Katherine Heigl, la estrella que Hollywood puso en su lista negra por “difícil”
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No existen las actrices de carácter en Hollywood. Sí los actores de carácter, que durante décadas la prensa especializada presentó como hombres indomables y temperamentales, de ambición severa, genios incomprendidos tan perfeccionistas que hasta sus faltas de educación quedan justificadas por el fin último que persiguen. La lista es larga: desde leyendas de la talla de Marlon Brando o Gene Hackman, hasta aprendices más contemporáneos como Christian Bale o Jared Leto, que han atormentado en varias ocasiones a compañeros de reparto, equipo técnico o periodistas, solo para aumentar su estatus de fuerzas interpretativas. Antes de la llegada del Me Too y movimientos como Time’s Up, Hollywood tenía reservado otro adjetivo para calificar a las mujeres que se atrevían a vocalizar un 10% de las exigencias o protestas de sus compañeros hombres: “difíciles”. Y con consecuencias profesionales –como la defenestración más absoluta– muy distintas a las de ellos, quizá por la docilidad histórica atribuida a las estrellas femeninas en las colinas de Los Ángeles. Una vez adjudicada la etiqueta, recuperarte no es nada sencillo y el caso de Katherine Heigl es la prueba de ello.
Allá por el año 2005, el papel de la doctora Izzie Stevens en la serie Grey´s Anatomy catapultó a la fama internacional a Heigl, que se puso por primera vez delante de una cámara siendo una niña. La intérprete de Washington llamó la atención de la industria antes que cualquier otro miembro del elenco de la exitosa serie, presumiendo de un físico privilegiado (elegida mujer más sexy del mundo), una notable fuerza cómica y una indudable intuición para interpretar las escenas románticas, como demostraron los corazones rotos por su romance en la ficción con el paciente Denny Duquette (Jeffrey Dean Morgan) y cuyo trágico desenlace reunió a más de 22 millones de espectadores solo en los Estados Unidos.
No tardó en ser elevada a la categoría de próxima «novia de América», siguiendo los pasos de otras como Julia Roberts, Meg Ryan y Jennifer Aniston, y dio el salto al cine protagonizando algunas de las comedias románticas más taquilleras de la primera década del siglo. Además de ganar un Emmy y conseguir dos nominaciones a los Globos de Oro, los buenos números de Ligeramente embarazada, 27 bodas o La cruda verdad hicieron de ella una de las mujeres mejor pagadas de la meca del cine, gozando de un salario superior a los 10 millones de euros a los 26 años. También fue una pionera a la hora de fundar su propia productora con la que controlar el desarrollo de sus proyectos, algo que hoy en día imitan estrellas como Margot Robbie o Alicia Vikander. Pero, en el transcurso de un par de años, su éxito se esfumó como si hubiese sido producto del hechizo de un hada madrina y el reloj de la iglesia acabara de dar las doce.
Con El baile de las luciérnagas, una ficción que estrenó Netflix este mes, Heigl tratará de recuperar el terreno perdido. Este melodrama, basado en el libro homónimo de Kristin Hannah, narra la tumultuosa amistad entre dos mujeres (Sarah Chalke, de Scrubs, completa el dúo) durante tres décadas y su estreno ha tenido una sorprendente acogida por parte de la crítica, que destaca el talento interpretativo de su protagonista para deconstruir a su –aparentemente perfecto– personaje y levantar una producción con espíritu de sobremesa.
Las aptitudes dramáticas de la intérprete nunca fueron discutidas. La aparente razón de su caída del olimpo hollywoodense se basa en una sinceridad poco recomendable en el sector y en la mala digestión de un éxito quizá demasiado grande y demasiado repentino. Tras ganar el Emmy, la actriz se negó a repetir candidatura por considerar que su personaje no había gozado del mejor material aquella temporada, desatando así la furia de la creadora de la serie, la todopoderosa Shonda Rhimes (Bridgerton), que más de una década después sigue negándose a que la que fuera gran estrella de la serie médica vuelva a ponerse la bata de doctora. Cuando unos años antes se atrevió a denunciar públicamente a su compañero Isaiah Washington por haber proferido un insulto homofóbico al actor T. R. Knight en el set de rodaje, la honestidad de la joven era alabada en hagiográficos reportajes sobre su figura.
Tampoco gustaron en Hollywood sus declaraciones sobre su mayor éxito cinematográfico hasta la fecha Ligeramente embarazada, a la que tachó de “un poco sexista”. “Retrata a las mujeres como arpías estiradas sin sentido del humor, mientras que los hombres son torpes, divertidos y queribles”, explicó, siendo señalada de ingrata y loca por sus compañeros del film. Tenía toda la razón del mundo en sus explicaciones, pero en la industria pre-Me Too que una mujer relatara su mal sabor de boca por haber participado en una película estereotipada todavía no era celebrado por el patio de butacas de la industria como en la actualidad.
La prensa especializada, que hoy bebe los vientos por estos perfiles, a las que califica de activistas valientes y empoderadas, la atacó sin ningún miramiento, publicando varios confidenciales en los que fuentes anónimas relataban su comportamiento déspota con el equipo técnico en cada uno de sus rodajes. Mientras actores envueltos en casos de supuesto maltrato o acoso sexual han logrado seguir adelante con sus carreras (Johnny Depp o Casey Affleck, por ejemplo), el divismo –otro término machista del cine– de la actriz le hizo merecedora de un castigo mucho mayor que sus supuestos crímenes. “Heigl fue una de las primeras víctimas de una corriente particularmente misógina de lo que ahora solemos denominar como cultura de la cancelación”, afirma el periodista Cole Delbyk en The Huffington Post.
“Puedo haber dicho un par de cosas que no estuvieran bien, pero después eso se convirtió en ‘es una desagradecida’, después en ‘es difícil’ y después en ‘no es profesional’. ¿Cuál es tu definición de difícil? ¿Alguien con una opinión que no te guste? Ahora tengo 42 años y todo eso me enoja mucho”, expresó al The Washington Post la actriz, que lleva años lidiando con episodios de ansiedad y pensamientos suicidas por el desplome súbito de su imagen mediática. “Me dijeron rápidamente que me callara la boca, pero cuanto más me disculpaba, más me pedían que volviera a hacerlo”, añade.
Después de disculparse hasta la extenuación y luchar durante un lustro por recuperar el estatus perdido en diferentes series de televisión –fracasando en el intento–, El baile de las luciérnagas se antoja como la última oportunidad para no decir adiós definitivamente a la primera línea de la industria. La propia Heigl reconoce en la entrevista que el éxito es el mejor remedio para borrar memorias y recuperar voluntades en las colinas de Los Ángeles. “Ya puedes ser la persona más espantosa, difícil y horrible del planeta que, si les haces ganar dinero, van a seguir contratándote. Sabía que, aunque ellos sintieran que yo hacía cosas horribles, mirarían hacia otro lado si los enriquecía. Pero mis películas empezaron a no recaudar tanto dinero”, sostiene haciendo gala de su tan discutida honestidad brutal. De los espectadores de Netflix depende ahora que por fin en las oficinas de Hollywood se separe a Katherine Heigl del calificativo de «difícil».
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