“Cuando era joven estaba buena para hacer películas pero no me llamaban, porque era algo fuera de lo común”, dice la actriz, que protagoniza La sudestada, que llega a los cines este jueves; en diálogo con LA NACION recuerda a su madre, artista de vanguardia, su vida en Alemania y su regreso a la Argentina de la dictadura y su conciencia ecológica
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Abrir la puerta de la suite presidencial del Hotel Intercontinental simulaba el acceso a los minutos iniciales que Michelangelo Antonioni inmortalizó en Blow Up: la modelo plena de sensualidad recostada en la mullida alfombra y el fotógrafo dándole indicaciones para conseguir la mirada que enamora la lente de la cámara. “Nunca fui modelo. No no no, todo el mundo dice eso pero siempre fui actriz”, enfatizará después de la sesión de fotos con LA NACION la tan volcánica como magnética Katja Alemann que, desde el under porteño de los años 80, construyó una carrera actoral que la convirtió tanto en sex symbol como en una voz que buscó permanentemente resignificar tanto el discurso erótico como el rol de la mujer.
“Yo no me referencio. A mí me gusta un tipo de películas, un tipo de cine. El cine de los 60 y 70 creo que fue el cine arte más grosso que pudo existir hasta el día de la fecha”, dice quien desde el próximo jueves vuelve a la pantalla grande con La sudestada -que luego de su paso por los festivales de Rotterdam y el Bafici- se estrena en Buenos Aires para devolverla a un protagónico que se mostraba esquivo y para un personaje que los realizadores Edgardo Dieleke y Daniel Casabé escribieron pensando en ella. “Es un personaje que tiene que ver mucho conmigo, se llama Elvira Schulz, es alemana, coreógrafa y está pasando por un momento atribulado de la creación artística. Es la historia de la creatividad, ese es el objeto de conflicto, porque es lo que produce la epifanía de darse cuenta de que existe ese otro mundo. Ellos además agrandaron el personaje de Elvira con respecto al cómic y es un enorme elogio porque soy la persona que tiene el background necesario con lo experimental y con la danza”, dice con una seguridad que al lector desprevenido puede parecerle pedante si no la conociera, y no conociera la fuerza con la que irrumpió como parte de la apertura democrática habiendo cimentado la contracultura en los días finales de la dictadura. Alemann actuaba y cantaba en el Marabú o en el Café Einstein, antes de su llegada al templo del rock de los 80 que se llamó Cemento.
“Mamá hizo su último espectáculo para su cumpleaños 70 en Cemento donde hizo un desfile de todos los vestidos de todas sus épocas con diferentes amigas de diferentes edades que fueron paseando los vestidos, cada una con una música distinta. Era muy lindo lo que hacía mi madre. Hacía unas performances increíbles en Cemento e hizo los dos espectáculos Butoh. Hermosos. Es una alegría que la hayan reivindicado con las muestras que le hicieron en RolfArt y luego en ArteBA. Y también con esta película que también es un orgullo”, dice sobre Marie-Louise Alemann, que es homenajeada en La sudestada a través de unos minutos de su film experimental Ring-Side: “Es un enorme gusto porque ahora están reivindicando la figura de mi madre como artista y porque no tuvo mucho reconocimiento mientras estaba viva. Fueron los prejuicios. Es un poco también lo que me pasa a mí, aunque con mi bagaje icónico se me abrieron algunas puertas y otras no porque quede como encasillada, quedé haciendo de diosa o de un personaje mítico. Nunca una mina que anda por ahí y que va al supermercado”, dice mientras lanza una sonora carcajada.
- ¿Y te gustaría hacer de la mujer que va al supermercado?
–No. Ahora no. En esta época no, pero en otra me hubiese gustado hacer muchos más papeles y hacer mucho más cine, no hice mucho. Y hubo una época, larga, de mi vida donde no me ofrecieron absolutamente nada y convengamos que era muy bella. ¿No?
–Podría decirte que lo seguís siendo…
–Sí, pero convengamos que, cuando era joven, estaba buena para hacer películas pero no me llamaban porque era algo fuera de lo común para lo que eran las historias argentinas. Y eso le pasó, de otra manera, a mi mamá, que era demasiado vanguardista y tenía el apellido Alemann, que siempre fue un problema para ella y para mí. Hay un mito del dinero que no tiene nada que ver con la realidad.
–¿Cuál fue el primer deslumbramiento con el mundo del espectáculo que te llevó a ser actriz?
–Te voy a hacer una confesión. A mí me gustaba mucho bailar y bailaba en las discotecas. Cuando fui a vivir a Alemania, donde me quedé tres años, iba mucho a bailar a la noche, sola. Y bailaba. Habitualmente se generaba un círculo alrededor de mí porque me gusta y tengo swing para el baile, aunque no una gran técnica. Me hace feliz bailar y disfrutaba mucho de estar en el centro de la escena. Y en esa época de Alemania estaba con mi amigo que baila en la película Ring-Side, de mi mamá. ¡No era mi novio, ¡eh! Era actor y estábamos todos juntos con un grupete y me dijo: ‘Vos tenés que ser actriz’ y le dije: ‘No puedo, porque no sé mentir’ ¡Qué tonta!
