Es argentino, en los años 80 trabajó en películas como Darse cuenta y Todo y nada, y en programas como Colorín colorado y Pobre Clara; hoy es el gran maestro de los mejores, incluido Javier Bardem
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MADRID.– Los vestidos negros colgaban en el lavadero. Cuando el padre de su amiguita murió, la madre y la abuela de la niña adoptaron el luto. Al pequeño se le ocurrió robar por instantes los atuendos azabache y marchar junto con la niña hacia la plaza del pueblo. Tendrían 4 o 5 años. Poco a poco esta travesura fue convirtiéndose en un ritual. Espiaban a los vecinos de Adela María, provincia de Córdoba, a través de un agujero diminuto. Pensaban que con aquellos trajes escondían sus identidades y atemorizaban a los pobladores. “Lorca dice que el teatro es también una experiencia con la muerte. Jugábamos a ser otros, pero era también un shock con la muerte. Era una manera de expresar algo que no entendíamos y que pasaba a nuestro alrededor”, dice hoy Juan Carlos Corazza, el prestigioso maestro de actores argentino radicado en España hace tres décadas.
“Pon ojos de fiera”, “Ensayalo, probalo. Quizá salga peor que antes, pero buscalo”, le dice con un híbrido acento argentino y español a una actriz que ofrece al público escenas de Yerma. Esas marcaciones saben, antes que a corrección, a caricia sabia y precisa. A pocos metros de la plaza de toros Las Ventas, se erige su estudio, creado en 1990, que ofrece cuatro niveles de formación, y que ha sumado también otros espacios físicos –dos salas de teatro–, a una gran infraestructura que le permitió continuar con la docencia durante la pandemia. Discípulo de Carlos Gandolfo, Corazza es sinónimo de excelencia y de rigor. Hay una generación de intérpretes, que ha sido cincelada con su método pedagógico y su mirada: Javier Bardem, Elena Anaya, Silvia Abascal, Roberto Enríquez, Juana Acosta, Alba Flores, Alicia Borrachero, el talentosísimo Sergio Peris-Mencheta, Alberto Ammann, Javier Godino o Manuela Velasco. Además está el caso de dos grandes actores, Consuelo Trujillo y Manuel Morón, que se formaron también como docentes con Corazza. Morón en la actualidad integra el equipo de profesores de este estudio, junto con Betina Waissman y James Murray, entre otros maestros.
–¿Cuál es tu primera experiencia con el teatro?
–El radioteatro Palmolive del Aire, con Atilio Marinelli y Silvia Montanari. Durante las horas de la siesta, a escondidas a veces de mi madre, mi hermana y mi vecina, hoy una notable médica e investigadora del Sida en niños, escuchábamos el radioteatro. Era una magia que nos cautivaba. Cuando vi por primera vez la representación de una obra que había escuchado, Lucerito, el ángel de la cara sucia, el protagonista, un niño, estaba interpretado por una mujer, bastante mayor, aquella fantasía y aquel vuelo se encontraron con una realidad escénica muy diferente a la que tenía en mi cabeza.
–Quizás alguien debe haber advertido tu impulso hacia el mundo del teatro.
–Las maestras, esas mujeres de gran vocación, fueron las primeras en verlo. En lugar de excluir a un niño que era bastante raro, le dieron un espacio, porque en el sur de Córdoba, en esa zona agrícola ganadera, no había teatro y la televisión llegó cuando tenía 14 años. Pero no sé de dónde viene esta inclinación hacia el teatro.
–¿En qué momento dijiste: “Me quiero dedicar profesionalmente al teatro”?
–A los 17 años escribí, dirigí y actué, junto con los compañeros de las Escuelas Pías, una obra para recaudar dinero para el viaje de estudios. Se llamaba Algo más y la representamos en el Teatro Municipal de Río Cuarto. En la obra había un clima de persecución en torno a un grupo de estudiantes que estaban en una residencia estudiantil. Cuando termina la representación, ya todos los espectadores estaban en el hall, me quedé solo en el escenario. Estaba en penumbras y cuando iba a bajar, me conmoví y lloré. Entonces me agaché a tocar el suelo. Recuerdo el tacto de esas maderas gastadas. Y el llanto fue aún mayor. Es ahí donde dije: “Me voy a dedicar toda la vida a esto”. Fue como una señal.
–¿Qué le dio el teatro a tu vida, a tu personalidad, a tu carácter?
