Leyenda viva del cine nacional –preside el Festival Internacional de Mar del Plata desde hace diez años–, el hermano mayor de las mellizas Mirtha y Goldie Legrand es un hombre erudito, encantador y discreto, al que nunca deslumbraron los flashes. A los 92, sigue trabajando: “Mi amor por el cine es para toda la vida”
Todos los que lo conocen y lo admiran coinciden en resaltar los mismos atributos: José Martínez Suárez (92) es inteligente, generoso, sensible, leal, honrado, lúcido y tiene un gran sentido del humor. Y basta un encuentro con él para entender por qué este hombre apacible y de mirada transparente es capaz de contagiar su amor por las películas a cualquiera que lo escuche con atención.
Erudito, más memorioso que Funes y gran narrador, el hermano mayor de las mellizas Rosa María Juana y María Aurelia Martínez Suárez –Mirtha y Goldie Legrand–, que se inició de joven en los estudios Lumiton y llegó a convertirse en una figura clave del cine argentino, huye de la alta exposición. Maestro de varias generaciones de cineastas y presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata desde hace diez años, “Josecito” –como lo llaman todos– se reconoce tímido y observador, hincha fanático de Racing y amigo de sus amigos más allá de la muerte. Jefe de una familia numerosa (tres hijas, seis nietos, diez bisnietos) que nunca sale en las revistas, añora sus días felices en Villa Cañás y confiesa que en su estudio (en el que atesora toda clase de recuerdos y tantas películas como para armar un museo del cine) es donde se siente más vivo.
–¿Cuándo empezó su pasión por el cine?
–En Villa Cañás había dos cines y uno, el de la Sociedad Italiana, quedaba frente a mi casa. Como además el empresario Humberto Bianchi era muy amigo de mi padre, y su hijo, Soio Bianchi, mi mejor amigo, el cine fue el lugar de mis juegos desde los 4 o 5 años. Las películas llegaban desde Rosario, siempre en caso de que no hubiera llovido, porque como el camino era de tierra si llovía nos quedábamos sin cine el fin de semana, y eso era una desilusión que no sabíamos paliar con ninguna otra cosa. Durante la semana, Soio y yo jugábamos en la sala, en el escenario, en la cabina de proyección –que era una simple construcción de chapas– y, sobre todo, olíamos los trozos de películas que habían quedado tirados en el piso, porque el acetato tenía un olor muy agradable. Casi siempre veíamos las películas dos veces, sábados y domingos en la tarde, y yo encontraba cosas distintas a las que había visto el día anterior. Ahí me enamoré del cine.
–En su larguísima trayectoria usted fue guionista, asistente de dirección, director, presidente de festivales. ¿Cuál es el rol que más le gusta?
–El de guionista, me agrada mucho hacer guiones. Puedo preciarme de ser un gran lector: he leído mucho, he leído bien, he tenido gente que me ha indicado qué era lo que debía leer, y siento verdadera pasión por algunos autores como Borges, Chesterton, Stevenson o Lawrence de Arabia. He leído todo lo que he podido sobre ellos, que han alegrado mi vida y mi imaginación, y han sido fundamentales para mi tarea de guionista.
–Bueno, a Jorge Luis Borges lo conoció y lo frecuentó…
–Sí, lo había conocido, posiblemente en el 41, en una librería que se llamaba Mackern’s, que quedaba en Corrientes casi San Martín. Esa librería tenía un subsuelo al que no permitían bajar a cualquiera, porque no había empleados en ese sector. Pero como yo iba a menudo, podía bajar. Y un día vi a Borges agachado, mirando algo en el último estante. Pretendí saludarlo, pero me pareció inapropiado porque estaba ocupado. Esa fue la primera vez que lo vi. Después hasta trabajamos juntos.
–¿Borges fue actor?
–Sí, yo filmé una película basada en uno de sus cuentos, “El Sur”, en la que él hacía de Borges. Filmamos en una estación de ferrocarril casi abandonada, en medio de una planicie pampeana, y Borges quedó muy satisfecho con su actuación.
–¿Y usted quedó contento?
–Yo quedé feliz porque había trabajado con Borges.
–¿Qué directores lo influyeron?
–Los del neorrealismo italiano, que entró muy fuertemente en mi vida como entró muy fuerte también en la del público argentino. La gente iba a ver las películas que se estrenaban porque eran italianas. No sabían quién era Zavattini, quién era De Sica, Rossellini o Bertolucci. Películas que con toda seguridad convocaban recuerdos, memorias y hechos sucedidos en sus vidas. Yo solía ir a verlas con un amigo que murió, y gozábamos las películas de tal manera que, la mayoría de las veces, después de un intermedio con un café, la volvíamos a ver. También me influyeron algunas de la Warner que don Humberto llevaba a Villa Cañás, películas violentas, de gangsters, lo que se llamó el cine duro americano.