Katja vuelve a reír, con esas carcajadas que reflejan en sus enormes ojos claros el crepúsculo arrebolado del atardecer que se filtra por los grandes ventanales que dan paso a una ciudad dieciocho pisos más abajo. La actuación era negada por abrazar como primera pasión la música hasta que regresa al país luego de tres años en los cuales la tradicional familia Alemann no quería que Katja volviera a Buenos Aires: “Mi exnovio había desaparecido y eso fue un gravísimo problema y mi familia no quería que regresara. Tardé bastante en volver y lo hice de visita, porque no me iba a quedar, pero me iba a mudar de Halberg a Munich para estudiar teatro, dejando ciencias de la educación y música”, afirma. En su visita conoció el taller de teatro de Carlos Lorca, con el cual terminaron haciendo la Velada de Teatro Mágico, Solo para locos, que fue la primera obra teatral que la tuvo en escena. No volvió a Alemania, a pesar de que la vida cotidiana en tiempos de la dictadura militar significara estar alternativamente entre rejas: “Me llevaban presa, me llevaron presa muchas veces. Hasta que la última vez que me llevaron, me dije: ‘OK, me llevan una vez más y me voy’. Era realmente insoportable. Todo el tiempo por averiguación de antecedentes pero me morfaba la noche en cana, y la última vez fueron dos veces en una semana y ahí tomé la determinación ¡Pero no me llevaron más! Milagrosamente el destino quiso que me quedara”.
En las postrimerías de la dictadura militar, su desnudo en La señorita de Tacna, de Mario Vargas Llosa, fue la polémica que disparó un éxito que la unió a Norma Aleandro, quien retornaba del exilio con esta obra que subió a escena en el Teatro Blanca Podestá. También estaba el Café Einstein, con toda la incipiente renovación del rock argentino y “Después vino la historia”, resumirá Katja esa cronología que la va a ubicar como uno de los rostros de la recuperada libertad. Pero frente al mito erótico de su desnudo en Playboy, uno de los números más vendidos de la revista en la Argentina, Katja blandía su libro Eróticamente, que compilaba las columnas de la revista Eroticón, que tuvieron un impacto mucho más liberador que la imagen: “Yo peleé toda mi vida por la resignificación de lo erótico. Todo el tiempo. No denigren el deseo, no mancillen lo que desean, porque si no es todo un gran problema, la separación entre la santa y la puta, el típico problema de la identidad masculina que no puede conciliarse con el deseo porque siempre es sucio y mancillado y con la mujer es la costumbre e institución. Después está todo el tiempo afuera ‘a ver donde encuentra con qué’. Esa estructura psíquica es complicada y también para aquellas que encarnamos ese deseo, porque siempre terminan humillándote”. Alemann afirma que se desplazó intencionalmente del lugar del objeto erótico para darle contenido: “lo subjetivicé”, dirá. “Si vamos al esquema, en el mundo de las ideas entrás en el mundo masculino: Palas Atenea nace de la cabeza de Zeus. Es muy difícil tener legitimidad en las ideas como mujer aún hoy. Con las columnas de Eroticón me preguntaban si no las escribía Omar, por ejemplo. No te daban crédito por ser mujer además por ser irreverente, desenfadada y encima un potrón, era too much. Yo padecí eso bastante”.
–¿Te pasó que un hombre te confesara que le moviste esas estructuras simbólicas?
–No. Además te confieso que yo era muy enamoradiza. Cuando me enamoraba surcaban los vientos del sudeste por el corazón del otro y no quedaba nada en pie. Me enamoraba de los que me enamoré.
Esa lista tiene dos nombres de mucha contundencia por diferentes motivos: por un lado el gestor cultural Omar Chabán, a quien le consiguió el dinero para abrir Cemento, cuna del rock de los ochenta; y por otro el artista plástico Diego Linares, padre de sus hijos Luna y Tadeo. La tragedia de Cromagnon terminó con Chabán –quien murió en 2014, tras las rejas: “Es un tema que no quiero tocar sabés, porque es demasiado fuerte. Barre con cualquier otra cosa que esté diciendo, puedo hablar de Omar en el sentido cariñoso. Son cosas que tengo que seguir elaborando y en algún momento daré el testimonio que todavía no di”, asevera en el único momento de la entrevista en el cual desaparece su sonrisa.
–¿Cómo convivís con su recuerdo?
–Lo extraño, la verdad que lo extraño porque tanto él como mi mamá eran las dos personas con las que hablaba de arte, de pensar en el espíritu del tiempo de lo que uno tiene que decir como artista. Omar era un referente para mí. Era muy importante. Hablábamos mucho, incluso cuando estaba preso me llamaba a la noche y nos quedábamos hablando horas haciendo análisis del análisis de la vida. Era un gran lector y teníamos una relación muy intelectual.