–Gracias al teatro dejé de sentirme excluido. Se aliviaron ciertas heridas que llevaba desde niño: era el raro. Me gustaba la pintura, el teatro y tenía mucha torpeza con juegos de deporte. A veces viví situaciones muy duras donde pude sentirme humillado, despreciado, burlado y llevé esas heridas conmigo mucho tiempo. Esas heridas se transformaron luego en un lenguaje creativo.
–¿Cuándo te diste cuenta de que querías ser docente?
–Siempre participaba en las clases de Carlos Gandolfo. Allí comentaba mi trabajo y el de los demás. “Este va a dirigir”, decía. Cuando vino a España a dirigir una obra de teatro me pidió hacerme cargo del segundo año de su estudio. Para mí fue lo más natural del mundo, como si lo hubiese hecho todo el tiempo. Cuando llegaban actores españoles a su estudio, como Manuel Morón, Gandolfo los mandaba conmigo.
–¿Cómo era Gandolfo? ¿Qué aprendiste de él?
–Tenía una mirada muy aguda, un don para detectar lo artificial, el truco o la trampa. Podía llegar a ser muy inquietante, a veces doloroso, y a mí me resultaba, casi siempre, muy divertido. Era peligroso porque los egos se destartalaban. Estuve diez años con él y tuvimos una amistad muy profunda. Podría decir que aprendí mucho y no me enseñó nada. Lo ponía difícil, pero lo veía hacer.
–También estudiaste con Augusto Fernandes.
–Tuve la suerte de conocer a don Augusto, con permiso de Gandolfo. Estudié solo un breve tiempo, pero, desde que vine a España, hasta meses antes de su muerte, cada año que viajaba a Europa, para dictar un curso o en España o en Alemania, tenía el honor de que fuese un huésped en mi casa.
–Creaste una escuela, en un sentido literal y metafórico. Sos el “Maestro Corazza” a quien tantos intérpretes invocan. ¿Cuál es tu técnica, tu búsqueda?
–Una de las características de mi trabajo tiene que ver con crear el carácter del personaje: comprender e imaginar cómo ve el mundo. Es su manera de sentir, sus emociones, y sobre todo, sus pensamientos, la actitud que tiene el personaje frente a todo y cómo esto genera un comportamiento específico. También es una búsqueda en mi trabajo, una pasión, la forma no literal de trabajar con el texto. Es un trabajo que requiere de mucha dedicación. Pero no es específicamente la técnica una de las características principales de mi trabajo principal.
–¿Dónde está puesto el énfasis de tu entrenamiento?
–El recurso o la técnica que empleo tiene que ver con el tipo de preguntas que le hago al otro, preguntas que impulsen a la creatividad, que no frenen, sino que ayuden a entender el texto, el personaje y la función que tiene en una historia. Y también está aquello entre líneas, debajo de la historia. La mirada es la clave.
–Es un trabajo de doble empatía: ver al personaje, ver al actor y, a su vez, la combinación expresiva.
–Sí, me apoyo mucho en mi cabeza, en mi intuición, en mi corazón, porque el foco y la inspiración siempre es lo que está allí: el actor, la actriz, el personaje, la historia y el autor y cómo todo ello resuena en mí.
Es un lunes caluroso y en la cola para ingresar en el teatro, donde lo recaudado ingresará en un fondo de becas para los alumnos del estudio Corazza, hay rostros famosos del cine y la TV. También hay personas que jamás han ido al teatro, amigos o familiares de los actores que están a punto de mostrar su arte. Cinco actores –uno realiza un toro en reemplazo de un intérprete que está filmando una serie– y nueve actrices representan escenas de textos clásicos y también el fragmento de una obra escrita por el propio Corazza. Hay un momento emotivo que sacude al espectador: una escena de García Lorca y muchas Yermas. Se ofrece un abanico de heroínas lorquianas sobre el escenario. Es un ejercicio para el actor y también para el público que asiste a una experiencia de empatía, una lección que derrumba el ámbito de lo teatral y penetra en el corazón de lo humano. Corazza se refiere a esta exploración como “identificación/desidentificación”.
–¿Qué buscás transmitir o lograr con estas escenas?
–Es una de las características del lenguaje artístico y escénico que desarrollo cuando dirijo, que viene del trabajo de investigación. Es muy importante para el actor entrar y salir del personaje y también invitar al espectador a seguir de modo mucho más profundo la historia del personaje, lo que le pasa a él y a su propia experiencia. Apuesto por ese personaje interpretado para varios intérpretes, varias versiones o matices. Siempre es Yerma. Pero es posible que alguna actriz toque solo algunas teclas de Yerma, un personaje con notas tan sutiles, tan complicadas puede que sea imposible que una sola actriz las abarque a todas. Es un ejercicio para los actores, que les amplía y enriquece su visión del personaje, pero también es una invitación para que el espectador esté flexible.
