Se cumplen 17 años de la muerte del periodista, ocurrida el 5 de marzo de 2004
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Murió a los 33, la edad en la que pereció Cristo, y en su propia cruz. Encadenado a sus adicciones, patología que lo llevó a ocasionales delirios. “Me quieren hacer daño”, le escucharon gritar los vecinos. Se dijo que un asistente de la portería del edificio donde vivía, alertado por el bullicio, habría logrado entrar a su departamento, pero no pudo impedir que corriera hacia el balcón, prólogo al precipicio en el que caería su cuerpo. Un abismo cercano de tan solo poco más de cuatro metros, lo suficiente para flagelarlo de manera irreparable. Treinta y seis horas después, Juan Castro moría en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Fernández de Buenos Aires. Pasaron 17 años de aquella madrugada del 5 de marzo de 2004 en la que su corazón se detuvo definitivamente.
Había partido un comunicador brillante, audaz y de estilo propio que tenía mucho más para ofrecer en el camino de la comunicación. No pudo. Perdió la batalla contra sus adicciones. Se fue asediado por sus propios tormentos, esos que le habían convertido la vida en un infierno.
Todo y nada
Talento, belleza, juventud, amor, dinero y fama. Lo tenía todo. Sin embargo, no supo qué hacer con eso. En él, un cóctel explosivo. En pocos años, Juan Castro había logrado posicionarse como uno de los periodistas más interesantes que habían ofrecido los medios electrónicos. La radio y la televisión eran espacios en los que se movía cómodo. Cuando falleció, su programa Kaos en la ciudad, emitido por eltrece, tenía una factura perfecta y era un éxito, al punto tal que solía superar la audiencia que, a la misma hora, cosechaba Marcelo Tinelli en otro canal.
Para el afuera, un ganador. Solo unos pocos íntimos sabían que transitaba el infierno en el que se había convertido su vida personal producto de esas adicciones de las que no podía escapar, a pesar de sus intentos. Deseaba salir. No podía. Juan Castro no era de los que se regodeaba en la debilidad ni hacía alardes de sus zonas más frágiles. Al contrario.
En algunas muy justificadas oportunidades confesó sobre el consumo de estupefacientes del que era dependiente desde su adolescencia. Primero fueron las llamadas “drogas blandas” como la marihuana. Luego, la cocaína fue el paso que lo condujo al abismo.
A medida que pasaron los años, cierta paranoia y alucinaciones esporádicas fueron minando su equilibrio emocional. El 27 de julio de 2003 padeció uno de esos picos extremos, razón por la cual debió ser internado en el sanatorio Otamendi porteño. En los medios se habló de un piadoso estrés para no exponerlo. Fue él mismo quien, al regresar a la actividad, se refirió al tema en su propio programa. Era el Día de San Cayetano cuando enfrentó las cámaras de Kaos en la ciudad y conmovió al público que esperaba su vuelta y su palabra. Sentía que debía hacerlo porque su tarea como cronista siempre lo llevó a indagar en las zonas más profundas de los seres humanos. “Si lo hago con los demás, no puedo no hablar de mí mismo”.
Será por eso que también decidió contar públicamente que era gay. Primero fue en una entrevista gráfica publicada en la revista El Planeta Urbano. Poco después, en Sábado bus, aquel espléndido ciclo conducido por Nicolás Repetto, volvió a referirse al tema para una audiencia masiva. Lo que hoy está naturalizado, a fines de 2001 no era tan habitual. Sana evolución social en poco tiempo. Acaso por esas mismas razones, nunca se refirió al affaire mantenido con el ídolo pop Ricky Martin.
El periodista podía desdoblarse. En su trabajo mostraba su mejor cara. Dinámico, profundo, creativo, había llegado a la televisión para ahondar en aquellas cuestiones que no siempre la sociedad busca develar. En sus programas, las minorías encontraron el lugar para expresarse. Sus informes siempre iban en busca del lado menos expuesto, el que escondía las vulnerabilidades de los hombres de a pie, muchas veces a la buena de Dios. Acaso se sentía identificado con esos millones de supervivientes. En su Kaos en la ciudad radiografiaba el caos de una urbe furiosa. Se animaba con temas como el aborto, sobre los que la sociedad se definió hace muy poco.
Al momento de morir, Castro ocupaba un cargo en la productora Endemol que producía su programa, y tenía en carpeta un proyecto denominado Cadena de favores, un ciclo enfocado en la acción solidaria y que saldría por eltrece. Eran tiempos donde su presencia se había convertido en la figurita codiciada de los eventos. Inteligente y cool, siempre sumaba cuando pisaba una reunión con celebridades. A muchas de esas citas solía concurrir con Luis Pavesio, su última pareja. Acaso el hombre que fue testigo de los desesperantes arrebatos de Castro cada vez que la droga se apoderaba de él, aunque, según confesó, jamás vio a su novio drogarse.