–¿Dentro del neorrealismo italiano tiene alguna favorita?
–Sí, Ocho y medio: es la película que no se saca ventajas con El ciudadano. Con distintas propuestas, distintos escenarios y lenguajes, son dos películas que me convocan. Yo estaba en medio de una gira por Italia a pedido del Partido Socialista Italiano, y lo primero que hacía cuando llegaba a una ciudad era pedir un diario local, para ver qué estaban pasando en el cine, porque en Roma Ocho y medio ya había terminado su exhibición. Y la encontré en Piombino. Entonces comí temprano, porque la función empezaba a las dos de la tarde, y les avisé al resto de los colegas que estaban dando charlas sobre arte, política y literatura que me iba al cine. Así que la vi y lo primero que me dije cuando se encendieron las luces fue: “¿Quién espió mi vida”?, “¿Cómo es posible que alguien haya espiado mi vida?”. Volví a la boletería, saqué otro boleto y entré nuevamente al cine. Y cuando terminó la segunda sección fui a la boletería y saqué el tercer boleto, pero en mitad de la función alguien me iluminó desde la derecha, y cuando miré escuché: “¡Es la hora de tu charla, José!”. Me había olvidado.
–Trabajó con la mayoría de los grandes directores de todas las épocas. ¿Hay alguno al que recuerde de manera especial?
–Aprendí de todos, hasta de los malos directores aprendí lo que no se debía hacer. No me desagradaba trabajar con malos directores, porque al día siguiente, al ver el material que habíamos filmado, advertía que la posición de cámara que yo había supuesto, o el movimiento del actor, o el tono o el silencio, quedaban mejor. No es que fuera vanidoso, era observador.
–También trabajó con Daniel Tinayre. ¿Era fácil compartir el set con él?
–No, no era fácil, pero entre los dos lo hacíamos fácil, porque Daniel tenía un gran sentido del humor, como tenía un gran sentido del terror también. Podía pegarle a uno unas filípicas que te dejaban marcado por mucho tiempo. A mí me gustaba trabajar con él, porque era muy exigente.
–¿Entonces era más fácil como cuñado? [Risas].
–Sí, absolutamente.
–De todas sus películas, ¿cuál es la que considera mejor lograda?
–Para cualquier director, las películas son como hijos. Y usted no puede elegir un hijo, los quiere a todos aunque tengan defectos. También pasa que, de acuerdo con las circunstancias, uno va cambiando sus cariños. Yo quiero que cuando el espectador vea una película mía salga de la sala y busque un amigo para contársela, porque lo desborda el entusiasmo, el interés, la ilusión que le despertó eso que vio, y quiere compartirlo. Además, me interesa que esté sentado con la espalda sin apoyar en el respaldo, que quiera entrar en la película y ser parte de ella. De un tiempo a esta parte me está gustando mucho Noches sin lunas ni soles, sin despreciar las demás. Hay circunstancias que hacen a mi fuero interno que me acercan más como personaje a Noches sin lunas ni soles que, por ejemplo, a Los muchachos de antes no usaban arsénico.
–La amistad es un tema recurrente en sus películas. ¿Cómo es con sus amigos?
–Sí, la amistad está presente en todas mis películas con mucha potencia. Yo era y soy más bien de tener pocos amigos, pero amistades sólidas. Cuando llegué a Buenos Aires me causó una extraña sensación que alguno me decía: “Te voy a presentar un amigo”. Y al otro día: “Te voy a presentar un amigo”. Yo pensaba: “No pueden ser todos amigos. Serán conocidos, porque amigos son pocos. Cuatro, cinco, seis, siete como mucho”. He tenido excelentes amigos, los sigo teniendo, y algunos siguen viviendo a pesar de que ya no están, y yo los consulto. Como al Negro José Romero Olmos. Cuando estoy en un problema pienso: “¿Qué haría el Negro en este momento?”. Y obro como creo que lo haría él.
LA PATRIA ES LA INFANCIA
–¿Qué significa en su vida Villa Cañás?
–Me duermo pensando en mi pueblo. Pensando en las esquinas de Cañás, en las cuadras de Cañás y en las manzanas de Cañás. Quién vivía en esa casa, cómo era la vereda, si había alguna diferencia de altura con la siguiente, dónde nos encontrábamos con los amigos, el banco de la plaza en el que nos sentábamos, la luz que había. Yo me asomaba de mi casa y miraba hacia la izquierda, para ver si se dibujaba un trapezoidal de luces donde estaba la biblioteca. Si la biblioteca estaba abierta, agarraba mi bicicletita y me iba corriendo en la oscuridad hasta ahí. Y ahí siempre estaba Juanito Ardiaca, atendiendo a los pocos que nos presentábamos a buscar libros.
–Deben ser muy distintas la Villa Cañás de su infancia y la de ahora.
