Judy Garland buscó siempre ese lugar sobre el arcoíris que anhelaba Dorothy, su personaje en El mago de Oz, el film que rodó a sus 16 años y la consagraría para siempre. Así como la querible niña buceaba en ese infinito en busca de cumplir sus deseos más profundos, la actriz, en vida, no encontró jamás ese espacio de sosiego. Amó y fue amada. Hizo y deshizo a su modo. Se enamoró. Se desenamoró. Coqueteó. Sedujo. Y abandonó. Padeció y la padecieron, pero algo es seguro, jamás se privó de seguir a su corazón. No le alcanzó. Su vida estuvo sumida y atravesada por el sinsabor, por las alteraciones que partían de un corazón frágil, un alma endeble y una cabeza que no se terminaba de equilibrar. Así, prematuramente, su estrella se apagó, pero sus 47 años fueron suficientes para legar su arte y dejar una huella indeleble.
Judy, cada noche, al igual que Dorothy, miraba al cielo y le pedía un deseo a su estrella: ser feliz. Encontrar la calma. Estar en paz. No lo logró. Epifanía inasible. Una esperanza. Compleja. No pudo con ella misma. Mucho menos pudieron los hombres que la acompañaron entre sus sábanas. Lo tuvo todo, pero no poseyó nada.
Destinada a sufrir
El 10 de junio de 1922, en Minnesota, nació como Frances Ethel Gumm. Su vida real, la de la chica que llevaba en la sangre la pasión por la música influenciada por sus padres, acaso fue la vida más feliz. Esos tiempos previos a la fama fueron los más amorosos. Épocas de inusual armonía en las que con sus hermanas formaron la agrupación Las hermanas Gumm, cuando aún disfrutaba de subirse a un escenario.
A los 12 ya era Judy y la agrupación ahora llevaba el mote de Garland. Todo cambió con un vértigo que sería una constante fatal. En 1935, firmó contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer y ahí sí comenzó su verdadero ascenso a un estrellato que nunca la terminaría de satisfacer. Los productores creían que podría interpretar papeles de chicas más grandes, aunque no cumplía con el prototipo de belleza de la época y esto le generaría grandes complejos. Traumas que la acompañaron hasta su muerte y que seguramente fueron, en sus inicios, la semilla de sus posteriores adicciones, inseguridades, y tormentos emocionales.
La Metro tomó una decisión y quizás allí se sembró el calvario. Los estudios unieron a Judy con Mickey Rooney para convertirlos en una de las parejas más exitosas de la industria. Las jovencísimas estrellas aprendieron rápido como el éxito puede estar tan pegado al padecimiento. Se dice que para poder sostener el exigente ritmo de las filmaciones, los actores recurrían a estupefacientes que los estimulaban y le permitían sostener arduas jornadas de rodaje. Judy tenía una personalidad insegura. Se veía fea y la sumatoria de sus complejos, más el consumo de fármacos, fueron su perdición desde muy joven. Ruina de la que no pudo escapar, minó sus relaciones y la destrozó.
Su vínculo con el amor fue siempre traumático. A los 18 años comenzó a lidiar, ya no solo con sus complejos sino también con las malas elecciones. Artie Shaw fue su primer amor, pero todo terminó cuando él se fue con Lana Turner. Al poco tiempo, apareció en escena el músico David Rose, pero estaba casado, así que la actriz tuvo que esperar que se divorciara para poder oficializar la unión en 1941. Al comienzo todo marchó sobre rieles, pero la fortuna no duró demasiado. Su intensa agenda laboral y estar pendiente de los métodos de belleza a los que era sometida para cambiar su aspecto, terminaron por minar la relación. Ese primer matrimonio en el que tanta ilusión había depositado. En 1944, Judy, que seguía ascendiendo en su carrera, ya había padecido un aborto espontáneo y lidiaba con los trámites de divorcio. El primero.
Un gran amor, el amor
Alguna vez Judy confesó: "He deseado, más de una vez, la palabra de un hombre y no el aplauso de miles de personas". Tuvo aplausos... y tuvo hombres. Sin embargo, no fue feliz, ese balance, implacable, del final. En esos paréntesis, donde el dolor y los traumas parecían dejarle lugar a algo parecido a la felicidad, Judy conoció al director Vincente Minnelli, quien la dirigió en Meet me in St. Louis. Era el año 1944 y la estrella se acababa de divorciar.
El film posibilitó un notable cambio estético en su protagonista y, además, significó el comienzo de un matrimonio emblemático que tuvo una descendencia estelar: Liza Minnelli. La boda de Judy y Vincente se llevó a cabo el 15 de junio de 1945, a pesar de los malos augurios de quienes no confiaban en que pudiesen construir algo parecido a una familia. De hecho, las primeras secuencias que rodaron juntos habrían transformado el set en un campo de batalla.