Como le sucedió a Cristo, tenía apóstoles que se acercaban a él con la mano piadosa. Aunque ninguno imaginó una última cena tan prematura bendecida por el pan y el vino. En escena, también estaban los Pilatos que se lavaron las manos, eludiendo posibles responsabilidades. Como hoy sucede con Diego Maradona, ante la muerte irreparable aparecen los interrogantes sobre ese entorno no familiar, sobre quienes tenían la responsabilidad de velar por su salud. ¿Estaba bien atendido Juan Castro por los especialistas correspondientes? También es cierto que la ciencia tiene un límite ante la barrera que puede imponer el propio paciente.
“No es algo que podés dejar a voluntad. Poca gente puede hacer eso”, dijo el año pasado al programa LAM Mariano Castro, su hermano gemelo, quien vivía en México al momento de la tragedia.
Atormentado final
Aquel miércoles 3 de marzo de 2004, el periodista almorzó en un bodegón cercano a Endemol, luego de haber tenido algunas reuniones de producción y seguir de cerca la posibilidad de entrevistar en el primer programa de la temporada a la Primera Dama Cristina Fernández de Kirchner. Luego del frugal almuerzo, se subió a un taxi en Ravignani y Cabrera que lo llevó a su domicilio, ubicado a pocas cuadras, en El Salvador 4753. El periodista solía utilizar las escaleras dado que vivía en el 1° “E”. A los pocos minutos comenzó la tragedia irreparable.
Al atardecer, los vecinos comenzaron a escuchar gritos y ruidos de objetos que parecían incrustarse en el piso o chocar contra las paredes. Se dijo que dos televisores y un equipo de música yacían destrozados. Castro se había quitado la parte superior del equipo de gimnasia que tenía puesto y con el torso desnudo se paseaba por su departamento a los gritos. “Me quieren matar”, “Me quieren hacer daño”. Frases arrojadas a la nada que varios vecinos habrían escuchado.
Una vez más, el periodista padecía una de esas alucinaciones que lo hacían percibir una realidad distorsionada e intuir la presencia de seres inexistentes. Trascendió que alguna vez se sintió acosado por las ratas y otra percibió que los piojos se apoderaban de él, por eso apeló a cuanto champú existiera para combatir esa invasión que, desde ya, era fruto de lo que le provocaba el consumo de drogas. Ansiolíticos y antidepresivos se desparramaban por el living, la habitación y la cocina.
Se dijo que el auxiliar de la portería entró a socorrerlo. Pero lo cierto es que Castro al escuchar que llegaban por él, corrió al balcón, levantó sus piernas y se arrojó sin conciencia de su acto. No buscaba el suicidio, sino escapar a ese enemigo inexistente que divisaba desde hacía unos minutos y que lo hizo estallar en gritos que, aún hoy, los vecinos no pueden olvidar.
Poco antes de las nueve de la noche, lo operaron en el Hospital Fernández. La tarea era titánica: fracturas atendidas por traumatólogos y cirujanos ocupándose, en simultáneo, de un cerebro comprimido que había que drenar. Estado de coma, intubación y un pronóstico reservado.
Al nosocomio de la calle Cerviño primero llegó Luis Pavesio, quien al enterarse del cuadro no pudo evitar quebrarse. Inmediatamente después lo hizo Hugo, el padre del paciente. También llegaron figuras del espectáculo y compañeros de trabajo. Nadie podía entender lo sucedido. Ni siquiera aquellos más cercanos que conocían, en parte, la situación emocional y el consumo de estupefacientes. “Es un milagro que esté vivo”, dijo la doctora Liliana Voto, directora del hospital.
Miguel Núñez, vocero de Néstor Kirchner, se hizo presente en el lugar. También se acercó Aníbal Ibarra, Jefe de Gobierno porteño. No faltaron Adrián Suar ni Ronnie Arias, integrante del staff de Kaos en la ciudad.
En la madrugada del viernes 5 de marzo, el cuerpo flagelado no respondió más. “Disfunción orgánica múltiple” fue la definición de la ciencia. Le falló todo: riñones, pulmones, cerebro y corazón. A las 2.30 se produjo el paro cardiorrespiratorio que llevó a Juan Castro a la inmortalidad de su recuerdo. En la morgue, el estudio realizado esa misma madrugada comprobó politraumatismos, hemorragias, fractura de cráneo y lesiones en su miembro inferior izquierdo.
Por decisión familiar no se realizó velatorio. Amigos y seguidores lo despidieron en el Cementerio de la Chacarita. Se había ido el pibe que nació en Parque Patricios y se crió en un monoblock de la calle Matheu. El hijo que perdió a su madre cuando era un adolescente. El locutor recibido en el ISER que hablaba inglés a la perfección y el estudiante avanzado de la Universidad de Buenos Aires. El que hizo Zoo, junto a Dolores Cahen D´Anvers, a quien había conocido en Telefe Noticias, donde también dejó su huella como conocedor del pulso de la calle. Se había apagado la llama de un periodista versátil que podía entrevistar con profundidad al líder montonero Mario Firmenich o cubrir como pez en el agua la Love Parade de Berlín.
A los 33, venía transitando su vía crucis de dolor y tormento desde hacía muchos años. A la misma edad de Cristo conoció su cruz final.
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