–¿Te sentís parte de la identidad de la democracia que llega a estos 40 años?
–Era muy consciente de lo que significaba en el momento en que hice la performance de la Independencia en Cemento, la primera que hicimos. Entraba vestida de Patria en un mateo con cintas celestes y blancas, toda encadenada, con el Himno Nacional y las antorchas. Con Batato Barea y Gabriel Chame, que eran mis dos efebos, que me llevaban en andas con el “Ave María” hasta el escenario, donde de golpe se caen las cadenas y suena el Himno ¡Era fuerte! Y yo sabía que esa consonancia que había con toda la gente que estaba, y lo estaba como en un estado de recato, fue muy fuerte incluso para mí porque era pensar: ‘Guau, otro mundo es posible, salir de la oscuridad y llegar a otros brillos’. Con Omar éramos conscientes de que Cemento era un lugar casi pedagógico.
En un momento, Katja volvió a hacer las valijas para irse de la Argentina rumbo a Costa Rica junto a su familia. “Fue un proceso por el cual me alejé de todo. Fue una pérdida de identidad, un proceso iniciático que me permitió tener una nueva cosmovisión”, añade sobre ese viaje en el cual se fue a escribir una novela que tenía en la cabeza y no podía concretar dado su trabajo constante. Diego Linares, padre de sus hijos, es pintor y en aquel tiempo Guillermo Conte, quien vivía en Costa Rica y le había ido muy bien con la pintura, los incitó a cambiar de coordenadas. Katja recuerda que el viaje se concretó en solo dos meses y que fueron cuatro años de estadía, donde además se adentró en las lecturas de Carl Gustav Jung: “Agradezco, porque sin él no se que hubiera sido de mí. No se si hubiera podido asimilar todo lo que me pasó”, agrega sobre la obra del psicólogo y ensayista suizo. “Empecé con todo este trabajo cuando fui a Costa Rica y después cuando vuelvo a la Argentina, fue en 2001 y quedé varada como las ballenas, perdí todo. Fue mucho más difícil volver a la Argentina y reinsertarme que irme a Costa Rica”.
-¿Fue en Costa Rica donde descubriste el mundo de la ecología?
-Sí. Cuando volví de Costa Rica no tenía más ganas de hacer televisión pero regresé a un programa en el que lloraba todo el día porque no quería estar más con eso. Ahí hice un piloto para un programa que está en YouTube llamado SubteSur y ahí tenía que ver esto con el “nuevo mundo”, que a mí me empezó a despertar desde lo mítico, lo periodístico, y las terapias alternativas, las energías renovables. Hay una cosa que toda la vida quise hacer y nunca pude: un programa de televisión hecho por mí. Lo propuse veinte veces. Ese fue uno que lo presenté en la Televisión Pública justo antes de que despegara el helicóptero de la Casa Rosada y la Argentina se cayera. Creo que es importante debatir sobre medio ambiente y hay que encontrar posiciones intermedias para una transición que es fundamental y por eso mi proyecto televisivo se llama La mesa del medio. Se resumieron en mí todas mis pasiones: tanto la naturaleza como el arte, eso es Recicl/arte. Tiene que tener un sentido lo que uno hace.
El sol cae sobre las terrazas del Virrey que enmarcan a la Iglesia de San Juan Bautista y la silueta de Katja se desliza matizando de dorado su roja cabellera para elegir el vestido con el que va a bailar en ArtHaus justo después de que termine la entrevista por un trabajo que la devuelve a la actuación en cine, tal como sucedió con El año del conejo, Las puertitas del Sr. López, Ya no hay hombres, Al filo de la ley, Flores amarillas en la ventana, El amigo alemán y Butoh, entre otros trabajos que le permiten sintetizar su mirada al cine: “Me gustan muchísimo el cine de Sergei Parajanov, El color de la granada, o claro, me encantó siempre Visconti o Fellini, y mucho el nuevo cine alemán. Por eso me gusta La sudestada. El cine tiene que ser pictórico, tiene que ser una pintura en movimiento. Tiene que tener ese concepto estético. No podés hacer una película que sea igual que la realidad: ¿para qué quiero ir al cine para ver una película que es igual que la realidad? No me interesa”.
-Lo que estás diciendo choca con buena parte del Nuevo Cine Argentino…
- Por eso te lo digo. No me gusta el costumbrismo y, como decía alguien, ‘La canilla que gotea’ ¡No me gusta! No quiero saber de toda esa cosa tumbera… todo bien, me parece bien que se haga, pero a mí no me gusta. Me interesa un concepto estético no tan trash, no tan pobre.
-Si tuvieras que inventar la imagen ideal, ¿cuál sería?
- Saltando en una cama elástica, en el aire… porque me gusta volar, volar, volar.
Agradecimiento: Nelson D’Lima y Laura Violanti - Hotel Intercontinental Buenos Aires
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