–Sí, ha cambiado mucho, a tal extremo que la última vez que fui me paré en una esquina, miré y vi el final del pueblo. Y dije: “Pensar que cuando yo estaba acá, creía que había estado en otro pueblo de tanto que había caminado”.
–¿Cómo era la relación con sus hermanas siendo usted el mayor y ellas tan bonitas? ¿Las cuidaba de los galanes?
–Hay un tango que se llama “Rosarina linda”, y debería llamarse “Santafesina linda”, porque doy fe de que las mujeres santafesinas son muy lindas, no sólo mis hermanas. [Risas]. No, no las cuidaba, para nada, teníamos distintos amigos, distintos sitios para encontrarnos, distintos gustos. Por supuesto que no me gustaba si algún hombre les faltaba el respeto.
–¿Vuelven los tres juntos a Villa Cañás en alguna ocasión?
–Hemos ido juntos en varias oportunidades, e incluso ahora estamos preparando un viaje. Goldie ya me ha dicho que sí, que viaja, y Chiquita está viendo si puede, porque ella tiene sus compromisos. Vamos a tener que hacer una organización milimétrica para que pueda viajar. Sería muy lindo que lo lográramos porque, como les digo a ellas, tal vez resulte el último viaje que hacemos los tres hermanos juntos a nuestro pueblo.
–Tuvo dos hermanas, dos esposas, tres hijas. Vivió rodeado de mujeres. ¿Cómo se lleva con ellas?
–Excelente. Por suerte he estado rodeado de mujeres la mayor parte de mi vida.
–¿Fue un papá presente?
–Creo que no he sido lo suficientemente buen padre como merecían mis hijas. Estuve seis años trabajando en Chile, manejando Chile Films, y la distancia se sentía. Incluso dos por tres me llamaban de la frontera que había tres niñas indocumentadas que iban a entrar a Chile pero no tenían autorización. Así que tenía que agarrar el coche, subir hasta Portillo, que era donde estaba la aduana, retirarlas y llevarlas a Santiago.
–¿Qué tal es como abuelo y como bisabuelo?
–Trato de ser el abuelo que me gustaría haber tenido. Y ser bisabuelo ya es un regalo inesperado de la vida. Piense que mi padre murió muy joven, a los 36 años, yo nunca imaginé llegar a ver a mis bisnietos.
–¿Ve algo suyo en alguno de sus nietos?
–Sí, en Manuel, que trabaja conmigo, al que yo le decía “Manuel, cuando crezcas y tengas que afeitarte, no va a ser necesario que uses espejo, usá una foto mía”. Es mi misma cara.
–Si tuviera que elegir los mejores momentos de su vida, ¿cuáles serían?
–Siempre relacionados con mujeres.
–¿Y los peores?
–La muerte de mis seres queridos. Y el secuestro de mi hija María Fernanda. Es muy doloroso, pero no lo olvido. Yo ya estaba separado, vivía en Juncal 2940, piso 3, y a las nueve de la noche sonó el timbre. Era Marta, mi ex mujer [la madre de sus tres hijas se llamaba Marta Urchipía]. Y cuando le abrí la puerta me dijo: “Secuestraron a Fernanda”. Corrí hasta la casa familiar de la calle Malabia, donde habíamos vivido, de ahí fui a la comisaría, me atendió un oficial que me dijo: “Qué raro, no pidieron zona liberada hoy en la tarde para eso”. Y después le escribí una carta al almirante Massera, responsabilizándolo por el secuestro, y la llevé a su casa, porque sabía dónde vivía. Había una guardia de marinos abajo y me dijeron que no podía pasar, pero que ellos le iban a dar la carta. Después estuve en el Departamento de Policía, que ya estaba cerrado, donde un oficial me sugirió que volviera a la mañana siguiente. Nos quedamos esa noche en vela, sin saber qué se hacía en estos casos, y al otro día temprano volví al Departamento de Policía y me dijeron: “Por esta señora ya han pedido”. Eso quería decir que la carta que había llegado a manos de Massera había tenido su efecto. Junto con mi hija secuestraron a Julio, su marido. No se sabe dónde estuvieron y durante ese tiempo, ella escuchó cómo torturaban a Julio, escuchó que alguien decía: “El pibe se nos va”, y escuchó que en su delirio Julio decía “tengo que ir al trabajo”. Fernanda apareció una madrugada. La dejaron en General Paz, tal vez arriba de la estación Sáenz Peña. Nunca más se supo de él. Tenían dos hijos, una niña de tres meses y un niño de 4 años.
–¿Cómo le gustaría que lo recuerden?
–Había un escenógrafo muy amigo mío, Carlos Dowling, quien una vez me dijo: “¿Sabés lo que sos vos, José? Sos un guacho tierno”. Quiero que me recuerden así, como un guacho tierno.
- Texto: Gabriela Grosso
- Fotos: Matías Salgado
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