–Los expertos destacan tu virtuosismo en el dominio del espacio escénico. ¿Cómo podrías explicar esta destreza?
–Por un lado, es la relación entre los actores y el espacio; por el otro, la comunicación con el público, si es teatro, o con la cámara, cuando es audiovisual. Es el espacio que necesitan los actores, la escena, la historia, el personaje, la relación entre los personajes. Quien más ha desarrollado este trabajo es Peter Brook. En el espacio hay algo misterioso, una energía y algo invisible.
–¿Siempre partís de un texto para ensayar?
–No siempre. Hay algunos textos que creo. Hay una dramaturgia que va apareciendo en los ensayos y también textos que escribo, retoco y llevo a los ensayos. Los actores son una inspiración para mí. También les diseño o les propongo personajes que pienso les van a venir bien, por ejemplo, para soltarse. Mi pasión es acompañar el aprendizaje, ver la evolución de un actor hasta que florece el personaje.
–Habrás visto casos de gente muy talentosa, pero también insegura.
–Sí, y también de gente talentosa que no tiene tanta vocación o pasión por ampliar su conocimiento o por tomar un compromiso mayor con el sentido del arte: ofrecer un talento, contagiar algo bueno para despertar la conciencia, el cuidado de la vida, porque en todas las generaciones, en todas las épocas, tendemos a cerrar los ojos.
–¿Cuánto de terapéutico hay en el teatro?
–Aunque el fin no es terapéutico, puede resultarlo. Hay un tipo de teatro específicamente terapéutico que conozco y creo que puede ayudar a ganar más libertad, espontaneidad. Se puede ganar confianza o valentía a través del juego, del humor, de la posibilidad de expresar y canalizar emociones en una historia. Es una buena manera para que los más tímidos pierdan miedo. No es mi camino, no es lo que más me interesa, pero es valioso en este sentido. El teatro puede ser muy valioso, pero a veces también dañino.
–¿Por qué?
–El teatro, el cine y la televisión pueden fomentar la frivolidad, el rechazo, el prejuicio, la exclusión, actitudes en la vida que son dañinas.
–Viste muchas metamorfosis, el crecimiento de tantos jóvenes hoy convertidos en estrellas. ¿Podrías nombrar a algunos nombres?
–Por supuesto que el más famoso internacionalmente es Javier Bardem. Lo conocí cuando llegué aquí y cuando él no era para nada conocido, antes de hacer su primer papel importante en Las edades de Lulú. Es alguien que quiero muchísimo y que tiene una actitud de una generosidad con la vida, con la profesión y con la sociedad sorprendente. No son públicas, y el día que lo sean, dejarán sorprendidos a muchos. También puedo mencionar a Alba Flores, que empezó en el estudio a los 13 años, primero en el grupo de adolescentes y que luego hizo la formación completa. Alicia Borrachero que empezó muy jovencita e hizo un gran camino. Es una actriz muy comprometida. El tan querido Sergio Peris-Mencheta, Silvia Abascal, Elena Anaya, Alberto Ammann, cordobés como yo, Manuela Velasco, que dará muchas sorpresas, Consuelo Trujillo. No me quiero olvidar de nadie. Los quiero y me emociona ver cómo siguen creciendo.
–Cuando ves una película o una obra de teatro, ¿podés entrar en la historia como cualquier espectador? ¿O aparece tu ojo clínico?
–Están los dos en simultáneo. No me pierdo ese viaje. Meryl Streep, por ejemplo, es una fiesta.
–España vive un momento de gran producción audiovisual y te buscan enormes intérpretes para crear personajes para cine o en TV. ¿Cuál es la mayor dificultad de este desafío?
–Busco en el entrenamiento con los actores que adquieran un criterio artístico. Eso lleva mucho tiempo. Incluso los genios, como Marlon Brando, cometen torpezas. Hay actores que no tienen una observación objetiva sobre su propio trabajo y sobre el de los demás. A veces se celebra demasiado a sí mismo. Esto lleva mucho tiempo y eso hay que hacerlo desde joven, desde el entrenamiento básico. Intento cuando preparo a estos personajes guiarlos con preguntas y sobre todo probar, ensayar, investigar.
–¿Cómo lidiás con los egos en esta profesión?
–No quiero ni busco que desaparezca el ego de nadie. Lo que sí quiero es que el ego no tome las riendas de un actor. Que se haga amigo de él, para que aquello que es una dificultad, se convierta en una virtud.
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