para reducir el número de personas durante la filmación, no vino mal que Moss hiciera realidad su deseo de trabajar detrás de las cámaras. “Lo mejor fue que después de rodar el episodio tres me llamaron para rodar el ocho y el nueve”, dice como sin acordarse de que es el corazón y la cabeza de la serie.
En su casa no parece tan poderosa como la describe la revista Variety, que la incluye entre las 500 personas más influyentes en Hollywood. Vive con sus dos gatos (Ethel y Lucy, como los personajes secundarios de la serie de los años cincuenta Te quiero, Lucy). Su siesta es sagrada y se desconecta del trabajo viendo televisión liviana. El resto de su vida, ni una palabra. “Una vez que decís algo, ahí queda”, expresa. Por ejemplo, su pertenencia a la cienciología, a la que se sumó muy joven y de la que nunca habla aunque fue descrita como un miembro ejemplar. Y esa imagen choca con la de una Moss parte del movimiento #MeToo. Pero consciente de la responsabilidad política de su trabajo mandó un mensaje a la cultura del patriarcado con un enigmático “off” en la suela de los zapatos con los que recibió uno de sus múltiples Emmy.
“Sería un error de principiante”, se limita a decir en cuanto se aborda algún asunto personal. Pero Lizzie, como la llaman quienes trabajan con ella, no ve ninguna dicotomía entre sus creencias y la libertad que defiende su personaje. “Nuestra serie no habla de política, no está sacada de los titulares. Margaret escribió el libro en 1985 y fue tan relevante entonces como lo es ahora porque habla de unos personajes que se sienten humanos, habla de madres, hijas, amigos, hermanos, enemigos, compañeros. Lo que importa de su historia es su humanidad, lo que nos dice de la naturaleza humana. Y ahí es donde reside su verdad”, remata esta hija de padres hippies que nunca pensó en ser, hacer o estudiar otra cosa que no tuviera que ver con las artes. “Finalmente llegué a mi madurez. Soy la dueña de mi trabajo y encontré mi voz”.
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