El vínculo duró seis años. Demasiados para un Vincente que no podía hacer nada ante los ataques de ira de su mujer, quien ya era una adicta a diversos fármacos que la sumían en euforias y depresiones extremas. Adicciones engendradas por sus inseguridades y por la exigencias de la industria del cine, a la que fue sometida desde casi adolescente. Fue en medio de uno de sus pozos anímicos cuando intentó suicidarse. No sería la única vez en la que la estrella buscaría poner fin a su vida. Las angustias profundas se contradecían con el éxito de taquilla de sus películas, con la adoración del público y con un nombre que ya era una marca registrada en buena parte del mundo.
A los 30 años, Judy hacía desconfiar a los estudios debido a sus constantes llegadas tarde, el aplazo de días de rodaje porque no se levantaba de su cama y la falta de concentración para retener guiones. Siendo tan joven, su cuerpo ya tenía marcas. Profundas grietas indelebles y su alma acumulaba dos relaciones fallidas. Vincente ya no estaba a su lado. Sola y sin trabajo, inició su carrera como cantante ofreciendo conciertos en gira.
Volver a empezar
1951 fue un año bien intenso para la protagonista de The clock debido a que la actriz no solo se sepaba de Vincente, sino que volvía a apostar al amor con su tercer cónyuge: Sidney Luft, quien, además, se convertiría en su representante. Se casaron el 8 de junio de 1952 en California. El vínculo fue promisorio al punto tal que tuvieron dos hijos, Lorna y Josep. En lo profesional, Sidney supo conducirla, a pesar de sus excesos. Una gira por el Reino Unido y un vodevil en el Teatro Palace de Broadway volvieron a posicionar a la gran estrella, quien, de esa forma, pudo regresar a las galerías de rodaje. Durante ese tiempo, Judy estaba distanciada de su madre, quien generó un escándalo en los medios al confesar que ganaba un salario mínimo en una empresa de aviación, siendo su hija millonaria.
La revancha laboral le llegó con la película Ha nacido una estrella. El mundo vaticinaba un Oscar de la Academia de Hollywood por su notable trabajo, pero el gran premio quedó en manos de Grace Kelly. A pesar del traspié, el público la ovacionó y la volvió a colocar en un sitial preferencial en la industria. El por qué se le negó un Oscar estaría vinculado a los constantes desplantes que la estrella realizaba a directores, colegas y productores con su falta de responsabilidad producto de una vida personal endeble y adictiva. Tan minado se encontraba su organismo que, en 1959, los médicos le auguraron pocos años de vida.
La vida de Judy Garland fue un constante volver a empezar. Un moebius trágico. En 1965 se divorció de su marido, el tercero, y lejos de encontrar la paz inició una verdadera batalla legal por la custodia de sus hijos.
Previsible escena final
En 1965 se vincula con Mark Herron. Se decía que esta pareja estaba sostenida en la fascinación de él por la diva y en la necesidad de ella por no estar sola en los momentos, la mayoría, en los que se desmoronaba. En 1969, se separa de Mark, pero se une rápidamente a Mickey Deans, con quien se casa el 17 de marzo, pocas semanas antes de su muerte.
Eran tiempos difíciles. En los Estados Unidos, su show televisivo había sido derrotado por una serie suceso, Bonanza, aunque sus actuaciones en vivo gozaban siempre de buena acogida. La gente de su entorno se preocupaba porque tuviera todo antes de salir a escena y porque durante el día las adicciones no le jugaran una mala pasada como para impedirle subir a escena por la noche. Cuando el telón bajaba, se iniciaba otro espectáculo. Dantesco. Una caricatura absurda del éxito. Un grotesco que se apoyaba en lo trágico. En los camarines, Judy lloraba luego de las ovaciones. No podía creer que el público aún la siguiera. Es que sus fanáticos sabían que ese aplauso era una manera de mantenerla viva. Cuando anunció que viviría en Inglaterra, se generó gran revuelvo. Los norteamericanos sintieron el desprecio. En Londres, celebraron.
Los 80 cigarrillos diarios que fumó de adolescente fueron casi el preámbulo a un final acelerado. Su pareja de entonces fue quien la encontró muerta el 22 de junio. ¿Las causas? Ingesta de barbitúricos para conciliar el sueño. Aunque los medios más sobrios se ciñeron a un escueto "paro cardíaco accidental". El funeral fue multitudinario. Y su partida, a los 47 años, la convirtió en el emblema, el ícono de la cultura y el orgullo gay. Sus restos embalsamados descansan en el cementerio Ferncliff, a 25 kilómetros de Nueva York.
En los últimos tiempos, se repetía: "Aún eres una estrella, aún lo eres". Como si ella misma no estuviese convencida. Su legado es artístico y humano. Fue una gran mujer que no supo qué hacer con los vaivenes de la vida. Liza Minnelli, su hija, es la herencia que Judy le dejó al mundo junto con sus películas y sus canciones grabadas en cinta. "Si soy una leyenda, ¿por qué estoy tan sola?". No encontrar respuesta a su inquietante pregunta, seguramente aceleró sus tiempos. Quizás ella misma le pidió a una estrella, a su estrella, culminar con el tormento para acunarse por siempre en algún rincón etéreo sobre el arcoíris, volver a ser Dorothy y estar en paz.
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